Para Barlennan no tuvo nada de rutinario. La meseta superior era tal como parecía desde el principio: árida, pedregosa, yerma y desconcertante. Barlennan no se atrevía a alejarse del borde; una vez entre aquellos pedrejones, pronto perdería la orientación. No había colinas que sirvieran como hitos, o al menos ninguna que se viera desde el suelo.

Las rocas desperdigadas lo ocultaban todo a pocos metros de distancia, elevándose en todas direcciones excepto hacia el borde del risco.

El viaje en sí no era difícil. El terreno era uniforme, excepto por las piedras; simplemente, había que sortearlas. Mil doscientos kilómetros representa una larga marcha para un hombre, y aún más larga para una criatura de apenas cuarenta centímetros de longitud, que debe «caminar» ondulando como una oruga; además, los incesantes desvíos alargaban mucho más esa distancia.

La gente de Barlennan podía viajar a considerable velocidad, pero había muchos contratiempos.

El capitán empezó a preocuparse por las vituallas antes del fin del viaje. Había pensado que dejaba un amplio margen de seguridad cuando concibió el proyecto, pero pronto tuvo que modificar esa idea. Una y otra vez preguntó ansiosamente a los humanos cuánta distancia faltaba; a veces recibía una respuesta — siempre desalentadora—, y otras el cohete estaba al otro lado del planeta y la respuesta llegaba desde Toorey, pidiéndole que aguardara un rato hasta que tuvieran la posición precisa. Las estaciones de relé aún funcionaban, pero no se podían utilizar para tomar una lectura direccional con su radio.

Todavía les quedaban provisiones, aunque no demasiadas, cuando al fin llegaron a una posición donde los terrícolas no hallaron una diferencia significativa en la posición de las radios. Teóricamente, lo primero consistiría en proceder a la siguiente fase del plan de Barlennan para reaprovisionarse de comestibles; pero antes debían tomar una medida seria. Barlennan la había mencionado antes de la partida, pero nadie había prestado demasiada atención al asunto. Ahora no podían eludirlo.

Los terrícolas habían dicho que se encontraban tan cerca del Bree como podían estarlo; por lo tanto, tendrían comida a pocos cientos de metros. Sin embargo, antes de dar un solo paso para obtenerla, alguien tendría que mirar por encima del borde. Deberían ver donde estaban en relación con la nave, ensamblar aparejos para izar la comida y afrontar un precipicio de cien metros. Y tenían una excelente percepción de la profundidad.

Aun así, era preciso; y al final lo hicieron. Barlennan, como correspondía a su posición, fue el primero en dar ejemplo.

Se dirigió — aunque sin prisa, hay que admitirlo— hasta el limite y clavó la mirada en las colinas bajas y otros accidentes del terreno que se interponían entre el y el lejano horizonte. Lentamente bajó la vista, fijándola en objetos cada vez mas cercanos, hasta toparse con el borde de roca. Sin prisa, miró adelante y atrás, habituándose a ver cosas que ya estaban debajo de él. Luego, casi imperceptiblemente, se inclinó hacia delante para captar el paisaje del pie del risco. Durante un buen rato le pareció uniforme, pero logro concentrar la atención en los detalles nuevos para no pensar en el acto temerario que estaba realizando. Al final, el río se hizo visible, y Barlennan continuó con cierta rapidez. Allá estaba la margen opuesta, el lugar donde la mayoría de las partidas de caza habían desembarcado después de cruzar el río a nado; desde arriba podía distinguir las huellas sinuosas que habían dejado. Nunca había comprendido por que esas cosas se percibían con tanta nitidez desde lo alto.

Ahora veía la orilla más cercana y la marca que habían dejado al arrastrar el Bree; poco mas allá estaba el Bree, sin modificaciones, con los marineros tendidos en las balsas o moviéndose despacio en la orilla vecina. Por un instante, Barlennan se olvidó de la altura y avanzó un poco más para llamarlos. La cabeza le asomó sobre el borde.

Y miró directamente hacia abajo.

Había creído que subir al techo del tanque era la experiencia más espantosa — al principio— que había sufrido. Ahora no sabía si el risco era peor. Barlennan no supo cómo se alejó del borde, y nunca preguntó a sus hombres si había necesitado ayuda. Cuando recobró la compostura, estaba a dos metros del borde, aún temblando e inseguro de sí.

Tardó días en recobrar su personalidad normal y su lucidez.

Al final comprendió lo que tenía que hacer. Mirar el barco no había sido problema; la dificultad se presentaba cuando sus ojos seguían una línea entre su posición y aquel punto remoto de allá abajo. Los terrícolas se lo sugirieron, y Barlennan, tras recapacitar, lo aceptó. Eso significaba que era posible hacer todo lo necesario; podían hacer señas a los marineros de abajo y tirar de las cuerdas, mientras no mirasen hacia abajo en línea recta.

Mantener la cabeza a cierta distancia del borde era la clave de la cordura y la supervivencia.

Dondragmer no había visto la cara del capitán durante su breve aparición, pero sabía que el otro grupo había llegado a la cima del risco. Los Voladores lo habían mantenido al corriente. El y su tripulación comenzaron a escudriñar el borde de la pared de roca mientras los de arriba empujaban una mochila hasta el borde y la mecían de un lado a otro. Al fin la vieron desde abajo, casi exactamente encima del barco. Antes del mareo, Barlennan había notado que no estaban exactamente en el mismo lugar, y al mostrar la señal se había corregido el error.

— De acuerdo, os tenemos — informó Dondragmer en inglés, y la frase fue retransmitida por uno de los hombres del cohete.

El marinero, aliviado, dejó de agitar la mochila vacía, la apoyó en el borde para que continuara siendo visible y se alejó del abismo. Entretanto, desenrollaron la cuerda que habían llevado y sujetaron un extremo a una roca. Barlennan supervisó estrictamente la operación; si perdían la cuerda, los que estaban en la meseta se morirían de hambre. Una vez satisfecho, hizo llevar el resto del cable hasta el borde, y dos marineros empezaron a bajarlo despacio. Dondragmer seguía la operación, pero no apostó a nadie debajo para coger la cuerda. Si alguien se resbalaba arriba y la cuerda caía, quien estuviera abajo lo pasaría mal, por ligero que fuera el cable. Aguardó a que Barlennan le comunicara que ya habían desenrollado toda la cuerda; luego, él y los demás tripulantes fueron hasta el pie del risco para buscarla. El cable sobrante había formado un bulto en el duro suelo.

Dondragmer cortó el exceso, lo enderezó y lo midió. Ahora tenía una idea muy precisa de la altura del risco, pues durante la larga espera le había dado tiempo a cotejar la longitud de las sombras.

La cuerda sobrante no tenía longitud suficiente para llegar de nuevo a lo alto del risco, así que el piloto cogió otro rollo en el Bree, comprobó su longitud, lo unió al tramo que colgaba del risco e informó a los terrícolas que Barlennan podía comenzar a jalar.

Fue una dura faena, pero no demasiado para los vigorosos seres de arriba; en un tiempo relativamente breve, la segunda cuerda estuvo en la cima del risco y los peores temores del capitán se aplacaron. Ahora, si perdían una cuerda, al menos contaban con otra de repuesto.

La segunda carga fue muy diferente de la primera, al menos en lo referente a izarla.

Era un paquete atiborrado de alimentos, y pesaba tanto como un marinero. Normalmente, un mesklinita no podía levantar ese peso en aquella zona del planeta, y el grupo de Barlennan era relativamente pequeño. Sujetando la cuerda alrededor de una roca y descansando con frecuencia, lograron izar la carga. Una vez finalizada la operación, comprobaron que el roce contra la roca y el borde del risco había deteriorado la cuerda.

Era preciso hacer algo; mientras el grupo celebraba el fin del racionamiento, Barlennan decidió qué. Después del festín, impartió las órdenes adecuadas al piloto.

Las cargas sucesivas, siguiendo las instrucciones de Barlennan, consistieron en mástiles, travesaños, más cuerda y varias poleas como las que habían utilizado para arriar el Bree en el risco del distante ecuador. Construyeron un trípode y una cabria similares a los que ya habían usado, actuando con mucha cautela, pues era preciso levantar las piezas para sujetarlas y el viejo temor a permanecer debajo de objetos sólidos había recobrado toda su fuerza. De todos modos, como los mesklinitas no podían elevarse mucho desde el suelo, sujetaron casi todas las piezas tendidas en tierra; luego pusieron la estructura en posición, utilizando estacas y rocas a modo de palancas y fulcros respectivamente. Un equipo similar de hombres, trabajando en condiciones normales, habría realizado una tarea similar en una hora; los mesklinitas tardaron mucho más, pero ninguno de los observadores humanos pudo culparlos.

El trípode quedó ensamblado y erigido a cierta distancia del borde, luego lo colocaron en una posición conveniente y le apuntalaron las patas con piedras que los observadores humanos consideraron guijarros. La polea más pesada fue unida al extremo de un mástil con la mayor firmeza posible; tras pasar una cuerda, elevaron el mástil a fin de que un cuarto de su longitud se proyectara sobre el abismo, mas allá del trípode. El extremo interior también fue reforzado con guijarros. Esta tarea llevó mucho tiempo, pero valió la pena. Al principio se utilizó un sola polea, por lo que los tripulantes aún debían manejar un peso equivalente al de un individuo; pero la fricción se eliminó en gran parte, y una cornamusa añadida al extremo interior del mástil simplificó el problema del sostén mientras la gente descansaba.

Poco a poco, subieron las provisiones, mientras los de abajo cazaban y pescaban sin cesar para mantener el suministro.

Las vituallas ya superaban lo que una persona podía acarrear; Barlennan planeaba ir dejando reservas a lo largo de la ruta hasta el cohete. Pensaban que el viaje no sería tan largo como el realizado desde la fisura, pero la estancia en la zona de la máquina varada sería prolongada, y debían aprovisionarse para evitar problemas. Barlennan hubiera deseado disponer de más hombres en la meseta, para dejar a algunos con la cabria y llevarse a otros consigo; pero esto presentaba algunas dificultades prácticas. Un nuevo grupo tardaría demasiado en escalar hasta la grieta, trepar y llegar al lugar donde ellos estaban. Nadie quería pensar en otra alternativa; Barlennan si la pensó, por supuesto, pero el experimento realizado por un tripulante la transformó en un tema difícil de abordar.

Ese individuo, tras obtener la aprobación del capitán — una aprobación que Barlennan lamentó mas tarde— y pedir a los de abajo que se alejaran, hizo rodar un guijarro del tamaño de una bala hasta el borde del risco y le dio un empellón. Los resultados fueron interesantes para mesklinitas y humanos. Los segundos no vieron nada, pues el único visor del pie del risco aún estaba a bordo del Bree y, en consecuencia, demasiado alejado del punto de impacto; pero lo oyeron tan bien como los nativos. En realidad, también lo vieron casi igual, pues a ojos de los mesklinitas el guijarro simplemente desapareció:

hendió el aire con un chasquito de cuerda de violín y, un segundo después, produjo una estruendosa explosión en el suelo.

Por suerte, aterrizó sobre un terreno duro y ligeramente húmedo, en lugar de hacerlo sobre otra piedra; en tal caso, alguien habría muerto alcanzado por las esquirlas. El impacto, a una velocidad de un kilómetro y medio por segundo, hizo estallar la tierra, arrojando las salpicaduras en una onda de gran velocidad que se petrificó en una fracción de segundo, dejando un cráter alrededor del orificio que el proyectil había horadado en el suelo. Lentamente, los marineros se reunieron en torno al agujero, mirando el suelo humeante; luego se apartaron del pie del risco. Tardaron un tiempo en recobrarse del efecto que produjo el experimento.

No obstante, Barlennan quería más hombres arriba, y no era individuo que desistiera de un proyecto por temor a que no funcionara. Un día expuso su propuesta de un ascensor; se topó con el esperado silencio, pero continuó mencionando el tema mientras proseguían las faenas. Como Lackland había notado, el capitán era un sujeto persuasivo.

Era una lástima que esa tarea de persuasión se efectuara en su idioma natal, pues los humanos habrían disfrutado con los variados y originales enfoques de Barlennan, y viendo como los demás pasaban de la negativa absoluta a la reflexión, luego a una atención desganada y por último a un escéptico asentimiento. Nunca se entusiasmaron con la idea, pero Barlennan tampoco esperaba milagros. Es muy probable que el éxito no se debiera solo a sus esfuerzos. Dondragmer quería estar entre los presentes cuando llegaran al cohete; le había desagradado tener que retroceder con el grupo que regresó a la nave, aunque su arraigado rechazo hacia los que cuestionaban las órdenes le había impedido mostrar sus sentimientos. Ahora que se presentaba la oportunidad de regresar a lo que él consideraba el grupo activo, no le costó mucho trabajo convencerse de que subir a un risco en el extremo de una cuerda no era tan malo. En todo caso, reflexionó, si la cuerda se partía él no llegaría a enterarse. Por lo tanto, defendió la idea del capitán ante los marineros del pie del risco; y cuando éstos advirtieron que el primer oficial se proponía ir primero, y que además deseaba ir, la resistencia natural se disipó un poco. Y como los relés automáticos ahora estaban funcionando, Barlennan pudo hablar directamente con el otro grupo, así que toda la fuerza de su personalidad también entró en juego.

El resultado fue la construcción de una plataforma de madera, con una baranda baja y sólida — invento de Dondragmer— que impedía que nadie mirase hacia abajo mientras subía. Se sustentaba en una hamaca de cuerdas que la mantendría en posición horizontal; esto era una derivación de la experiencia adquirida en el ecuador.

La plataforma, cuyas cuerdas y nudos fueron sometidos a prueba mediante fuertes tirones que interesaron a los espectadores humanos, fue arrastrada hasta el pie del risco y atada a la cuerda principal. A requerimiento del piloto, arriba aflojaron la cuerda y se probó el último nudo con el mismo método que los demás; tras verificar que todo estaba seguro, Dondragmer trepó a la plataforma, colocó el último tramo de baranda y dio la señal. Habían arrastrado la radio desde la nave, de manera que Barlennan oía directamente al piloto. El capitán se reunió con los que manipulaban la cuerda.

La plataforma apenas se mecía. Dondragmer recordó las incomodidades sufridas la última vez que se había montado sobre semejante artilugio. Aquí, el viento, aunque soplaba continuamente a lo largo del risco, no podía impulsar perceptiblemente el péndulo del cual él formaba parte; la cuerda era demasiado angosta para ser presa de las corrientes de aire, y el peso de la plomada, demasiado enorme para que éstas la movieran. Esto era una suerte, y no solo por razones de comodidad; si se hubiera iniciado un vaivén, su período habría sido de medio segundo al principio, decreciendo con el ascenso hasta alcanzar un valor que habría equivalido a una vibración sónica y habría arrancado de sus cimientos la estructura de la cima.

La plataforma apareció, por fin, encima del risco y la hamaca llegó hasta la polea, frenando el ascenso. El borde del ascensor estaba a pocos centímetros del risco. Como el artilugio era largo y angosto, para adaptarse a la forma mesklinita, un simple empujón con una pértiga en un extremo bastó para depositar el otro sobre tierra firme. Dondragmer, que había abierto los ojos al oír voces, se alejó con gratitud del borde.

Lackland anunció que el piloto estaba a salvo antes de que Barlennan pudiera comunicarlo a los marineros de abajo, y sus palabras fueron traducidas de inmediato por alguien que sabía un poco de ingles. Sintieron alivio, pues habían visto llegar la plataforma pero ignoraban en que condiciones se hallaba el pasajero. Barlennan sacó partido de aquellos sentimientos, apresurándose a bajar la plataforma para subir a otro marinero.

La operación se completó sin accidentes; el ascensor efectuó diez viajes, hasta que Barlennan decidió que no podían subir más marineros sin dificultar a los de abajo la tarea de reaprovisionamiento.

La tensión se había disipado y, una vez más, la sensación de que estaban en las etapas finales de la misión embargó a terrícolas y mesklinitas.

— Si esperas dos minutos, Barl — dijo Lackland, transmitiendo la información que le comunicaba un ordenador—, el sol estará exactamente en la dirección que debes seguir.

Ya te advertimos que no podemos localizar el cohete con una precisión mayor de diez kilómetros; te guiaremos hacia el centro de la zona donde sabemos que está, y tendrás que ingeniártelas desde allí. Si el terreno es similar al que has visto hasta ahora, me temo que tendrás dificultades.

— Quizás estés en lo cierto, Charles. No tenemos experiencia en estos asuntos. Aun así, estoy seguro de que resolveremos el problema. Hemos resuelto todos los demás, a menudo con tu ayuda. ¿El sol ya está en línea?

— Un momento, ¡ahora! ¿Hay algún hito que pueda servirte para recordar la línea hasta que el sol despunte de nuevo?

— Me temo que no. Tendremos que arreglárnoslas como podamos y recibir tus correcciones día a día.

— Es difícil realizar cálculos cuando desconoces los vientos y las corrientes, pero habrá que hacerlo así. Corregiremos las cifras cada vez que podamos enfocarte. ¡Buena suerte!