El Bree se internó en el océano del este tan gradualmente que nadie notó cuando se produjo el cambio. El viento soplaba cada día más, y al fin la nave pudo usar las velas normalmente; el río se ensanchó metro a metro y kilómetro a kilómetro hasta que las orillas dejaron de ser visibles desde la cubierta. Aun era «agua dulce» — es decir, carecía de la vida bullente que tenía prácticamente todas las zonas oceánicas de matices variados y contribuía a dar a ese mundo un aspecto tan asombroso desde el espacio—, pero los marineros verificaban con gran satisfacción que el olor se acercaba.

Todavía navegaban rumbo al este, pues, según los informes de los Voladores, una larga península les cerraba el paso hacia el sur. El tiempo era favorable, y estarían bien informados sobre posibles cambios gracias a los extraños seres que los observaban con tanta atención. Aun había provisiones en abundancia a bordo, las suficientes para permitirles llegar hasta los ricos parajes del mar profundo. La tripulación se sentía feliz.

El capitán también estaba satisfecho. Había aprendido, en parte por sus propios exámenes y experimentos, y en parte por las explicaciones de Lackland, que una embarcación hueca como aquella canoa podía acarrear mas peso que una balsa del mismo tamaño. Ya estaba fraguando planes para construir una gran nave — quizá mayor que el Bree— que siguiera el mismo principio y pudiera trasladar en un viaje las ganancias de diez. El pesimismo de Dondragmer no lograba disipar ese sueño rosado; el piloto temía que hubiera alguna razón para que ellos no usaran esas naves, aunque no atinaba a dar con ella.

— ¡Se hundirá en cuanto empiece a soportar demasiado peso! — exclamó —. Puede estar bien para las criaturas del Borde, pero se necesita una balsa sólida allá donde las cosas son normales.

— El Volador dice que no — replico Barlennan —. Tu sabes tan bien como yo que el Bree no flota a mayor altura aquí que en nuestra patria. El Volador dice que es porque el metano también pesa menos, lo cual parece razonable.

Dondragmer no respondió; simplemente miró, con una expresión equivalente a una sonrisa complaciente, la resistente balanza compuesta de resorte y pesa de madera que constituía uno de los principales instrumentos de navegación de la nave. En cuanto esa pesa empezara a descender, estaba seguro, ocurriría algo que ni su capitán ni el Volador habían tenido en cuenta. No sabía de que se trataba, pero estaba seguro de ello.

La canoa, sin embargo, continuó flotando mientras la pesa ascendía lentamente. No flotaba a tanta altura como lo habría hecho en la Tierra, pues el metano líquido tiene la mitad de densidad que el agua; su línea de flotación, con la carga que llevaba, estaba a mitad de camino entre la quilla y la borda, de modo que quedaban diez centímetros invisibles bajo la superficie. Los otros diez centímetros de espacio libre no disminuían con el transcurso de los días, y el piloto parecía casi defraudado. Quizá Barlennan y el Volador tuvieran razón.

La balanza de resorte empezaba a indicar un descenso respecto de la posición cero — estaba preparada, por supuesto, para un lugar donde el peso era cientos de veces superior al terrícola—, cuando se rompió la monotonía. El peso era siete veces el de la Tierra. La llamada habitual de Toorey llego un poco tarde, y tanto el capitán como el piloto empezaban a preguntarse si todas las radios habrían sufrido un desperfecto. No llamaba Lackland, sino un meteorólogo a quien los mesklinitas ya conocían muy bien.

— Barl — dijo el meteorólogo sin preámbulos—, no sé que tormenta considerarás peligrosa, pues tengo entendido que poseéis bastante resistencia, pero se aproxima una que no me gustaría afrontar en una balsa de quince metros. Es un pequeño ciclón con una fuerza huracanada incluso para Mesklin, y en el curso de mil quinientos kilómetros que he observado hasta ahora ha revelado violencia suficiente para agitar el material de abajo y dejar una estela de color contrastante en el mar.

— Eso es suficiente para mí — replico Barlennan —. ¿Cómo la evito?

— Ahí esta el problema. No estoy seguro. Todavía se encuentra lejos de tu posición, y no sé si atravesará tu curso cuando estés en el punto peligroso. Aun hay un par de ciclones comunes por delante que alterarán tu curso y quizá también el de la tormenta. Te aviso ahora porque hay un grupo de islas bastante grandes ochocientos kilómetros al sureste, y quizá desees dirigirte hacia allá. La tormenta afectara las islas, pero parece haber buenos puertos naturales donde podrías poner el Bree a resguardo hasta que termine.

— De acuerdo. ¿Cuál es mi posición de mediodía?

Los hombres rastreaban la posición del Bree mediante la radiación de los visores, aunque era imposible ver la nave desde allende la atmósfera sin telescopio, y el meteorólogo no tuvo problemas en dar al capitán la orientación que deseaba. La tripulación ajusto las velas según los nuevos datos y el Bree cambio de curso.

El tiempo seguía despejado, aunque el viento era intenso y el sol trazaba un arco en el cielo, sin provocar mayores cambios en ninguno de esos factores. Poco a poco fue apareciendo una bruma alta que se espesó hasta el punto que el sol dejo de ser un disco dorado para transformarse en un raudo retazo de luz perlada. Las sombras perdieron definición y, finalmente, desaparecieron mientras el cielo se transformaba en una cúpula luminosa. Este cambio se produjo despacio, en un periodo de muchos días, y entretanto las balsas del Bree recorrieron muchos kilómetros.

Estaban a menos de doscientos kilómetros de las islas cuando la tripulación olvidó la tormenta para pensar en otro asunto. El color del mar había cambiado de nuevo, pero eso no molestaba a nadie; estaban habituados a verlo azul o rojo. Nadie esperaba indicios de tierra a esa distancia, pues las corrientes en general eran transversales y las aves que pusieron a Colón sobre aviso no existían en Mesklin. A veces, un cúmulo alto, como los que a menudo se forman sobre las islas, se avistaba a doscientos kilómetros; pero apenas se distinguía en la bruma que cubría el cielo. Barlennan se guiaba solo por sus cálculos y por la esperanza, pues las islas ya no eran visibles para los terrícolas.

No obstante, un extraño acontecimiento ocurrió en el cielo.

A gran distancia del Bree, desplazándose con un movimiento ondulante totalmente extraño para los mesklinitas, pero que les habría resultado muy familiar a los seres humanos, apareció una diminuta mancha negra. Al principio, nadie la vio; pero, cuando advirtieron su presencia, ya estaba demasiado cerca y demasiado alta para entrar en el campo visual de los aparatos. El primer marinero que la vio soltó el habitual ronquido de sorpresa, sobresaltando a los observadores humanos de Toorey pero sin brindarles ninguna pista. Cuando fijaron la atención en la pantalla, solo vieron a los tripulantes del Bree, con la parte frontal de su cuerpo de oruga erguida mientras escrutaban el cielo.

— ¿Que ocurre, Barl? — pregunto Lackland.

— No sé — respondió el capitán —. Por un instante pensé que tu cohete bajaba para guiarnos hacia las islas, pero es más pequeño y tiene una forma muy diferente.

— ¿Esta volando?

— Si, pero no hace ruido como tu cohete. Se diría que el viento lo arrastra, aunque se mueve de forma demasiado apacible y regular, además de ir en dirección contraria. No se como describirlo; tiene mas anchura que longitud, y parece un mástil fijado sobre un travesaño. No se me ocurre mejor descripción.

— ¿Podéis apuntar uno de los visores hacia arriba para que le echemos una ojeada?

— Lo intentaremos.

De inmediato, Lackland se comunicó por teléfono con uno de los biólogos.

— Lance, creo que Barl se ha topado con un animal volante. Estamos intentando echarle un vistazo. ¿Quieres venir a la sala de pantallas para decirnos de que se trata?

— Estaré allí enseguida.

La voz del biólogo se disipó al final de la frase; evidentemente, ya estaba saliendo de la habitación. Llegó antes de que los marineros hubieran instalado el equipo, pero se desplomó en una silla sin hacer preguntas. Barlennan hablaba de nuevo.

— Está sobrevolando el barco, a veces en línea recta y a veces en círculos. Cuando gira, se inclina; pero no sufre ningún otro cambio. Parece tener un cuerpo pequeño en la intersección de las dos varas…

Barlennan continuó con la descripción, pero el objeto era demasiado ajeno a su experiencia normal para que el mesklinita hallara símiles adecuados en un idioma extraño.

— Si aparece en pantalla, preparaos para entrecerrar los ojos — advirtió uno de los técnicos —. Voy a enfocarla con una cámara de alta velocidad, y tendremos que elevar muchísimo el brillo para obtener una buena exposición.

— Hay varas más pequeñas que se cruzan con la mas larga — prosiguió Barlennan—, y algo que parece una vela muy delgada estirada entre ellas. Ahora vuelve hacia nosotros, a muy baja altura… Creo que esta vez pasara frente a vuestro ojo.

Los observadores se pusieron rígidos, y la mano del fotógrafo se crispo sobre un interruptor de doble polaridad que, al cerrarse, activaría la cámara y aumentaría el brillo en la pantalla. Aunque estaba preparado, tardó en reaccionar, y los presentes echaron un buen vistazo antes de que el fogonazo les obligara a cerrar los ojos. Todos vieron suficiente.

Nadie habló mientras el técnico activaba el generador de frecuencia de revelado, rebobinaba la película, volvía la cámara montada hacia la pared de la habitación y encendía el proyector. Tenían suficiente tema de reflexión para distraerse durante los quince segundos que requirió esa operación.

La proyección estaba ralentizada en un cincuenta por ciento, y todos pudieron observar las imágenes con detenimiento. No era sorprendente que Barlennan no hubiera podido describir la criatura; nunca había imaginado que fuera posible volar hasta su encuentro con Lackland, unos meses antes, y su idioma carecía de palabras para describir semejante arte. Entre las pocas palabras terrícolas que había aprendido, no estaban incluidas «fuselaje», «alas» y «cola de avión».

El objeto no era un animal. Tenía un cuerpo — fuselaje, como lo denominaban los hombres— de un metro de longitud, la mitad que la canoa adquirida por Barlennan. Una vara delgada que se extendía varios centímetros hacia la popa tenía superficies de control en un extremo. Las alas se expandían más de seis metros, y la estructura de un travesaño principal y muchas costillas era fácil de ver a través de la tela casi transparente que las cubría. Dentro de sus limitaciones naturales, Barlennan había realizado una excelente tarea con la descripción.

— ¿Que lo impulsa? — pregunto uno de los observadores —. No tiene hélices ni toberas, y Barlennan dijo que no hacia ruido.

— Es un avión de vela — dijo uno de los meteorólogos —. Un planeador, operado por alguien que tiene la destreza de una gaviota terrícola para utilizar las corrientes aéreas que ascienden desde el frente de una ola. Podría albergar a un par de criaturas del tamaño de Barlennan, y permanecer en el aire hasta que estas tuvieran que bajar para alimentarse o dormir.

Los tripulantes del Bree se estaban inquietando. El silencio total de la maquina voladora los perturbaba, y además no podían ver quien o que iba a bordo; a nadie le gusta ser observado por alguien a quien no puede ver. El planeador no revelaba hostilidad, pero los tripulantes aun recordaban su experiencia de un ataque aéreo, y esa presencia los sacaba de quicio. Dos de ellos manifestaron el deseo de practicar el recién aprendido arte de arrojar, usando cualquier objeto duro que pudieran hallar en cubierta, pero Barlennan lo prohibió estrictamente. Continuaron navegando, intrigados, hasta que la brumosa cúpula del cielo se oscureció con un nuevo ocaso. Nadie sabía si sentir alivio o preocupación cuando el nuevo día no revelo vestigios de la maquina volante. El viento era mas fuerte, y soplaba desde el noroeste, cruzando el curso del Bree; las olas aun no lo seguían y estaban muy encrespadas. Por primera vez, Barlennan noto una desventaja en la canoa; el metano que caía a bordo se quedaba allí. Antes del final del día, juzgo necesario izar la pequeña embarcación hasta las balsas exteriores y poner a dos marineros a achicar el agua, una operación para la cual no tenían ni las palabras ni el equipo adecuados.

La primera isla que avistaron era bastante alta, y el suelo se elevo rápidamente desde el nivel del mar para desaparecer en las nubes. Estaba a sotavento del punto donde la habían avistado por primera vez, y Barlennan, tras consultar el mapa del archipiélago que había garabateado siguiendo las descripciones del terrícola, mantuvo el rumbo. Tal como esperaba, apareció otra isla delante antes de que la primera se hubiera perdido de vista, y Barlennan alteró el curso para pasar a sotavento de ella. Aquel paraje, de acuerdo con las observaciones realizadas desde arriba, era muy irregular y debía de tener puertos naturales; además, Barlennan no tenía intención de bordear la costa afrontando el viento durante las noches que indudablemente necesitaría para su exploración.

Esta isla también parecía alta; no solo los picos llegaban hasta las nubes, sino que la costa los resguardaba del viento. La línea costera presentaba frecuentes fiordos; Barlennan procuraba atravesar la boca de cada uno de ellos, pero Dondragmer insistió en que valdría la pena penetrar hasta un punto que estuviera lejos de mar abierto. Sostenía que cualquier playa ofrecería un refugio adecuado. Barlennan decidió acceder solo para demostrar al piloto cuan equivocado estaba. Lamentablemente, el primer fiordo que examinaron presentaba un brusco recodo a un kilómetro del océano y se abría hacia una especie de lago, casi perfectamente circular y con cien metros de diámetro. Las paredes se elevaban en la niebla, excepto en la desembocadura por donde había entrado el Bree y una abertura más pequeña a pocos metros de la primera, donde un arroyo vertía sus aguas en el lago. La única playa estaba entre las dos aberturas.

Hubo tiempo suficiente para asegurar la nave y su contenido; las nubes pertenecían al segundo de los dos ciclones «normales» que habían mencionado los meteorólogos, y no a la tormenta principal. A los pocos días, el tiempo se despejo de nuevo, aunque el viento continuaba soplando con fuerza. Barlennan pudo ver que la bahía era el fondo de un valle con forma de cuenco, cuyas paredes tenían menos de treinta metros de altura y no eran demasiado abruptas. Era posible ver el interior de la isla a través de la hendidura cavada por el pequeño río, siempre que se trepara un corto trecho por una de las laderas.

Haciendo esto cuando el tiempo se despejo, Barlennan realizó un descubrimiento desconcertante: montones de conchas marinas, algas y huesos de grandes animales marinos se hallaban desperdigados en medio de la flora terrestre que cubría la ladera.

Nuevas investigaciones le permitieron descubrir que lo mismo sucedía en los alrededores del valle, hasta una altura de diez metros por encima del actual nivel del mar. Muchos restos eran ambiguos y estaban carcomidos o enterrados, lo cual se podía explicar por la acción de cambios en el nivel del mar. Pero algunos eran relativamente recientes, y eso solo podía significar que, en ciertas ocasiones, el mar subía por encima de su nivel actual.

En consecuencia era posible que el Bree no estuviera en una posición tan segura como creían sus tripulantes.

Un solo factor limitaba las tormentas de Mesklin hasta el punto de posibilitar el viaje marítimo: el vapor de metano es mucho más denso que el hidrógeno. En la Tierra, el vapor de agua es más ligero que el aire y contribuye enormemente al desarrollo de un huracán una vez que este comienza. En Mesklin, el metano que una tormenta recoge del océano tiende a detener, en un tiempo relativamente corto, las corrientes ascendentes que son responsables de su origen. Además, el calor que irradia al condensarse para formar las nubes de tormenta equivale a un cuarto del que proporcionaría una cantidad de agua comparable, y ese calor constituye el combustible del huracán, una vez que el sol ha dado el impulso inicial.

A pesar de todo, un huracán mesklinita no es cosa de broma. Barlennan, aún siendo mesklinita, lo aprendió de repente. Estaba pensando en remolcar el Bree corriente arriba cuando la decisión quedó fuera de sus manos; el agua del lago retrocedió con pasmosa velocidad, dejando la nave encallada a veinte metros de la orilla. Poco después, el viento viró noventa grades, alcanzando una velocidad que obligó a los marineros que estaban a bordo a aferrarse a las cornamusas, y a los que se hallaban en tierra, a la vegetación.

Nadie oyó el estridente ronquido del capitán ordenando regresar a bordo, ya que todos se habían refugiado en el circulo de las paredes del valle; de todas formas, nadie necesitaba una orden. Matorral por matorral, emprendieron el regreso — aferrándose con por lo menos dos pares de pinzas— hasta el lugar donde se encontraba la nave, que amenazaba con elevarse en cualquier momento, arrastrada por el viento. La lluvia — o, mejor dicho, la espuma, que azotaba la isla— los fustigó durante largos minutos; luego, las precipitaciones y el viento cesaron como por arte de magia. Nadie se atrevió a desatarse, pero los marineros más lentos recorrieron el ultimo tramo hasta el barco. Y lo hicieron justo a tiempo. El núcleo de la tormenta tendría cinco kilómetros de diámetro en el nivel del mar y se movía a cien kilómetros por hora. La pausa en el viento fue solo temporal; significaba que el centro del ciclón había llegado al valle. Además, esta era la zona de presión baja, y cuando llegó al mar en la desembocadura del fiordo se produjo la inundación. Las aguas se elevaron, cobrando velocidad, y penetraron en el valle como el chorro de una manguera. Recorrieron las paredes, atrapando al Bree en el primer circulo, y continuaron subiendo mientras la nave buscaba el centro del remolino…, cinco, diez, quince metros…, hasta que el viento atacó de nuevo.

Aunque la madera de los mástiles era dura, estos se partieron. Dos tripulantes habían desaparecido, quizá por haberse atado con demasiado apresuramiento. El viento envolvió la nave, desprovista de mástiles, y la arrojo hacia el remolino; como una astilla indefensa, salió disparada por el chorro líquido que ahora empujaba el pequeño río hacia el interior de la isla. El viento continuó arrastrándola, ahora hacia el costado del río; y cuando la presión se elevo de nuevo, la marejada retrocedió tan rápidamente como había llegado.

Sin embargo, el tramo donde flotaba el Bree ya no tenía por donde ir excepto el cauce fluvial, y eso le llevo tiempo. Si hubiera durado la luz diurna, Barlennan habría podido guiar su maltrecha nave por esa corriente mientras aun flotaba; pero el sol se puso en ese instante, y encallaron sumidos en la oscuridad. La demora de pocos segundos fue suficiente; el líquido continuaba retrocediendo, y el sol, al regresar, asomó sobre un indefenso montón de balsas que estaban a veinte metros de un río demasiado angosto y con muy poca profundidad.