En las columnas anaranjadas de los indicadores del anamesón las gruesas agujas negras marcaban «cero». El curso de la astronave continuaba invariable hacia la estrella de hierro, pues la velocidad era todavía grande y el navío cósmico proseguía su marcha incesante en dirección a aquel siniestro cuerpo celeste, invisible al ojo humano.
Erg Noor, con ayuda del astronauta, temblando de la tensión y de la debilidad, se sentó ante la máquina calculadora. Los motores planetarios, desconectados por el piloto-robot, se habían callado.
— Ingrid, ¿qué es una estrella de hierro? — preguntó en voz baja Key Ber, que permanecía inmóvil y en pie, a la espalda de la astrónomo.
— Una estrella invisible de la clase espectral T, apagada, pero que no se ha enfriado aún por completo o no ha empezado a caldearse de nuevo. Emite ondas largas de la parte calorífica del espectro; su luz infrarroja, negra para nosotros, sólo es visible a través del inversor electrónico. Una lechuza, que ve los rayos térmicos infrarrojos, podría percibirla.
— ¿Y por qué se la llama estrella de hierro?
— Porque en su espectro y composición hay una gran cantidad de ese metal. Por ello, cuando la estrella es grande, su masa y su campo gravitatorio son enormes. Me temo que ésta sea precisamente una de ellas…
— ¿Qué ocurrirá ahora?
— No lo sé. Ya ves que no tenemos combustible. Y sin embargo, continuamos volando derechos hacia la estrella. Hay que reducir la velocidad de la Tantra hasta una milésima de la unidad absoluta para poder desviar la nave lo suficiente. Si tampoco alcanza el combustible planetario, seguiremos aproximándonos gradualmente a la estrella, hasta caer… — Ingrid movió nerviosa la cabeza, con brusca sacudida, y Ber acarició cariñoso su brazo desnudo, trémulo.
El jefe de la expedición pasó al cuadro de comando y se abismó en la observación de los aparatos. Todos guardaban silencio, sin atreverse a respirar siquiera; también callaba Niza Krit, que acababa de despertarse y había comprendido instintivamente la gravedad de la situación. El combustible podía bastar tan sólo para aminorar la marcha de la nave, pero a ésta, al perder velocidad, le seria cada vez más difícil liberarse sin motores de la tenaz atracción de la estrella de hierro. Si la Tantra no se hubiera acercado tanto y Lin hubiese caído a tiempo en la cuenta… Mas ¿qué consuelo podían dar ya aquellos vanos razonamientos?
Al cabo de unas tres horas, Erg Noor se decidió al fin. La Tantra trepidó estremecida por el potente golpeteo de los motores iónicos a chorro. Pasaron una hora, dos, tres, cuatro… La marcha de la nave disminuía de continuo. El jefe hizo un movimiento imperceptible. Toda la tripulación sintió una terrible angustia. El espantoso astro castaño desapareció de la pantalla delantera para surgir de nuevo en otra. Las cadenas invisibles de la atracción continuaban tendiéndose hacia la nave y repercutiendo en los aparatos.
Erg Noor tiró bruscamente de las palancas. Los motores se detuvieron.
— ¡Nos hemos liberado! — exclamó Peí Lin, con un suspiro de alivio.
El jefe volvió con lentitud los ojos hacia él:
— ¡No! Sólo nos queda la última reserva de combustible para la revolución orbital y la toma de tierra.
— Entonces, ¿qué hacemos?
— ¡Esperar! He desviado un poco la astronave, pero pasamos demasiado cerca. Tiene lugar una lucha entre la atracción de la estrella y la disminución de la velocidad de la Tantra. Ahora vuela como un lunnik. Si consigue alejarse, marcharemos hacia el Sol.
Claro que el viaje se alargará mucho. Dentro de unos treinta años, podremos mandar la señal de socorro, y ocho años más tarde vendrá la ayuda…
— ¡Treinta y ocho años! — susurró Ber al oído de Ingrid, con voz apenas perceptible.
Ella le dio un fuerte tirón de la manga y le volvió la espalda.
Erg Noor reclinó la espalda en el sillón y dejó caer las manos sobre las rodillas. La gente callaba, los aparatos cantaban su tenue cancioncilla. Otra melodía, discorde, y por ello cargada de amenazas, mezclábase con los sones de los instrumentos de navegación.
La llamada casi audible de la estrella de hierro y la fuerza real de su masa negra perseguían tenaces al navío cósmico, impotente ya.
A Niza Krit le ardían las mejillas, su corazón palpitaba acelerado. Aquella pasiva espera era insoportable para la muchacha.
…Las horas trascurrían lentamente. A medida que iban despertándose, los miembros de la expedición entraban uno tras otro en el puesto central de comando. Y el número de gente silenciosa fue aumentando hasta que se congregaron allí las catorce personas de la tripulación.
El frenado de la nave era inferior a la velocidad necesaria para vencer la fuerza de atracción. El navío cósmico no podía escapar de la estrella de hierro. La gente, olvidada del sueño y la comida, no abandonaba el puesto de comando. Continuó allí muchas horas angustiosas, mientras el curso se curvaba más y más. Cuando la astronave hubo entrado rauda en la elipse de la órbita fatal, todos vieron con claridad cuál sería la suerte de la Tantra.
Un alarido inesperado los estremeció. El astrónomo Pur Hiss se había levantado de un salto y agitaba las manos furioso. Su rostro, demudado, no parecía de un hombre de la Era del Gran Circuito. El miedo, la compasión hacia sí mismo y el ansia de venganza habían borrado los rasgos del intelectual, del científico.
— ¡Él, él tiene la culpa! — vociferaba señalando a Peí Lin —. ¡Ese alcornoque, ese imbécil, cabeza de chorlito!.. — y el astrónomo quedó cortado, ahogándose de coraje, mientras trataba de recordar los insultos, caídos en desuso hacía tiempo, de sus remotos antepasados.
Niza, que estaba a su lado, se apartó de él con repugnancia. Erg Noor se puso en pie.
— Las censuras a un compañero no servirán para sacarnos del trance. Han pasado ya los tiempos en que las faltas podían ser intencionadas. Y en este caso — Noor dio vuelta con descuido a la manija de la máquina calculadora —, como ven ustedes, las probabilidades de error son de un treinta por ciento. Si agregamos a eso la inevitable depresión propia del final de la guardia y la conmoción producida por el balanceo de la astronave, no dudo que usted, Pur Hiss, habría cometido la misma falta.
— ¿Y usted? — preguntó el astrónomo, algo aplacada su ira.
— Yo no. Yo he tenido ocasión de ver a un monstruo igual que ése en la 36a expedición astral… Soy culpable por haberme confiado al conducir yo mismo la astronave por una región inexplorada y no haber previsto todo, limitándome a unas simples instrucciones.
— ¿Y cómo podía usted saber que ellos iban a meterse en esa región durante su ausencia? — terció Niza.
— Yo debía saberlo — repuso con firmeza Erg Noor, rechazando la amistosa ayuda que Niza le ofrecía —. Mas de esto sólo tiene objeto hablar en la Tierra…
— ¡En la Tierra! — clamó Pur Hiss, con tan agudo grito, que el propio Peí Lin frunció perplejo el entrecejo —. ¡Decir eso cuando todo está perdido y estamos condenados a muerte!
— No nos espera la muerte, sino una lucha enconada — repuso Erg Noor con sangre fría, dejándose caer en el sillón ante el pupitre de comando —. ¡Siéntense! Hasta que la Tantra no dé una revolución y media, no tenemos ninguna prisa… Todos obedecieron en silencio, y Niza cambió con el biólogo una sonrisa, triunfante a pesar de lo desesperado del momento.
— La estrella tiene sin duda un planeta; yo creo que incluso dos, a juzgar por la curva de intensidad de la atracción. Esos planetas, como ustedes ven — y el jefe de la expedición trazó con rapidez un cuidado esquema —, deben de ser grandes y, por consiguiente, poseer una atmósfera. Pero nosotros, de momento, no tenemos precisión de tomar tierra, disponemos aún de bastante oxígeno disgregado en átomos.
Erg Noor calló, para concentrar sus pensamientos. — Nos convertiremos en satélite del planeta, describiendo una órbita en torno a él. Si su atmósfera resulta respirable, cuando consumamos nuestro aire tendremos suficiente combustible planetario para tomar tierra y lanzar un mensaje. En seis meses calcularemos la dirección, transmitiremos los datos obtenidos acerca de Zirda y pediremos que venga una astronave de salvamento en socorro de nuestro navío.
— Si el salvamento se consiguiera… — dijo Pur Hiss, contrayendo el rostro para contener una alegría naciente.
— ¡Seríamos dichosos! — asintió Erg Noor —. Pero, de todos modos, ése es un objetivo claro. Y hay que poner en juego todas las fuerzas para lograrlo. Ustedes dos, Pur Hiss e Ingrid, hagan las observaciones y cálculos sobre las dimensiones de los planetas. Ber y Niza calcularán, con arreglo a la masa de los mismos, la velocidad de escape y, en consonancia con ella, la velocidad orbital y el radio óptimo de revolución de la nave.
Los exploradores empezaron sus preparativos para una eventual toma de tierra. El biólogo, el geólogo y el médico se pusieron a preparar para su lanzamiento una estaciónrobot de sondeo, mientras los mecánicos regulaban los aparatos de radar y los reflectores de aterrizaje y montaban un satélite para el envío de un mensaje a la Tierra.
Después del pavor y la desesperanza experimentados, el trabajo marchaba magníficamente, interrumpiéndose tan sólo durante el brusco balanceo de la nave en los vértices de gravitación. Pero la Tantra había disminuido tanto su velocidad, que sus bandazos no eran ya mortales para los tripulantes.
Pur Hiss e Ingrid determinaron la presencia de dos planetas. Hubo que renunciar a acercarse al exterior, enorme, frío, rodeado de una atmósfera muy densa y seguramente tóxica que amenazaba con la muerte. Y de elegir la forma de perecimiento, era mejor arder junto a la superficie de la estrella de hierro que hundirse en las tinieblas de una atmósfera amoniacal después de haber incrustado la astronave en una capa de hielo de mil kilómetros de espesor. El sistema solar tenía también planetas gigantes tan terribles como aquél: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno.
La Tantra seguía acercándose sin cesar a la estrella. Al cabo de diecinueve días, se apreciaron las dimensiones del planeta interior: era mayor que la Tierra. Situado cerca de su sol de hierro, corría por su órbita con velocidad vertiginosa; su año no debía de exceder de dos o tres meses terrestres. La estrella invisible T lo caldeaba sin duda suficientemente con sus rayos negros. Si tenía atmósfera, la vida sería allí posible. En tal caso, la toma de tierra en él ofrecería singulares peligros…
Una vida extraña, desarrollada en las condiciones de otros planetas y siguiendo otras vías de evolución, dentro de la forma general para el Cosmos de los cuerpos albuminoideos, era extraordinariamente perniciosa para los habitantes de la Tierra. Las defensas de los organismos contra los desechos nocivos y las bacterias morbíficas, inmunidad creada en nuestro planeta a lo largo de millones de siglos, eran impotentes ante formas de vida ajenas. Y recíprocamente, los seres vivos de otros planetas corrían en el nuestro igual peligro.
La actividad esencial de la vida animal — devorar matando y matar devorando — se manifestaba, al contacto de animales de mundos diferentes, con una ferocidad y una crudeza abominables. Las más raras enfermedades, fulminantes epidemias, insectos dañinos que se multiplicaban con una rapidez inusitada y lesiones espantosas acompañaban a los primeros exploradores de planetas habitados, pero no por seres humanos. Y los mundos poblados por seres pensantes realizaban multitud de experiencias y preparativos antes de establecer comunicación directa por medio de astronaves. Nuestra Tierra, alejada de las zonas centrales, compactas de la Galaxia, donde la vida bullía exuberante, no había sido visitada aún por mensajeros de planetas de otras estrellas, representantes de otras civilizaciones. El Consejo de Astronáutica había tomado hacía poco las medidas necesarias para recibir a los amigos procedentes de estrellas no lejanas del Serpentario, el Cisne, la Osa Mayor y el Ave del Paraíso.
Erg Noor, preocupado ante la eventualidad de un encuentro con una vida desconocida, ordenó que se sacasen de los apartados almacenes los medios de defensa biológica.
La Tantra había equilibrado al fin su velocidad orbital con la del planeta interior de la estrella de hierro y empezaba a girar en torno a él. La superficie del planeta — mejor dicho, de su atmósfera —, borrosa, parda, esclarecida por los reflejos de la enorme estrella castaño-rojiza, tan sólo era visible a través del inversor electrónico. Todos los tripulantes sin excepción trabajaban en sus puestos, junto a los aparatos.
La temperatura de las capas superiores de la atmósfera, en la parte iluminada, es de 320 Kelvin(1)3.
Revolución alrededor de su eje: 20 días, aproximadamente.
Los detectores señalan la presencia de agua y tierra.
Espesor de la atmósfera: 1.700 kilómetros.
Masa específica: 43,2 veces superior a la de la Tierra.
Los datos se sucedían, aclarando cada vez más el carácter del planeta.
Erg Noor iba anotando las cifras recibidas, para calcular el régimen orbital. 43,2 masas terrestres; ello quería decir que el planeta era grande. Su fuerza de atracción aplastaría la nave contra el terreno. Y las personas quedarían reducidas a la condición de moscas pegadas a un papel engomado…
El jefe de la expedición recordó los espantosos relatos — mitad legendarios, mitad ciertos — acerca de las viejas astronaves que, por diversas causas, habían ido a parar a planetas gigantes. En tales casos, los navíos cósmicos de poca velocidad y débil combustible perecían con frecuencia. Rugían los motores y estremecíase convulsa la desdichada nave que, incapaz de escapar, quedaba como pegada a la superficie del planeta. La nave no sufría daño, pero los huesos de sus tripulantes se rompían con terrible crujido, y el inenarrable espanto de aquellos seres humanos se (transmitía en los entrecortados gritos de sus últimos mensajes, en el postrer adiós.
A la tripulación de la Tantra no amenazaba tan triste suerte mientras siguiera girando en torno del planeta. Mas si había que posarse en su superficie, sólo las personas muy robustas podrían arrastrar su propio peso en aquel refugio donde se verían condenados a pasar decenas de años… ¿Podrían sobrevivir en semejantes condiciones, bajo una agobiadora, aplastante pesantez, en la noche eterna del sombrío sol infrarrojo y en una densísima atmósfera? No obstante, a pesar de todo, aquello no era aún la muerte, constituía una esperanza de salvación. Además, ¡no había dónde elegir!
La Tantra iba describiendo su órbita cerca del límite de la atmósfera. Los científicos de a bordo no podían dejar escapar la ocasión de investigar aquel planeta, desconocido hasta entonces, que se encontraba, relativamente, no lejos de la Tierra. Su parte iluminada — mejor dicho, recalentada — distinguíase de la otra no sólo por su temperatura, bastante más alta, sino por las enormes acumulaciones de electricidad que influían grandemente incluso sobre los poderosos detectores, deformando sus indicaciones. Erg Noor decidió estudiar el planeta con ayuda de estaciones-bombas. Fue lanzada una de observación física, y el autómata facilitó una información sorprendente: la presencia de oxígeno libre en una atmósfera neono-azoada y la existencia de vapores de agua y de una temperatura de doce grados sobre cero. Tales condiciones eran, en general, parecidas a las terrestres, únicamente la presión de la espesa capa de la atmósfera era superior en 1,4 veces a la normal de nuestro globo y la fuerza de la gravedad excedía a la de la Tierra en más de dos veces y media.
— ¡Ahí se puede vivir! — dijo el biólogo con una tenue sonrisa, luego de comunicar al jefe los datos de la estación.
— Si nosotros podemos vivir en un planeta tan sombrío y pesado, seguramente vivirán ya algunos seres pequeños y dañinos.
A la quince vuelta de la astronave, prepararon otra estación-bomba, dotada de una potente teleemisora. Mas, lanzada en las sombras, la estación desapareció, sin emitir señal alguna, cuando el planeta había girado ya 120.
— Ha caído en el océano — constató la geólogo Bina Led, mordiéndose los labios con pena.
— Habrá que explorar con el detector principal antes de lanzar un robot-televisor. ¡Sólo tenemos dos!
La Tantra evolucionaba sobre el planeta emitiendo un hacecillo de rayos radiactivos que recorría los vagos contornos deformados de los continentes y los mares. Columbróse una inmensa llanura que se adentraba en el océano o separaba dos mares casi en la línea ecuatorial. Los rayos se deslizaban zigzagueantes sobre una zona de doscientos kilómetros de anchura. De pronto, un punto brillante surgió en la pantalla del detector. Una aguda pitada, que sacudió los tensos nervios de los tripulantes, vino a confirmar que no se trataba de una alucinación.
— ¡Metal! — exclamó la geólogo —. Un yacimiento a cielo abierto.
Erg Noor meneó la cabeza:
— Por rápida que haya sido la aparición, yo he tenido tiempo de observar la nitidez de sus contornos. Eso es un gran trozo de metal, un meteorito o…
— ¡Una nave! — dijeron a un tiempo Niza y el biólogo.
— ¡Fantasías! — atajó al punto Pur Hiss.
— Tal vez sea una realidad — replicó Erg Noor.
— De todos modos, es inútil discutir — manifestó Pur Hiss, sin dar su brazo a torcer —.
No se puede comprobar con nada. Pues no vamos a tomar tierra…
— Lo comprobaremos dentro de tres horas, cuando lleguemos de nuevo sobre esa llanura. Fíjense, ese objeto metálico se encuentra en el lugar que yo habría elegido también para la toma de tierra… Ahí precisamente arrojaremos una estación televisora.
¡Regulen el rayo del detector con una antelación de seis segundos!
El plan trazado por el jefe de la expedición se realizó felizmente, y la Tantra recomenzó su vuelta de tres horas alrededor del tenebroso planeta. Esta vez, al llegar sobre la llanura continental, la astronave recibió las informaciones del tele-robot. Todos clavaron la mirada en la iluminada pantalla. Chascó el rayo visual al conectarse y empezó a moverse casi imperceptiblemente, como un ojo humano, marcando los contornos de los objetos, muy lejos, allá abajo, en aquel negro abismo de mil kilómetros de profundidad. Key Ber se imaginó, como si la estuviera viendo, la pequeña cabeza de la estación que giraba, semejante a un faro, emergiendo de la sólida coraza. En la zona alumbrada por el rayo del autómata y mostrada en la pantalla aparecían despeñaderos de no mucha hondura, colinas y sinuosos baches negros que eran fotografiados al instante. De improviso, pasó rauda una cosa pisciforme, refulgente, y la oscuridad se restableció en torno a una meseta escalonada que el luminoso haz había arrancado de las tinieblas.
— ¡Una astronave! — el grito escapó a la vez de varias gargantas.
Niza dirigió a Pur Hiss una mirada triunfante. La pantalla se apagó. La Tantra volvió a alejarse de la estación televisora automática, pero el biólogo Eon Tal ya había fijado la película de la fotografía electrónica. Con dedos trémulos de impaciencia, la metió en el proyector de la pantalla hemisférica. Sus paredes interiores reflejaron la imagen ampliada.
Allí estaban los conocidos contornos de la proa, en forma de gigantesco cigarro puro, la abultada popa y la alta cresta del receptor de equilibrio… Por muy inverosímil que pareciera aquella visión, aquel inconcebible encuentro en el planeta de las tinieblas, ¡se trataba en efecto de una auténtica astronave terrestre! Posada horizontalmente, en posición de aterrizaje normal, permanecía apoyada sobre sus potentes soportes, indemne, como si acabara de descender al planeta de la estrella de hierro.
La Tantra daba vueltas en torno al planeta, muy rápidamente, debido a su proximidad al mismo, lanzando señales que quedaban sin respuesta. Pasaron varias horas. En el puesto central de comando se habían reunido de nuevo los catorce miembros de la expedición. Erg Noor, que estaba sentado, en profunda meditación, se levantó.
— Tengo el propósito de aterrizar. Tal vez nuestros hermanos necesiten ayuda, quizá su nave esté averiada y no puedan emprender el regreso a la Tierra. En ese caso, nosotros los recogeremos, nos aprovisionaremos de anamesón y así saldremos todos del trance. Enviar un cohete de salvamento no tiene objeto. Pues el cohete no podría proveernos de combustible y gastaríamos tanta energía, que luego no tendríamos bastante para lanzar una llamada a la Tierra.
— ¿Y si ellos han tenido que ir a parar ahí por falta de anamesón? — insinuó con tiento Peí Lin.
— En tal caso, deben de quedarles cargas planetarias iónicas. No han podido gastarlas por completo. Ya ven que la astronave se encuentra en posición normal; ello demuestra que han aterrizado con los motores planetarios. Tomaremos combustible iónico y emprenderemos de nuevo el vuelo. Luego, una vez en la posición orbital, llamaremos a la Tierra y esperaremos su socorro. Si nos acompaña la suerte, no tendremos que aguardar más que ocho años. Y si conseguimos anamesón, habremos vencido.
— Quizá su combustible planetario no sea de cargas iónicas, sino fotónicas… — advirtió, dudoso, uno de los ingenieros.
— Entonces, podremos utilizarlo en los motores principales, si permutamos los platillos reflectores de los motores auxiliares.
— Por lo que veo, tiene usted previsto todo — hubo de reconocer el ingeniero.
— Quedará el riesgo del aterrizaje y la estancia en ese inhóspito planeta — rezongó Pur Hiss —. ¡Da espanto hasta pensar en ese mundo tenebroso!
— Quedará el riesgo, desde luego, pero éste existe ya en nuestra situación actual y no creo que lo agravemos. En cuanto al planeta en el que va a tomar tierra nuestra astronave, no es tan malo como parece. ¡Lo que hace falta es que la nave se salve!
Erg Noor miró a la esfera del nivelador de velocidad y acercóse rápidamente al cuadro de comando. El jefe de la expedición permaneció en pie unos instantes ante las palancas, escalas y clavijas. Los dedos de sus grandes manos se movían como los de un músico que arrancase acordes de su instrumento; tenía la espalda levemente encorvada e impasible el rostro.
Niza Krit se acercó a él, le tomó con audacia la mano derecha y la puso sobre su tersa mejilla, ardiente de emoción. Erg Noor inclinó agradecido la cabeza y, luego de acariciar los espléndidos cabellos de la muchacha, se irguió.
— Vamos a las capas inferiores de la atmósfera, ¡a aterrizar! — dijo en voz alta, conectando la sirena para dar la señal.
El bramido se expandió por toda la nave, y los tripulantes corrieron presurosos a sus puestos para incrustarse en los asientos hidráulicos flotantes.
Erg Noor se hundió en el blando abrazo del sillón de aterrizaje que había surgido, por un escotillón, ante el cuadro de comando. Empezaron a resonar tenantes los motores planetarios, y la astronave se precipitó aulladora hacia las rocas y los océanos del desconocido planeta.
Los detectores y los reflectores infrarrojos exploraban las tinieblas allí abajo; unas luces rojas brillaban en el altímetro junto a la cifra dada: 15.000 metros. No era de esperar la existencia de montañas de más de diez kilómetros de altura en aquel planeta, donde las aguas y el calor del sol negro ejercían sobre el terreno su acción niveladora como en la Tierra.
Desde la primera evolución, se advirtieron en la mayor parte del planeta, en vez de montañas, solamente insignificantes elevaciones un poco más altas que las de Marte. Por lo visto, la orogénesis había cesado casi por completo o se había interrumpido.
Erg Noor desplazó en dos mil metros el limitador de altura del vuelo y encendió los potentes proyectores. Un inmenso océano, verdadero mar de espanto, se extendía bajo la astronave. Sus olas, de un color negro intenso, se elevaban para hundirse al punto en las profundidades ignotas.
El biólogo, enjugándose la frente, sudorosa del esfuerzo, procuraba captar el reflejo luminoso de las olas con un aparato supersensible que determinaba el albedo — poder reflector de una superficie esclarecida — a fin de determinar la salinidad o la mineralización de aquel mar tenebroso.
A la negrura brillante de las aguas, sucedió otra negrura mate: empezaba la tierra firme. Los rayos cruzados de los proyectores abrían entre los muros de las tinieblas un estrecho sendero en el que surgían súbitamente diversos colores: tan pronto los manchones amarillentos de los arenales como la superficie verde grisácea de las ondulaciones rocosas.
La Tantra, guiada por una mano experta, volaba rauda sobre el continente…
Por fin, Erg Noor encontró la misma llanura. Era demasiado baja para poder ser calificada de meseta. Pero se veía a las claras que no podrían alcanzarla las posibles mareas y tempestades del mar oscuro, pues se alzaba, sobre unas depresiones del terreno, a una altura de unos cien metros.
El detector delantero de la izquierda dio una pitada. La Tantra enfiló sus proyectores en la dirección indicada. Se distinguía con nitidez la astronave aquella. Era de primera clase.
Su proa, recubierta de cristalino iridio anisótropo, refulgía a la luz de los proyectores como si fuera nueva. No había en sus cercanías construcciones provisionales ni luces. Sombría e inerte, la astronave no daba señal alguna de haber advertido la proximidad de su hermana. Los rayos de los proyectores se deslizaron más lejos y brillaron intensos al reflejarse, como en un espejo azul, en un enorme disco con resaltos en espiral. El disco estaba inclinado de canto y parcialmente hundido en la tierra negra. Por un instante, los observadores creyeron ver que, tras él, asomaban unas rocas y, más allá, la oscuridad se hacía más densa. Aquello debía de ser un precipicio o un pronunciado tajo que se perdía en la profunda depresión del terreno…
Un ensordecedor bramido de la Tantra hizo vibrar todo su casco. Erg Noor quería aterrizar lo más cerca posible de la astronave descubierta y advertía a la gente que pudiera encontrarse allá abajo, en la zona peligrosa: a un millar de metros a la redonda del lugar del aterrizaje. El estruendo de los motores planetarios fue tan grande, que se oyó incluso en el interior de la nave; en las pantallas apareció una nube de partículas incandescentes, elevadas del terreno. El suelo empezó a alzarse bruscamente y a inclinarse hacia atrás. Sin ruido ni oscilación alguna, las charnelas hidráulicas volvieron los asientos de los sillones hasta ponerlos perpendiculares a sus paredes, en posición vertical ahora.
Unos enormes soportes articulados saltaron del fondo del casco y, luego de dilatarse, fueron los primeros en recibir el contacto de la tierra extraña. Una sacudida, un choque, otra sacudida, y la Tantra cabeceó para quedar inmóvil al mismo tiempo que se paraban por completo los motores. Erg Noor alzó la mano hacia el cuadro de comando, que se encontraba sobre su cabeza, y dio vuelta a la manija de recogida de los soportes.
Lentamente, con breves sacudidas, la astronave empezó a posarse de proa hasta tomar su anterior posición horizontal. El aterrizaje había terminado. Como siempre, había producido tan gran conmoción en los tripulantes, que éstos tuvieron que permanecer algún tiempo reclinados en sus sillones antes de recobrarse de ella.
Un terrible peso oprimía a todos. Como después de una grave enfermedad, apenas podían incorporarse. Sin embargo, el infatigable biólogo ya había tomado una muestra de aire.
— Es respirable — anunció —. ¡Voy a examinarlo al microscopio!
— No vale la pena — le repuso Erg, abriendo la envoltura del sillón de aterrizaje —. Sin escafandras no se puede abandonar la nave, pues tal vez haya aquí esporas y virus muy peligrosos.
Junto a la salida, en la cámara de esclusas, había preparadas de antemano escafandras biológicas y las llamadas «armaduras saltadoras», de acero, revestidas de cuero y dotadas de un motor eléctrico, así como de muelles y amortiguadores, que se ponían sobre las escafandras para poder desplazarse cuando la fuerza de la gravedad era demasiado grande.
Todos, después de seis años de vagabundeo por los espacios intersiderales, ardían en deseos de sentir la tierra bajo sus plantas, aunque fuera extraña. Key Ber, Pur Hiss, Ingrid, la médico Luma y dos mecánicos-ingenieros debían quedarse a bordo, de guardia junto a la radio, los proyectores y los aparatos.
Niza estaba parada a un lado, con el casco en las manos.
— ¿Por qué vacila usted, Niza? — le preguntó el jefe, en tanto comprobaba la pequeña estación de radio que llevaba en lo alto del casco —. ¡Vamos hacia la astronave!
— Yo… — la muchacha se cortó —. A mí me parece que está muerta, que yace ahí desde hace mucho tiempo. Otra catástrofe, una víctima más del implacable Cosmos. Ya sé que eso es inevitable, pero siempre da pena… Sobre todo, después de lo de Zirda y de lo del Algrab…
— Puede que esa muerte nos dé la vida — replicó Pur Hiss, volviendo el catalejo panorámico de foco corto hacia la otra nave, que continuaba sumida en la oscuridad.
Ocho viajeros pasaron con esfuerzo a la cámara de transición y se detuvieron, esperando.
— ¡Inyecten aire! — ordenó Erg Noor a los que quedaban en la Tantra, separados ya de sus compañeros por un muro impenetrable.
Cuando la presión en el interior de la cámara fue de diez atmósferas, los cabestrantes hidráulicos tiraron de la soldada puerta y la arrancaron de cuajo. La presión del aire lanzó fuera de la cámara a la gente, sin dejar penetrar el menor elemento nocivo del mundo extraño en aquel trocito de la Tierra. La puerta se volvió a cerrar con ímpetu y estruendo.
Un proyector trazó un camino luminoso por el que los exploradores echaron a andar, arrastrando con dificultad sus piernas de muelles y sus pesados cuerpos. Al final del luminoso camino, se alzaba la enorme nave hallada. Aquellos mil quinientos metros les parecieron terriblemente largos, debido a su impaciencia y al duro traqueteo de los torpes saltos sobre un terreno escabroso, lleno de pequeñas piedras y muy recalentado por el negro sol.
A través de la densa atmósfera, saturada de humedad, brillaban débilmente las estrellas, semejantes a blancos lunares desvaídos. En vez del radiante esplendor del Cosmos, el cielo de aquel planeta sólo mostraba los tenues trazos de las constelaciones.
Y aquellos farolillos rojos, de mortecina luz, no podían disipar las tinieblas de la superficie del planeta.
En la profunda oscuridad circundante, la quieta astronave se destacaba con singular relieve. La gruesa capa de borazón y circonio que recubría su casco, estaba desgastada en algunas partes. Seguramente, la astronave había viajado mucho por el Cosmos.
Eon Tal lanzó una exclamación que resonó en todos los radioteléfonos. Señalaba con la mano a una puerta abierta, como una boca negra, y un pequeño ascensor, bajado. En la tierra, junto al ascensor y bajo la nave, crecía algo: unas plantas sin duda. Sus gruesos tallos se elevaban casi a un metro de altura y estaban rematados por unas copas negras de hojas o flores — no se sabía con certeza —, de forma parabólica y bordes dentados, como piñones de una máquina. Aquel negro engranaje inmóvil tenía un aspecto siniestro.
El mudo boquete de la puerta impresionaba aún más. Las plantas intactas y aquella puerta abierta indicaban que los seres humanos no pasaban por allí desde hacía tiempo ni protegían ya su islote terrestre de las asechanzas de aquel mundo extraño.
Erg Noor, Eon y Niza entraron en el ascensor. El jefe movió la palanca de la puesta en marcha. El mecanismo funcionó obediente, con un leve chirrido, y llevó rápido a los tres exploradores a la cámara de paso, que estaba abierta de par en par. Después, subieron también los demás. Erg Noor transmitió a la Tantra la orden de apagar el proyector. Al instante, el pequeño grupo se perdió en el abismo de las tinieblas. El mundo del sol de hierro abatíase sobre ellos, envolvente, como si quisiera tragarse aquel minúsculo foco de vida terrestre incrustado en la superficie del enorme planeta oscuro.
Encendiéronse las lámparas giratorias en lo alto de los cascos. La puerta de la cámara de paso, que conducía al interior de la nave, estaba cerrada, pero no con llave, y cedió fácilmente. Los exploradores entraron en el pasillo central. Se orientaban sin dificultad en los oscuros pasadizos, pues la estructura de la astronave no se diferenciaba apenas de la de la Tantra.
— Esta nave fue construida hace unas decenas de años — dijo Erg Noor, acercándose a Niza.
La muchacha volvió la cabeza. A través del silicol del casco, el rostro en penumbra del jefe parecía enigmático.
— Me ha venido una idea absurda — siguió diciendo Erg Noor —. ¿Y si resulta que es…?
— ¡El Argos! — gritó Niza, olvidándose del micrófono, y vio que todos se volvían hacia ella.
El grupo de exploradores penetró en la biblioteca-laboratorio, estancia principal de la nave, y luego, en el puesto central de comando, situado más cerca de la proa. Embutido en su armadura — esqueleto, con torpes pasos, tambaleándose y chocando contra las paredes —, el jefe llegó al cuadro de distribución de electricidad. Los aparatos estaban conectados, pero no había corriente. En la oscuridad sólo brillaban los indicadores y signos fosforescentes. Erg Noor encontró el conector de averías, y al instante, entre el asombro general, se encendió una luz mortecina que a todos pareció deslumbradora.
Debió de surgir también junto al ascensor, porque en los radioteléfonos de los cascos se oyó la voz de Pur Hiss que preguntaba sobre los resultados del reconocimiento. Le contestó la geólogo Bina. El jefe se detuvo pasmado en el umbral del puesto central de comando. Niza, siguiendo su mirada, vio arriba, entre las pantallas delanteras, una inscripción doble — en lengua terrestre y en el código del Gran Circuito —: Argos. Más abajo, se alineaban los signos galácticos de la Tierra y las coordenadas del sistema solar.
La astronave desaparecida hacía ochenta años había sido hallada en el sistema de aquel sol negro, desconocido hasta entonces, que se había tomado durante mucho tiempo por una simple nube opaca.
El reconocimiento de los locales no reveló las huellas de la tripulación. Los depósitos de oxígeno no estaban agotados, las reservas de agua y de comida habrían bastado para subsistir varios años más, pero en ninguna parte había vestigios ni restos de los tripulantes del Argos.
En algunos sitios — en los pasillos, el puesto central y la biblioteca —, se veían unas chorreaduras extrañas, oscuras. En el suelo de la biblioteca también había una mancha grande — una sinuosa capa de varios estratos — como la huella de un líquido vertido y evaporado luego. En la popa, en la sala de máquinas, unos cables arrancados pendían ante la abierta puerta del fondo, y los soportes masivos, de bronce fosfórico, de los refrigeradores estaban muy retorcidos. Como en todo lo restante la nave se encontraba intacta, aquellas averías, que para producirse requerían un golpe muy potente, eran inexplicables. Los exploradores buscaron en vano, hasta quedar rendidos, las causas de la desaparición y muerte cierta de los tripulantes.
Sin embargo, se hizo un descubrimiento de extraordinaria importancia: las reservas de anamesón y de cargas iónicas planetarias que se conservaban a bordo aseguraban el despegue de la Tantra del pesado planeta y el regreso a la Tierra.
La noticia, transmitida inmediatamente a la Tantra, disipó la desesperanza que se había apoderado de la tripulación desde que la aeronave quedara cautiva de la estrella de hierro. Ya no había necesidad de largos trabajos para enviar un mensaje a la Tierra. Pero, en cambio, habrían de hacer enormes esfuerzos para transbordar los depósitos de anamesón. La tarea, ardua de por sí, se convertía en aquel planeta, de una pesantez casi tres veces superior a la de la Tierra, en una empresa que requería gran inventiva y capacidad ingenieril. Pero la gente de la Era del Gran Circuito, lejos de temer a los problemas difíciles, sentía un gran placer en resolverlos.
El biólogo sacó del magnetófono, en el puesto central, la bobina inacabada del diario de a bordo. Erg Noor y la geólogo abrieron la caja de caudales principal, herméticamente cerrada, donde se guardaban los resultados de la expedición del Argos. Era un pesado fardo que contenía multitud de filmes fotono-magnéticos, de diarios, observaciones y cálculos astronómicos. Mas los tripulantes de la Tantra, que eran ellos mismos investigadores, no podían demorar ni por un instante el examen de aquel precioso hallazgo.
Muertos de cansancio, se reunieron en la biblioteca de la Tantra con sus compañeros, que ardían de impaciencia. Allí, en el ambiente habitual, sentados a la cómoda mesa, bajo una clara luz, la macabra oscuridad que los rodeaba y la astronave abandonada, sin vida, parecían una espantosa visión de pesadilla. A todos oprimía, sin cesar ni un instante, la pesantez del pavoroso planeta, y al hacer cada movimiento, los astronautas contraían de dolor el rostro. Sin una gran práctica, era muy difícil adaptar el propio cuerpo a los movimientos del «esqueleto» de acero, accionado por palancas. Ello hacía que el andar fuera acompañado de tirones y violentas sacudidas. Y aunque la marcha no fuese larga, la gente volvía rendida. La geólogo Bina Led debía de haber sufrido una leve conmoción cerebral; mas, a pesar de ello, apoyóse pesadamente sobre la mesa y, frotándose las sienes, se negó a marcharse sin oír la última bobina del diario de a bordo. Por aquellas grabaciones, conservadas ochenta años en la nave muerta sobre el terrible planeta, Niza esperaba conocer algo inaudito, sorprendente. Se imaginaba los roncos gritos pidiendo auxilio, los gemidos de dolor, las trágicas palabras de despedida. Cuando del aparato salió una voz sonora y fría, la muchacha se estremeció. Ni siquiera Erg Noor, gran especialista en todo lo referente a los vuelos intersiderales, conocía a ningún tripulante del Argos. Llevando a bordo solamente jóvenes, la astronave había emprendido su audacísimo raid a Vega sin entregar al Consejo de Aeronáutica la acostumbrada película de los integrantes de la tripulación.
La voz desconocida relataba los acontecimientos ocurridos siete meses después del último mensaje enviado a la Tierra. Un cuarto de siglo antes, al cruzar un cinturón de hielo cósmico en el límite del sistema de Vega, el Argos había sufrido una avería. Taponada la brecha abierta en la popa, la astronave continuó su viaje, pero el accidente había alterado el supersensible reglaje del campo de protección de los motores. Tras una lucha de veinte años, hubo que detenerlos. El Argos siguió volando por inercia, durante cinco años más, hasta que la inexactitud natural del curso la desvió. Entonces fue lanzado el primer mensaje. Se disponían a mandar el segundo cuando la nave cayó en el radio de acción del sistema de la estrella de hierro. Luego le ocurrió lo que a la Tantra, con la sola diferencia de que el Argos, privado de sus motores de marcha, no pudo reemprender el vuelo. Tampoco podía convertirse en satélite artificial del planeta, pues los motores planetarios de aceleración, situados en la parte de popa, estaban tan inservibles como los de anamesón. El Argos tomó tierra felizmente en la baja meseta costera. La tripulación acometió las tres tareas más apremiantes: reparar los motores — si era posible —, enviar un llamamiento a la Tierra, pidiendo socorro, y estudiar el planeta desconocido. Antes de que hubieran terminado el montaje de la torreta de lanzamiento del cohete, los exploradores empezaron a desaparecer misteriosamente. Los enviados para buscarlos no regresaron tampoco. Entonces cesó la exploración del planeta; únicamente salían del Argos todos juntos, para ir a construir la torreta, y permanecían largo rato metidos en la hermética astronave durante los descansos de aquel trabajo, terriblemente agotador a causa de la fuerza de gravedad. En su afán de lanzar el cohete cuanto antes, ni siquiera empezaron a examinar otra astronave, cercana a la suya, que debía de encontrarse allí desde hacía mucho tiempo.
«¡El disco!», pasó fugaz por la mente de Niza. Sus ojos se encontraron con los del jefe, que, comprendiendo su pensamiento, asintió con la cabeza. De los catorce tripulantes del Argos, sólo ocho habían quedado con vida. Más adelante, en el diario hablado había una interrupción de tres días; después de ésta, lo reanudó una voz aguda de mujer joven:
«Hoy, día doce del séptimo mes del año trescientos veintitrés del Circuito, nosotros, los supervivientes, hemos terminado los preparativos para el lanzamiento del cohete-emisor.
Mañana, a esta misma hora…» Key Ber, instintivamente, miró a la graduación horaria al borde de la cinta, que iba devanándose: las cinco de la mañana, hora del Argos, pero ¿a qué hora de aquel planeta correspondería?…
«Enviaremos, siguiendo una trayectoria bien calculada… — la voz se cortó; luego, surgió de nuevo, más apagada y débil, como si la mujer se hubiera alejado del receptor —.
¡Conecto! ¡Otra vez!..» El aparato calló, pero la cinta continuó devanándose. Los oyentes intercambiaron una mirada de ansiedad.
— ¡Algo ha ocurrido!.. — exclamó Ingrid Ditra.
Unas palabras presurosas, entrecortadas, salieron del magnetófono: «Se han salvado dos… Ella, Laik, no ha saltado lo bastante… el ascensor… ¡No han podido cerrar más que la segunda puerta! El mecánico Saj Kton se arrastra hacia los motores… utilizaremos los planetarios… Ellos, aparte de la furia y el espanto, no son nada. ¡Sí, nada!..» Durante algún tiempo, la bobina de la cinta siguió girando silenciosa; luego, la misma voz volvió a hablar:
«Parece que Kton no ha podido llegar. Estoy sola, pero sé lo que hay que hacer. Antes de empezar — la voz se hizo más firme, adquiriendo gran fuerza de convicción —:
Hermanos, oíd mi advertencia: si encontráis al Argos, no abandonéis nunca la nave.» La desconocida dio un suspiro y dijo en voz queda, como para sí misma:
«Hay que averiguar qué ha sido de Kton. Cuando vuelva, explicaré con más detalle…» Oyóse un chasquido seco, y la cinta continuó devanándose unos veinte minutos más, hasta el final de la bobina. Pero los aguzados oídos esperaron en vano: la mujer no explicó nada más, porque seguramente tampoco había vuelto más.
Erg Noor desconectó el aparato y, dirigiéndose a sus compañeros, dijo:
— ¡Nuestras hermanas y nuestros hermanos muertos nos salvan la vida! ¿No percibís, acaso, la mano del fuerte hombre de la Tierra? Resulta que en la astronave hay anamesón. Y, por añadidura, hemos recibido la advertencia del peligro mortal que aquí nos acecha. Ignoro cuál será, pero debe de ser esta vida extraña. Si se tratase de fuerzas y elementos del Cosmos, éstos no sólo habrían matado a los tripulantes, sino averiado la nave. Después de recibir una ayuda semejante, sería una vergüenza que no salváramos la Tantra y no llevásemos a la Tierra los descubrimientos hechos por el Argos y por nosotros. ¡Que el grandioso trabajo de los muertos y su lucha de medio siglo contra el Cosmos no sean vanos!
— ¿Y cómo piensa usted tomar el combustible sin salir de la nave? — preguntó Key Ber.
— ¿Por qué sin salir? Usted sabe que eso no es posible y que tendremos que salir y trabajar a la intemperie. Pero ya estamos prevenidos y tomaremos precauciones…
— Me lo imagino — le interrumpió el biólogo Eon Tal —. Una barrera de protección en torno al lugar de los trabajos.
— ¡No sólo allí, sino en todo el trayecto entre las dos naves! — agregó Pur Hiss.
— ¡Desde luego! Como no sabemos lo que nos acecha, haremos una barrera doble:
radiactiva y eléctrica. Tenderemos unos cables a lo largo de todo el camino y formaremos un pasillo de luz. Detrás del Argos está el cohete abandonado, cuya energía será suficiente para el tiempo que duren los trabajos.
La cabeza de Bina Led chocó contra la mesa. La médica y el segundo astrónomo, venciendo la fuerza de gravedad, se acercaron a la compañera desvanecida.
— ¡No tiene importancia! — dictaminó Luma Lasvi —. Una ligera conmoción e hipertensión. Ayúdenme a llevarla al lecho.
Y si al mecánico Taron no se le hubiera ocurrido emplear una carretilla automática, aquel simple traslado habría requerido mucho tiempo. En ella, los ocho exploradores fueron llevados a sus respectivos lechos, pues ya era hora de descansar; de lo contrario, la hipertensión de sus organismos, no adaptados a las nuevas condiciones, se convertiría en enfermedad. Y en aquellos momentos críticos, cada miembro de la expedición era insustituible.
Pronto, dos carretillas automáticas, de las que se utilizaban para toda clase de transportes y construcción de carreteras, empezaron a allanar, enganchadas, el camino entre ambas astronaves. Unos potentes cables estaban tendidos a ambos lados del trazado. Junto a las dos astronaves, habían sido instaladas unas torretas de observación rematadas por gruesas campanas transparentes de silicoboro. En su interior se encontraban los observadores, que lanzaban periódicamente, a lo largo del camino, los rígidos y mortíferos rayos de las cámaras pulsatorias. Durante los trabajos, la intensa luz de los proyectores no se apagaba ni un instante. En la quilla del Argos fue abierta la gran escotilla, desmontáronse unos mamparos, y los hombres se dispusieron a hacer descender sobre las carretillas cuatro depósitos de anamesón y treinta cilindros de cargas iónicas. Su paso a bordo de la Tantra era empresa bastante más ardua.
Esta astronave no era posible abrirla como el inanimado Argos, pues al hacerlo, se daría entrada a todos los gérmenes de la vida extraña, mortales sin duda. Por ello, se limitaron a preparar la escotilla y, después de apartar los mamparos interiores, transportaron a la Tantra los balones de aire líquido del Argos. Según el plan trazado, desde el momento en que se abriera la escotilla hasta que terminase la carga de los depósitos, se debía ventilar constantemente la galería receptora con un gran chorro, a fuerte presión, de aire comprimido. Además, la astronave estaría protegida por una emanación radiactiva en cascada.
Poco a poco, los hombres se iban acostumbrando a trabajar embutidos en sus «esqueletos» de acero y a la fuerza de la gravedad, superior en casi tres veces a la de la Tierra. Los insoportables dolores que les atenazaban al principio los huesos, se habían atenuado.
Pasaron varios días terrestres. Aquel «nada» misterioso seguía sin aparecer. La temperatura del aire circundante empezó a descender bruscamente. Desencadenóse un huracán que fue arreciando de hora en hora. Era que el sol negro se ponía: la rotación del planeta llevaba al continente en que se encontraban las astronaves hacia el lado «nocturno». Las corrientes convectivas, la emisión calorífica del océano y el abrigo de la espesa atmósfera amortiguaban el descenso de la temperatura; sin embargo, mediada la «noche» planetaria, sobrevino una intensa helada. Se conectaron los calentadores de las escafandras, y los trabajos continuaron. Se logró descender del Argos el primer depósito, que fue llevado a la Tantra cuando se desencadenaba un nuevo huracán, el de la «salida del sol», más fuerte que el de la «puesta». La temperatura ascendía por encima de cero, ráfagas de aire compacto traían enormes masas acuosas, unos relámpagos rasgaban de continuo el cielo. El huracán había adquirido tal fuerza, que la astronave empezó a vacilar a los embates del terrible viento. Los hombres concentraron todos sus esfuerzos en afianzar el depósito bajo la quilla de la Tantra. El pavoroso bramido del huracán iba en aumento, en la meseta se alzaban peligrosos torbellinos, muy parecidos a los tornados del golfo de Guinea. En la franja de luz había surgido una gigantesca tromba de nieve y polvo que hincaba el embudo de su cima en la baja bóveda celeste, sombría, salpicada de lunares. A su empuje, las líneas de corriente de alta tensión se habían roto, y los chispazos azulencos de los cortacircuitos fulguraban entre los enrollados cables. La luz amarillenta del proyector del Argos se apagó, como una vela al soplo del viento.
Erg Noor ordenó que suspendiesen el trabajo y se refugiaran en la Tantra.
— ¡Pero allí queda un observador! — exclamó la geólogo Bina Led, señalando a la lucecilla, apenas perceptible, de la torreta de silicoboro.
— Lo sé, allí está Niza, yo voy ahora — repuso el jefe de la expedición.
— No hay corriente, y ese «nada» ha empezado a hacer de las suyas — objetó Bina, seriamente.
— Si el huracán actúa sobre nosotros, también actuará sin duda sobre ese «nada».
Estoy seguro de que hasta que no amaine la tempestad no habrá ningún peligro. En cuanto a mí, soy aquí tan pesado, que no me llevará el viento si voy a rastras, bien pegado al terreno. ¡Hace tiempo que quería sorprender a ese «nada» desde la torreta!
— ¿Me permite que vaya con usted? — dijo el biólogo, acercándose de un salto al jefe.
— Vamos, pero sólo usted y nadie más.
Los dos hombres avanzaron a rastras largo rato, aferrándose a las asperezas y las hendiduras de las rocas, procurando no caer en el radio de los torbellinos. El huracán se esforzaba tenaz en arrancarlos del terreno, darles la vuelta y arrastrarlos. Una vez lo consiguió, pero Erg Noor agarró a Eon, que rodaba ya, echóse de bruces sobre él y se asió con sus guantes ganchudos al borde de una peña.
Niza abrió el portillo de su torreta, y los dos hombres penetraron con dificultad, el uno tras el otro. Aquello estaba templado y en calma, la torreta se mantenía en pie firmemente, bien apuntalada en previsión de tempestades.
A la muchacha astronauta, de hermosos cabellos rojizos y ondulados, le produjo inquietud y alegría la llegada de sus compañeros. Reconoció honradamente que la perspectiva de pasar la jornada a solas con la borrasca en un planeta extraño no le era muy agradable.
Erg Noor comunicó a la Tantra que habían llegado felizmente, y el proyector de la astronave se apagó. En aquellas primitivas tinieblas brillaba solamente la débil lucecilla del interior de la torreta. Retemblaba el terreno de los embates de la tempestad, de los rayos y truenos, de las terribles trombas que se alzaban una tras otra. Niza, sentada en un sillón giratorio, apoyaba la espalda contra un reóstato. El jefe de la expedición y el biólogo se habían instalado a sus pies en el saliente anular de la base de la torreta.
Voluminosos, debido a sus escafandras, ocupaban casi todo el sitio.
— Propongo que echemos un sueño — oyóse queda, en los radioteléfonos, la voz de Erg Noor —. Hasta el alba negra, quedan aún sus buenas doce horas; únicamente entonces amainará el huracán y empezará el suave calor.
Sus compañeros aceptaron de buena gana. Agobiados por la triple pesantez, encogidos en las rígidas armaduras que les oprimían y encerrados en la angosta torreta, sacudida por la tempestad, los tres se durmieron: ¡tan grandes son las facultades de adaptación del organismo humano y las fuerzas de resistencia que guarda!
De vez en cuando, Niza se despertaba para comunicar al tripulante de guardia en la Tantra noticias tranquilizadoras, y se quedaba de nuevo adormecida. El huracán había disminuido sensiblemente, el terreno no retemblaba ya. Ahora podía aparecer el «nada», mejor dicho, el «algo» aquel. Los observadores de la torreta tomaron unas PA — píldoras para la atención —, a fin de confortar su deprimido sistema nervioso.
— La astronave extraña es mi obsesión continua — confesó Niza —. Ardo en deseos de saber quiénes son ellos, de dónde vienen, cómo han llegado aquí…
— Y yo también — repuso Erg Noor —. Hace ya mucho tiempo que se transmiten por el Gran Circuito relatos sobre las estrellas de hierro y sus planetas-trampa. En las partes más pobladas de la Galaxia, donde las astronaves vuelan con frecuencia desde hace largos años, hay planetas con astronaves perdidas. Muchas viejas naves quedaron adheridas a esos planetas, numerosas y horripilantes son las historias que se cuentan acerca de ellas, historias que se han convertido hoy día en casi consejas y leyendas sobre la ruda conquista del Cosmos. Tal vez haya en este planeta astronaves de tiempos aún más remotos, aunque en nuestra zona, poco poblada, el encuentro de tres navíos sea un fenómeno completamente extraordinario. En las inmediaciones de nuestro Sol no se conocía ninguna estrella de hierro; nosotros hemos descubierto la primera.
— ¿Piensa usted empezar el reconocimiento de la astronave discoidal? — inquirió el biólogo.
— ¡Desde luego! ¡Sería imperdonable en un científico desaprovechar una ocasión semejante! Las astronaves discoidales no se conocen en las regiones habitadas que confinan con la nuestra. Esta, procedente sin duda de muy lejos, ha debido de vagar por la Galaxia durante milenios, después de la muerte de sus tripulantes o de haber sufrido una avería irreparable. Puede que los datos que recojamos en ella aclaren muchos de los mensajes transmitidos por el Gran Circuito… Su forma es rara, de espiral discoidea, y los resaltos de su superficie son muy pronunciados. En cuanto terminemos el transbordo del Argos, nos ocuparemos de esa curiosidad; por ahora, no podemos prescindir de un solo hombre.
— Sin embargo, nosotros hemos reconocido el Argos en unas horas…
— Yo he examinado ya el disco con el estereotelescopio. Está herméticamente cerrado, no se ve ninguna abertura. Penetrar en cualquier navío cósmico, bien protegido contra fuerzas mucho más potentes que todos los elementos de la naturaleza terrestre, es empresa muy difícil. Prueben a introducirse en la Tantra cuando esté cerrada, a través de su coraza metálica, de estructura cristalina modificada, o a través de su cubierta de borazón… Eso es tarea más ardua que asaltar una fortaleza. Y la cosa se complica aún más cuando se trata de una astronave extraña, cuyos principios de construcción se desconocen. Pero intentaremos desentrañar el enigma.
— ¿Y cuándo examinaremos lo hallado en el Argos? — preguntó Niza —. Allí debe de haber interesantísimas observaciones sobre los mundos maravillosos de que se hablaba en el mensaje.
El radioteléfono transmitió la risa bonachona del jefe: — A mí, que sueño desde niño con Vega, la impaciencia me consume más que a nadie. Pero ya tendremos tiempo para ello en el viaje de vuelta a la Tierra. Ante todo, hay que escapar de las tinieblas, de este infierno, como se decía en la antigüedad. Los exploradores del Argos no habían tomado tierra anteriormente; de lo contrario, habríamos encontrado en sus almacenes de colecciones multitud de objetos procedentes de otros planetas. Recuerden que, después de un minucioso reconocimiento, sólo hemos hallado filmes, mediciones y grabaciones, muestras de aire y balones de polvo explosivo…
Erg Noor calló y prestó atención. Ni siquiera los sensibles micrófonos captaban ya ruido de viento: la tempestad se había calmado. Fuera, a través de la tierra, percibíase un susurro crujiente que repercutía en las paredes de la torreta.
El jefe movió la mano, y Niza, comprendiendo el ademán, apagó la luz. En la torreta, calentada por las emanaciones infrarrojas, la oscuridad parecía densa como un líquido negruzco; diríase que estaban en el fondo de un océano. A través de la recia y transparente campana de silicoboro, los astronautas vieron con nitidez unas lucecillas centelleantes, de color castaño. Las lucecillas se encendían formando por un segundo pequeñas estrellas de rayos grana o verde oscuro que se apagaban para volver a. lucir.
Las estrellitas aquellas se alineaban en cadenillas que se enrollaban en anillos o en ochos y se deslizaban silenciosas por la superficie de la campana, tersa y dura como el diamante. Los exploradores sintieron en los ojos unas punzadas extrañas y un agudo dolor momentáneo a lo largo de los grandes nervios del cuerpo, como si los cortos rayos de las estrellitas castañas se clavasen en ellos igual que agujas.
— Niza — dijo Erg Noor en un susurro —, ponga el regulador al máximo de incandescencia y dé toda la luz de golpe.
La torreta se llenó de azulada y clara luz terrestre. Los tres, deslumbrados por ella, no veían nada o casi nada. Sin embargo, Niza y Eon habían advertido — aunque tal vez aquello fuera una figuración suya — que, por el lado derecho de la torreta, las sombras, en lugar de retirarse de pronto, se quedaban allí un instante, formando como un dilatado cuerpo oscuro con numerosos tentáculos. Aquel «algo» recogió en un segundo sus tentáculos y retrocedió veloz, con el muro de las sombras, rechazado por la luz. Erg Noor no había visto nada, pero no tenía fundamentos para no confiar en la rápida reacción de sus jóvenes compañeros.
— ¿No serán espectros? — conjeturó Niza —. ¿Fantasmagóricas condensaciones de las sombras en torno a cargas de alguna energía como la de nuestros rayos globulares, por ejemplo, en vez de formas de vida? Puesto que aquí todo es negro, los rayos deben de ser también negros.
— Su suposición es poética — replicó Erg Noor —, pero tiene pocos visos de realidad.
En primer término, es evidente que ese «algo» nos ha atacado, ansioso de nuestra carne viviente. Él o sus congéneres han sido los que han exterminado a la tripulación del Argos.
Si él es organizado y estable, si puede desplazarse en la dirección necesaria y acumular y emanar energía, no cabe duda de que no se trata de ningún fantasma aéreo. Eso es una creación de la materia viva, ¡e intenta devorarnos! El biólogo se adhirió a las deducciones del jefe: — A mí me parece que aquí, en el planeta de las tinieblas, la oscuridad existe sólo para nosotros, pues nuestros ojos no son sensibles a los rayos infrarrojos de la parte calorífica del espectro; otros rayos, los amarillos y los azules, deben actuar intensamente sobre ese ser. Su reacción es tan instantánea, que nuestros desaparecidos compañeros del Argos no podían advertir nada al iluminar el sitio de la agresión… Cuando se dieron cuenta ya era tarde, y, agonizantes, tampoco pudieron contar nada…
— Ahora repetiremos la experiencia, por muy desagradable que sea la aproximación de ése.
Niza apagó la luz, y de nuevo los tres observadores quedaron sumidos en la profunda oscuridad, esperando la aparición de aquel ser del mundo de las tinieblas.
— ¿De qué estará armado? ¿Por qué su acercamiento se percibe a través de la campana y de la escafandra? — se preguntó el biólogo en voz alta —. ¿Tendrá una forma especial de energía?
— Las formas de energía son muy pocas, y ésta es, sin duda, electromagnética. Pero sus modificaciones son, indiscutiblemente, múltiples y muy diversas. Ese ser posee alguna arma que actúa sobre nuestro sistema nervioso. ¡Y no es difícil imaginarse lo que significará el contacto de uno de esos tentáculos con un cuerpo indefenso!
Erg Noor se encogió y Niza Krit sintió un escalofrío interno al ver las cadenitas de lucecillas castañas que se aproximaban rápidamente, por tres lados.
— ¡Ese ser no está solo! — exclamó en voz baja Eon —. Tal vez no convenga dejarles que rocen la campana.
— Tiene usted razón. Pongámonos de espaldas a la luz y miremos cada uno a su respectivo lado. ¡Niza, encienda!
Esta vez, cada uno de los exploradores tuvo tiempo de observar particularidades sueltas con las que, sumadas, se pudo formar una idea general de aquellos seres. Se asemejaban a gigantescos acalefos que flotaban, a poca altura del terreno, moviendo sus espesos flecos colgantes. Algunos tentáculos, demasiado cortos en relación con las dimensiones de los monstruos, medían apenas un metro. De cada uno de los ángulos de sus cuerpos romboidales partían dos sinuosos tentáculos, bastante más largos. En el arranque de éstos, el biólogo observó unas enormes ampollas fosforescentes, levemente iluminadas por dentro, que parecían esparcir por los tentáculos grandes chispas en forma de estrellas.
— Observadores, ¿por qué encienden y apagan la luz? — resonó de pronto, dentro de los cascos, la clara voz de Ingrid —. ¿Necesitan ayuda? La tempestad ha terminado; nosotros vamos a empezar a trabajar. Ahora salimos para allá.
— ¡De ninguna manera! — ordenó severo el jefe —. Hay un gran peligro. ¡Llame a todos!
Erg Noor les habló de los terribles acalefos. Luego de cambiar impresiones, los exploradores decidieron sacar y transportar en una carretilla parte de uno de los motores planetarios. Unos chorros de fuego, de trescientos metros de longitud, corrieron por la pedregosa llanura, barriendo todo a su paso. No había transcurrido media hora, cuando los hombres tendían, ya reparados, los cables rotos. La defensa había sido restablecida.
Estaba claro que el anamesón debía ser cargado antes de que llegase la noche planetaria. A costa de sobrehumanos esfuerzos, se logró hacerlo, y la gente, extenuada, después de cerrar herméticamente las escotillas, desapareció tras la indestructible coraza de la astronave, escuchando tranquilamente las trepidaciones. Los micrófonos traían de fuera el estruendoso bramido del huracán, y ello hacía que aquel pequeño mundo, profusamente iluminado y al abrigo de las fuerzas tenebrosas, pareciera aún más confortable.
Ingrid y Luma habían desplegado la pantalla estereoscópica. La elección del filme había sido acertada. Las aguas azules del Océano Indico chapoteaban a los pies de los espectadores, sentados en la biblioteca. Celebrábanse los Juegos de Poseidón, competición mundial de toda clase de deportes náuticos. En la Era del Gran Circuito, todas las gentes eran tan amigas del mar como los pueblos de los países costeros de antaño. Saltos, natación, zambullidas con planchas a motor y balsas de vela. Millares de cuerpos jóvenes, bronceados por el sol, sonoras canciones, alegres risas y las marchas triunfales a la llegada a la meta…
Niza se inclinó hacia el biólogo, que, a su lado, permanecía absorto en sus pensamientos, perdida el alma en la infinita lejanía del dulce planeta natal, con su naturaleza sometida.
— Eon, ¿ha participado usted alguna vez en tales competiciones?
El biólogo fijó en ella su mirada perpleja.
— ¿Qué? ¿En tales? No, nunca. Estaba pensativo y no la comprendí al pronto.
— ¿Acaso no pensaba usted en eso? — preguntó la muchacha señalando a la pantalla —. ¿Verdad que la percepción de la belleza de nuestro mundo es extraordinariamente deliciosa, después de las tinieblas, las tempestades y los negros acalefos eléctricos?
— Sí, desde luego. Y ello hace aumentar el deseo de atrapar a un acalefo de ésos.
Precisamente me estaba rompiendo la cabeza para encontrar el modo de conseguirlo.
Niza se apartó del biólogo, que reía satisfecho, y al volverse, encontró la sonrisa de Erg Noor.
— ¿Usted también estaba meditando en cómo capturar ese horror negro? — inquirió burlona.
— No, pensaba en la exploración de la astronave discoidal.
El pícaro fulgor de sus ojos casi irritó a la muchacha.
— ¡Ahora comprendo por qué los hombres de la antigüedad se dedicaban a la guerra!
Yo creía que eso no era más que pura fanfarronería de vuestro sexo fuerte… como se le consideraba en la sociedad mal organizada.
— No tiene usted completa razón, aunque comprenda en parte nuestra antigua psicología. Pero yo, cuanto más hermoso y adorable es mi planeta, más deseos siento de servirle. De plantar jardines, extraer metales, producir energía, obtener alimentos, crear música, de manera que, cuando yo desaparezca, quede un trocito real de lo hecho por mis manos y mi cerebro. Yo conozco solamente el Cosmos, el arte de la astronáutica, y con ello puedo servir a mi querida humanidad. Pero el objetivo no es el vuelo mismo, sino la adquisición de nuevos conocimientos, el descubrimiento de nuevos mundos, de los cuales haremos algún día planetas tan hermosos como nuestra Tierra. ¿Y usted, Niza, a qué sirve? ¿Por qué le atrae también, tan fuertemente, el misterio de la astronave discoidal? ¿Sólo por curiosidad?…
Con impetuoso movimiento, la muchacha venció el peso de sus cansados brazos y tendió las manos hacia el jefe. Éste las tomó entre las suyas, grandes, y las acarició dulcemente. A Niza se le arreboló el rostro, su rendido cuerpo se llenó de nuevo vigor. Y como el día aquel, momentos antes del peligroso aterrizaje, apretó su mejilla contra la mano de Erg Noor, perdonando al propio tiempo al biólogo su aparente traición a la Tierra.
Para demostrar definitivamente su acuerdo con ambos, Niza les comunicó una idea que se le acababa de ocurrir: aplicar a un depósito de agua una tapa de cierre automático y meter en él, como cebo, uno o dos vasos con sangre fresca. Mas, para ello, no se recurriría a las reservas de sangre conservada del botiquín de a bordo; cada uno de los astronautas daría voluntariamente la cantidad necesaria. Si aquel «ser negro» penetraba en el depósito y la tapa se cerraba de golpe, se insuflaría, con un balón preparado al efecto, un gas terrestre inerte y se soldaría bien el borde de la tapa.
Eon quedó admirado de la inventiva de la «chicuela pelirroja».
Erg Noor, por su parte, se puso a regular un robot antropomorfo y preparó una potente cortadora electrohidráulica, con cuya ayuda pensaba penetrar en la astronave discoidal de la lejana estrella.
En la oscuridad, habitual ya, las tempestades habían cesado; al frío intenso había sucedido un leve calor. El «día», de doscientas diez y seis horas, había comenzado.
Quedaba trabajo para cuatro días terrestres: el embarque de las cargas iónicas, de algunas otras reservas y valiosos instrumentos. Además, Erg Noor consideraba necesario tomar algunos efectos personales de la tripulación perecida, para llevarlos a la Tierra, después de una desinfección cuidadosa, y entregarlos como recuerdo a los familiares de los muertos. Como en la Era del Gran Circuito la gente no acostumbraba a llevar consigo mucho equipaje, el transporte de aquellos objetos a la Tantra no ofrecía dificultad.
Al quinto día, desconectaron la corriente, y el biólogo, en unión de dos voluntarios — Ingrid y Key Ber —, se encerró en la torreta de observación próxima al Argos. Los seres negros se presentaron casi inmediatamente. El biólogo, que había adaptado en la debida posición una pantalla infrarroja, podía observar a los mortíferos acalefos. De pronto, uno de ellos se acercó al depósito-trampa, y, luego de recoger sus tentáculos y contraerse en una bola, empezó a deslizarse en su interior. Inopinadamente, otro rombo negro apareció junto a la boca abierta del depósito. El primer monstruo dilató sus tentáculos, y las chispas de forma de estrella surgieron con inusitada rapidez, uniéndose en franjas de titilante luz grana que, en la pantalla de rayos invisibles, refulgieron como relámpagos verdes. El primer llegado se apartó un poco, y entonces el segundo se contrajo al instante, haciéndose un ovillo, y se dejó caer al fondo del depósito. El biólogo tendió la mano hacia el botón, pero Key Ber le detuvo. El primer acalefo se apelotonó también y siguió a su compañero. Dentro del depósito, se encontraban ya dos terribles acalefos. Sólo quedaba asombrarse de lo mucho que podían reducir su volumen aparente. El botón fue oprimido, la tapa se cerró bruscamente, y al momento, cinco o seis monstruos negros se pegaron por todas partes al enorme depósito revestido de circonio. El biólogo dio la luz y comunicó a los de la Tantra que conectasen el sistema de protección. Los fantasmas negros se esfumaron al instante, como de costumbre, pero esta vez dos quedaban cautivos bajo la hermética tapa del depósito.
El biólogo salió de la torreta, acercóse, tocó la tapa, levemente, y una tremenda sacudida estremeció sus nervios con tal fuerza, que le hizo prorrumpir en alaridos de dolor. Su brazo izquierdo cayó para quedar colgante, paralizado.
El mecánico Taron se puso una escafandra ultrarrefractaria. Sólo entonces se pudo insuflar en el depósito ázoe terrestre puro y soldar la tapa. Los grifos también fueron soldados; luego, recubrieron el depósito de tela aislante y lo metieron en la cámara de colecciones. La victoria había costado cara: el biólogo no recobraba el movimiento del brazo, pese a todos los esfuerzos del médico. Eon Tal sufría mucho, pero no quería renunciar a la visita a la espironave. Erg Noor, rindiendo tributo a su insaciable afán de investigaciones, no pudo dejarle en la Tantra.
Resultó que el espirodisco — huésped llegado de remotos mundos — se encontraba más lejos del Argos de lo que pareciera a los exploradores al principio. La luz de los proyectores, difusa en la lejanía, había falseado las dimensiones de la nave. Era un ingenio verdaderamente colosal, de no menos de cuatrocientos cincuenta metros de diámetro. Y hubo que retirar cables del Argos para prolongar hasta él el sistema defensivo. La enigmática astronave se alzaba sobre la gente como un muro vertical que se perdía allá en la altura del tenebroso cielo tachonado de lunares. Unos nubarrones, negros como el carbón, se arremolinaban ocultando un tercio de la parte superior del descomunal disco. La capa verde, como de malaquita, que lo recubría, estaba muy cuarteada y tenía cerca de un metro de espesor. Bajo las grietas se columbraba un metal de vivo color celeste que se traslucía, azulado, en los lugares en que la malaquita estaba desconchada. La cara del disco vuelta hacia el Argos presentaba una prominencia cilíndrica en espiral, de unos veinte metros de ancho y cerca de diez de alto. La otra cara, hundida en las tinieblas, parecía más abombada y formaba un casquete esférico, adosado al disco, de treinta metros de espesor. De esta cara también sobresalía un alto cilindro en espiral, semejante a un tubo de rosca incrustado en el casco de la nave.
El canto del enorme disco estaba profundamente hundido en la tierra. Al pie de aquel vertical muro metálico vieron una piedra fundida que se había esparcido por el suelo como espeso alquitrán.
Muchas horas perdieron los exploradores buscando inútilmente alguna entrada o escotilla. Pero ésta debía de estar tapada por la capa de malaquita o una costra de óxido, o tan hábilmente cerrada, que no se percibía la menor juntura en la superficie de la nave.
Tampoco encontraron los orificios para los instrumentos ópticos ni las toberas del sistema de ventilación.
La roca metálica parecía ser impenetrable. Previendo aquello, Erg Noor decidió hender el casco de la nave con ayuda de la cortadora electrohidráulica, capaz de hender los más duros y viscosos revestimientos de las astronaves terrestres. Después de un breve cambio de impresiones, todos acordaron hacer un corte en la cima del cilindro espiral.
Precisamente allí debía de haber algún vacío, un tubo o un pasadizo circular por el que se podría llegar a los compartimientos interiores de la astronave sin riesgo de tropezar con una serie de mamparos.
Un estudio profundo del espirodisco sólo podría hacerlo una expedición especial. Y para su envío al peligroso planeta había que demostrar, previamente, que en el interior de aquel huésped, llegado de mundos remotos, se conservaban intactos los aparatos y documentos, todos los enseres de quienes habían cruzado insondables espacios, en comparación con los cuales los vuelos de las astronaves terrestres no eran más que primeras, tímidas excursiones al Cosmos.
El cilindro espiral de la otra cara del disco llegaba hasta la misma tierra. Llevaron allí el proyector y los cables de alta tensión. La luz azulenca, reflejada por el disco, se difundía en tenue bruma por la llanura y se remontaba a unas formaciones altas y oscuras, de vagos contornos, seguramente rocas, cortadas por una garganta de impenetrables sombras. Ni el pálido reflejo de las diminutas estrellas ni los rayos de luz del proyector daban la impresión de que hubiera materia sólida en aquel portón de las tinieblas. Allí debía empezar la vertiente hacia la baja planicie observada al aterrizar.
Con sordo ronquido, llegó la carretilla automática y descargó el único robot universal de que disponía la Tantra. Insensible a la triple pesantez, el robot se acercó rápidamente al disco y se paró ante él, como un hombre grueso, de piernas cortas, cuerpo largo y enorme cabeza inclinada amenazadora hacia adelante.
Obedeciendo al mando de Erg Noor, alzó con sus cuatro extremidades superiores la pesada máquina cortadora y quedó plantado, abiertas las piernas, dispuesto a realizar la peligrosa empresa.
— El robot será dirigido solamente por Key Ber y por mí, que llevamos escafandras de ultraprotección — ordenó por el radioteléfono el jefe de la expedición —. Los otros, los de escafandras biológicas, que se aparten lo más posible…
El jefe no terminó la frase. Algo avasallador irrumpió en su conciencia y le oprimió el corazón con tremenda angustia, obligándole a doblar las piernas. Su orgullosa voluntad humana se había convertido en ciega sumisión. Bañado en pegajoso sudor, echó a andar como hipnotizado hacia el portón de las tinieblas. El grito de Niza, que resonó vibrante en su radioteléfono, le hizo recobrar el conocimiento. Se detuvo, pero la tenebrosa fuerza que había penetrado en su psiquis le empujó de nuevo hacia adelante.
Key Ber y Eon Tal, que se encontraban junto al borde del círculo luminoso, avanzaron también en unión del jefe, con igual lentitud, deteniéndose de vez en cuando, como si lucharan consigo mismos. Allí delante, en el umbral de las negras sombras, entre los remolinos de niebla, removiéndose, surgió un cuerpo fantástico, incomprensible para la mente humana, y por ello, más espantoso. Aquello no era el ser de forma de acalefo, conocido ya; de la penumbra gris venía hacia los exploradores una cruz negra de anchos brazos y con una protuberancia elipsoidal en medio. En sus extremos brillaban unas lentes convexas, fulgurantes a la luz del proyector, que rasgaba con esfuerzo el velo de las acuosas emanaciones. El pie de la cruz se hundía en la depresión no iluminada del terreno.
Erg Noor, acelerando su andar, se adelantó a los otros y, al llegar a unos cien pasos de aquel incomprensible objeto, cayó a tierra. Antes de que los atónitos compañeros pudieran darse cuenta de que su jefe corría peligro de muerte, la cruz negra se alzó a mayor altura que el círculo de cables tendidos e inclinóse, como el tallo gigantesco de una planta, con el evidente propósito de alcanzar a Erg Noor por encima del campo de protección.
Con una furia que le daba fuerzas de atleta, Niza se acercó de un salto al robot y empezó a dar vueltas a las manijas de dirección, situadas en la nuca del autómata.
Despacio, como vacilando, el robot empezó a elevar la cortadora. Entonces la muchacha, perdidas las esperanzas de poder dirigir la complicada máquina, se abalanzó hacia adelante para cubrir con su cuerpo el del jefe. Los tres extremos de la cruz lanzaron unos chorros luminosos, zigzagueantes, parecidos a rayos. La joven cayó sobre Erg Noor, con los brazos muy abiertos. Mas, por fortuna, el robot ya había vuelto la cortadora, cuya boca, con una afilada cuchilla en su interior, apuntaba al centro de la cruz negra. El monstruo se encogió convulso, como cayendo hacia atrás, y desapareció en las impenetrables sombras, al pie de las rocas. Erg Noor y sus dos camaradas volvieron en sí al punto y, tomando en brazos a la muchacha, retrocedieron para guarecerse tras el espirodisco. Los compañeros, recobra dos de su estupor, traían ya presurosos un motor planetario convertido en improvisado cañón. Con una cruel rabia que no había experimentado hasta entonces, Erg Noor lanzó las destructoras radiaciones contra la garganta de las rocas, barriendo toda la planicie inferior con singular cuidado, para no dejar fuera de su acción ni un metro cuadrado de terreno. Eon Tal, de rodillas ante la inmóvil muchacha, le hacía quedas preguntas por el radioteléfono, esforzándose en divisar sus facciones a través del casco de silicol. La joven astronauta yacía inmóvil, con los ojos cerrados. El auricular no transmitía respiración alguna.
— ¡El monstruo ha matado a Niza! — gritó consternado al ver venir a Erg Noor.
La estrecha hendidura visual del casco de ultraprotección no permitía distinguir los ojos del jefe.
— Llévela inmediatamente a la Tantra y que la asista Luma — la voz de Erg Noor tenía un timbre más metálico que nunca —. Ayude usted a la médica a determinar la naturaleza de las lesiones… Nosotros seis nos quedaremos para terminar la exploración. Que el geólogo vaya con usted y recoja por el camino, desde el disco hasta la Tantra, trozos de rocas de todas clases. No podemos permanecer más tiempo en este planeta. Aquí hay que realizar las búsquedas en tanques de ultraprotección. Y como no los tenemos, no haríamos más que condenar a toda la expedición a una muerte cierta. Tome una tercera carretilla automática, ¡y dese prisa!
Erg Noor se volvió y, sin mirar atrás, dirigiose hacia la astronave-disco. El «cañón» se emplazó en vanguardia. El ingeniero-mecánico, en pie tras él, oprimía el botón cada diez minutos y soltaba un torrente de fuego, conduciéndolo todo él en arco hasta el mismo borde del disco. El robot aplicó la cortadora al vértice de la segunda espira exterior del cilindro, que allí, junto al borde hundido en tierra, se encontraba al nivel del pecho del autómata.
El estruendo llegó incluso a través de las gruesas escafandras de ultraprotección. Por la parte elegida de la capa de malaquita, empezaron a aparecer, sinuosas, unas pequeñas grietas. Trozos de aquella sólida costra saltaron golpeando sonoros el cuerpo metálico del robot. Las incisiones laterales de la cortadora separaron una gran placa, poniendo al descubierto una superficie granulosa de vivo color celeste, agradable incluso a la luz del proyector. Luego de señalar un cuadrado lo suficientemente grande para el paso de un hombre con escafandra, Key Ber obligó al robot a hacer una profunda incisión en el metal azul, que no llegó a atravesarlo. El robot trazó una nueva línea que formaba ángulo con la primera, e imprimió a la cuchilla de la cortadora un movimiento de vaivén, aumentando así la presión. El corte en el metal se profundizó más de un metro. Cuando el auxiliar mecánico hubo trazado el tercer lado del cuadrado, los rebordes de las incisiones empezaron a volverse hacia afuera.
— ¡Cuidado! ¡Atrás todos! ¡Cuerpo a tierra! — gritó en el micrófono Erg Noor al tiempo que paraba el robot y retrocedía.
El grueso trozo de metal se retorció de pronto, como la escindida hojalata de un bote de conservas. Una gran llama irisada, de un fulgor inimaginable, brotó impetuosa de la abertura siguiendo la tangente al abultamiento de la espira. Aquella desviación y la circunstancia de que el metal azul se fundiese al momento, tapando de nuevo el boquete, salvaron a los desdichados exploradores. Del potente robot no quedó más que un informe amasijo de metal fundido, del que salían, lastimosas, unas piernas cortas. Erg Noor y Key Ber escaparon con vida gracias a las escafandras que se habían puesto previamente. La explosión lanzó a los dos hombres lejos de la extraña astronave, dispersó a los demás, volcó el «cañón» y rompió los cables de alta tensión.
Recobrados de la conmoción, los astronautas comprendieron que habían quedado indefensos. Afortunadamente, yacían protegidos por la luz del intacto proyector. Aunque nadie había sufrido daño, Erg Noor decidió que bastaba con aquello. Abandonando los instrumentos innecesarios, los cables y el proyector, los exploradores montaron en la carretilla que no había tenido avería alguna y se retiraron presurosos a su astronave.
Aquella feliz coincidencia de circunstancias, al abrir imprudentemente la nave ajena, se había producido de un modo fortuito, no dependiente de la previsión del jefe. Un segundo intento habría tenido consecuencias mucho más lamentables… ¿Y Niza, la querida astronauta, qué sería de ella?… Erg Noor confiaba en que la escafandra hubiese debilitado la fuerza mortífera de la cruz negra. Pues el contacto del acalefo negro no había matado al biólogo… Pero allí, lejos de los grandes institutos de medicina terrestres, ¿podrían ellos hacer frente a los efectos de aquella arma desconocida?…
En la cámara de transición, Key Ber se acercó al jefe y le señaló la parte posterior de la hombrera izquierda. Erg Noor volvióse hacia los espejos, que siempre se encontraban en todas las cámaras de transición, a fin de que los tripulantes se observasen obligatoriamente en ellos al volver de explorar un planeta extraño. La hombrera, formada por una fina tira de aleación de circonio y titanio, se había desgarrado. Por el roto asomaba un trozo de metal azul celeste que se había incrustado en el doblez aislante sin perforar la capa interior de la escafandra. Con gran esfuerzo se consiguió extraer el trozo de metal. A costa de un gran peligro y por azar, en definitiva, se había conseguido una muestra del enigmático metal de la astronave espirodiscoidal. El preciado hallazgo sería llevado a la Tierra.
Al fin, liberado de la escafandra, podía Erg Noor entrar — mejor dicho, penetrar a duras penas bajo la agobiadora pesantez del terrible planeta — en el interior de su astronave.
Todos los miembros de la expedición le aguardaban con enorme impaciencia. Habían observado la catástrofe en los estereovisófonos, y no necesitaban preguntar nada sobre los resultados del intento.