El viento cruzaba la bahía como si fuera un ser viviente. Rasgaba la superficie en jirones, resultando difícil discernir dónde terminaba el líquido y dónde comenzaba la atmósfera; levantaba olas donde el Bree habría zozobrado como una astilla, para disolverlas a continuación en impalpable espuma antes de que se hubieran elevado medio metro.

Pese a estar encaramado en la balsa de popa del Bree, Barlennan sólo recibía la espuma, ya que la nave permanecía a buen recaudo en la costa.

Barlennan no era supersticioso; sin embargo, estando tan cerca del Borde del Mundo era imposible prever lo que ocurriría. Aun sus tripulantes, que no eran precisamente imaginativos, demostraban cierta inquietud. Mascullaban que allí reinaba la mala suerte: lo que vivía más allá del Borde y enviaba esas temibles borrascas invernales que se internaban miles de kilómetros en el Mundo no debía de querer que lo molestaran. Cada accidente provocaba nuevos cuchicheos, y los accidentes ocurrían a menudo. Para el capitán era obvio que cualquiera podía cometer un error cuando pesaba un kilo en vez de los habituales doscientos cincuenta; pero, al parecer, se necesitaba cierta educación o, al menos, el hábito del pensamiento lógico para darse cuenta de ello.

Incluso Dondragmer, que no era ningún tonto… Barlennan tensó su largo cuerpo y casi rugió una orden antes de comprender lo que sucedía a dos balsas de distancia. Al parecer, el primer piloto había escogido ese momento para revisar uno de los mástiles, aprovechando la falta de peso para saltar hacia arriba desde la cubierta. Pese a que la mayoría de los tripulantes del Bree se habían habituado a esas triquiñuelas, era un espectáculo sensacional verle en lo alto, apoyado precariamente en sus seis patas traseras. Pero no era esto lo que impresionaba a Barlennan. Pesando un kilogramo, si uno no se aferraba a algo, echaba a volar al primer soplo de brisa; y nadie podía aferrarse a nada con seis patas que servían para caminar. Cuando llegara esa tormenta… Pero, aunque el capitán hubiera gritado a todo pulmón, ya era imposible lograr que se oyera una orden. Había empezado a reptar hacia la escena cuando vio que el primer piloto había sujetado algunas cuerdas al arnés y la cubierta, y que estaba amarrado con tanta firmeza como el mástil en el que trabajaba.

Barlennan se relajó. Sabía por qué Dondragmer lo había hecho: un mero acto de desafío a lo que provocaba esa tormenta, y un modo de inculcar esa actitud a la tripulación. «Buen sujeto», pensó Barlennan, mirando nuevamente hacia la bahía.

Ningún testigo habría podido distinguir dónde estaba la línea de la costa. Un torbellino enceguecedor de espuma blanca y arena blancuzca lo ocultaba todo en cien metros a la redonda del Bree, ahora incluso resultaba difícil ver la nave, pues los goterones de metano repiqueteaban como balas, empañándole la corteza ocular. Al menos la cubierta seguía aún firme como una roca; a pesar de su liviandad, la nave no parecía a punto de echar a volar. «No tiene por qué», pensó sombríamente el capitán, recordando las veintenas de cables amarrados a las anclas hundidas y a los árboles bajos que tachonaban la playa. No tenía por qué, en efecto, pero no sería la primera nave que desaparecía al aventurarse tan cerca del Borde. Tal vez los recelos de la tripulación acerca del Volador tenían alguna justificación. A fin de cuentas, aquella extraña criatura le había persuadido de establecerse durante el invierno, aunque sin prometer ninguna protección para la nave y los tripulantes. Aun así, si el Volador quería destruirlos, podía hacerlo con facilidad y certeza sin necesidad de seducirlos con una treta. Si esa enorme estructura donde viajaba se montaba sobre el Bree, aun allí, donde el peso significaba tan poco, quedaría poco que decir. Barlennan pensó en otros asuntos para ahuyentar el normal horror mesklinita a permanecer un solo instante bajo algo sólido.

Los tripulantes se habían refugiado bajo los paños de cubierta, y hasta el piloto dejó de trabajar cuando llegó la borrasca. Todos estaban presentes; Barlennan había contado las protuberancias que jalonaban la tela protectora mientras aún podía ver la nave entera.

Los cazadores no habían salido, pues ningún marinero necesitó la advertencia del Volador sobre la proximidad de la tormenta. Ninguno de ellos se había alejado más de ocho kilómetros de la nave en los últimos diez días, y ocho kilómetros no era distancia para viajar con ese peso.

Tenían provisiones en abundancia; Barlennan no era tonto, y hacía lo posible para no contratar tontos. De todas formas, prefería los alimentos frescos. Se preguntó cuánto tiempo estarían varados por culpa de esa tormenta; las señales no indicaban eso, aunque anunciaban con claridad la proximidad de la perturbación. Quizás el Volador lo supiera.

En todo caso, ya no podía hacer nada más con la nave, así que tendría que hablar con aquella extraña criatura. Barlennan afín sentía un escozor de incredulidad cada vez que miraba el artilugio que le había dado el Volador, y nunca se cansaba de comprobar sus poderes.

Lo guardaba bajo una tela protectora en la balsa de popa. Era un bloque sólido de casi ocho centímetros de longitud y unos cuatro de anchura y altura. En la superficie plana de un extremo tenía una zona transparente que parecía un ojo y que al parecer funcionaba como tal. Aparte de ese rasgo, sólo presentaba un orificio redondo en uno de los lados largos. El bloque estaba apoyado con la cara hacia arriba, y el «ojo» se proyectaba ligeramente bajo la tela del refugio. El paño volaba a favor del viento, así que la tela se adhería a la chata superficie superior de la máquina.

Barlennan introdujo un brazo bajo el paño, buscó el orificio a tientas e insertó su pinza.

Dentro no había partes móviles, como interruptores o botones, pero eso no le molestaba.

Nunca había visto artilugios semejantes, así como no había visto relés térmicos, fotónicos o de capacidad. Sabía, por experiencia, que si insertaba algo opaco en el orificio, el Volador se enteraba, y también sabía que era inútil devanarse los sesos para averiguar de qué forma lo hacía. «Es como enseñar navegación a un bebé de diez días», pensaba a veces con desconsuelo. La inteligencia estaba allí — al menos era reconfortante creerlo—, pero faltaban años de experiencia.

— Habla Charles Lackland — dijo abruptamente la máquina, interrumpiendo sus cavilaciones —. ¿Eres tú, Barl?.

— Habla Barlennan, Charles — respondió el capitán en el idioma del Volador, pues ya empezaba a dominarlo.

— Me alegra tener noticias tuyas. ¿Teníamos razón en cuanto a esa ligera brisa?

— Vino cuando tú lo predijiste. Aguarda un instante… Sí, trae nieve. No lo había notado.

Aún no veo polvo.

— Llegará. Ese volcán debe de haber vomitado en el aire quince kilómetros cúbicos de polvo, que ha estado propagándose durante días.

Barlennan no respondió. El volcán en cuestión aún era tema de controversia entre ellos, pues estaba situado en una comarca de Mesklin que, según los conocimientos geográficos de Barlennan, no existía.

— Me preguntaba cuánto durará esta tormenta, Charles. Creo que tu gente puede verla desde arriba y que debería conocer la extensión.

— ¿Ya estáis en apuros? El invierno apenas empieza. Os faltan miles de días para salir de allí.

— Lo sé. Tenemos mucha comida, pero en ocasiones queremos comer algo fresco, y nos gustaría saber de antemano cuando podremos enviar una partida de caza.

— Entiendo. Me terno que tendréis que planearlo con cuidado. Yo no estuve aquí el invierno pasado, pero me parece que en esta época las tormentas de la zona son prácticamente continuas. ¿Alguna vez estuviste en el ecuador?

— ¿Dónde?

— En el… Bien, supongo que os referís al ecuador cuando habláis del Borde.

— No, nunca estuve tan cerca e ignoro si alguien podría acercarse más. Creo que si nos internáramos más en el mar, perderíamos todo peso y echaríamos a volar.

— Bien, si te sirve de consuelo, te equivocas. Si continuaras viaje, tu peso aumentaría de nuevo. Ahora te encuentras en pleno ecuador, el sitio donde el peso es menor. Por eso estoy aquí. Empiezo a comprender por qué no quieres creer que hay tierras mucho más al norte. Pensaba que no nos entendíamos por problemas idiomáticos. Quizás ahora tengas tiempo para describirme tus ideas sobre la naturaleza del mundo. O quizá tengas mapas.

— Tengo un Cuenco en la balsa de popa, desde luego. Pero me temo que ahora no podrás verla, pues el sol acaba de ponerse y Esstes no da luz suficiente para ver a través de estas nubes. Cuando salga el sol te la mostraré. Mis mapas planos no servirían de mucho, ya que ninguno de ellos abarca territorio suficiente para dar una buena imagen.

— De acuerdo. Pero mientras esperamos el amanecer puedes darme una idea verbal.

— En la escuela me enseñaron que Mesklin es un cuenco grande y hueco. La parte donde vive la mayoría de la gente está cerca del fondo, el punto donde el peso es mayor.

Los filósofos entienden que el peso es causado por el tirón de una enorme placa chata, situada en el lugar donde se apoya Mesklin; cuanto más nos acercamos al Borde, menos pesamos, porque nos alejamos de esa placa. Nadie sabe sobre qué se apoya la placa, aunque hemos oído muchas creencias raras acerca de ese tema entre las razas menos civilizadas.

— Yo diría que, si tus filósofos están en lo cierto, irías cuesta arriba cada vez que te alejaras del centro y todos los océanos correrían hacia el punto más bajo — exclamó Lackland —. ¿Alguna vez les preguntaste eso a tus filósofos?

— Cuando era pequeño vi una imagen completa. El diagrama del profesor mostraba muchas líneas que ascendían desde la placa y se curvaban para encontrarse por encima del centro de Mesklin. Atravesaban el cuenco de forma recta y no oblicua, a causa de la curva. El profesor dijo que el peso operaba a lo largo de las líneas y no de forma recta y descendente en dirección a la placa — replicó el capitán —. No lo entendí del todo, pero parecía funcionar. Dijo que la teoría estaba demostrada, ya que las distancias medidas en los mapas concordaban con lo que debían ser según la teoría. Eso lo entiendo y parece sensato. Si la forma no fuera como ellos piensan, las distancias no coincidirían en cuanto te alejaras del punto estándar.

— Correcto. Veo que tus filósofos son versados en geometría. Sin embargo, no entiendo por qué no han comprendido que hay dos formas de resolver el problema de la distancia.

A fin de cuentas, ¿no ves que la superficie de Mesklin se curva hacia abajo? Si tu teoría fuera cierta, el horizonte estaría encima de ti. ¿Qué dices a eso?

— ¡Oh, lo está! Por eso, aun las tribus más primitivas saben que el mundo tiene forma de cuenco. Sólo se ve distinto aquí, cerca del Borde. Creo que está relacionado con la luz.

En definitiva, el sol sale y se pone aquí incluso en verano, y no me sorprende que las cosas presenten un aspecto un poco raro. Vaya, si hasta parece que el… horizonte, así lo llamaste, ¿no? Bien, parece que el horizonte está más cerca del norte y el sur, que del este y el oeste. Se ve una nave a mucha mayor distancia hacia el este o el oeste. Es la luz.

— Hum. Tu argumento me resulta algo difícil de rebatir en este momento. — Barlennan no estaba tan familiarizado con el idioma del Volador cromo para detectar el tono irónico.

Nunca estuve en la superficie lejos del… Borde… y personalmente no puedo estar. No sabía que allí las cosas se vieran tal como tú las describes y, por el momento, no entiendo por qué es así. Espero verlo cuando recibas ese aparato de radiovisión en nuestro pequeño encuentro.

— Me deleitará oír tu explicación acerca de por qué nuestros filósofos están equivocados — respondió Barlennan cortésmente —. Cuando estés preparado, desde luego. Entretanto, sigo deseando saber si puedes informarme acerca de cuándo habrá una pausa en la tormenta.

— Tardaré unos minutos en recibir un informe de la estación de Toorey. Te llamaré al amanecer. A esa hora podré darte el pronóstico y habrá luz suficiente para que me muestres el Cuenco. ¿De acuerdo?

— Excelente. Esperaré.

Barlennan se agazapó junto a la radio mientras la tormenta aullaba en derredor. Los goterones de metano que se estrellaban contra su espalda blindada no le molestaban.

Golpeaban con más fuerza a mayor altitud. En ocasiones se sacudía para expulsar la pátina de amoníaco que se acumulaba en la balsa, pero aun eso era una molestia menor, al menos hasta ahora. A mediados del invierno, dentro de cinco o seis mil días, el amoníaco se derretiría a pleno sol, y poco después se congelaría de nuevo. La idea era alejar el líquido de la nave — o la nave del líquido— antes de la segunda helada, pues de lo contrario los tripulantes de Barlennan tendrían que arrancar doscientas balsas de la playa.

El Bree no era un barco fluvial, sino una nave oceánica.

El Volador tardó sólo los escasos minutos prometidos en obtener la información, y su voz resonó una vez más en el diminuto artefacto mientras el levante alumbraba las nubes de la bahía.

— Me temo que yo tenía razón, Barl. No hay pausa a la vista. El casquete de hielo se está derritiendo en casi todo el hemisferio norte, un término que para ti no significa nada.

Las tormentas suelen durar todo el invierno. En las latitudes meridionales más altas llegan por separado porque se dividen en células muy pequeñas al alejarse del ecuador, por efecto de la desviación de Coriolis.

— ¿De qué?

— La misma fuerza que hace que los proyectiles que arrojas viren tanto hacia la izquierda… Al menos, aunque nunca lo he visto en estas condiciones, es lo que debería ocurrir en este planeta.

— ¿Qué es «arrojar»?

— Bien, «arrojar» es coger un objeto, alzarlo e impulsarlo lejos de ti para que viaje cierta distancia antes de chocar contra el suelo.

— En los países razonables no hacemos eso. Aquí podemos hacer muchas cosas que allá son imposibles o muy peligrosas. Si yo «arrojara» algo en mi país, podría caer sobre alguien…, muy probablemente, sobre mí.

— Pensándolo bien, eso sería malo. Ahí tenéis tres G, lo cual ya es bastante; en los polos hay casi setecientas. Aun así, si hallaras algo tan pequeño como para que tus músculos pudieran arrojarlo, ¿por qué no podrías atajarlo, o al menos resistir el impacto?

— La situación me resulta difícil de imaginar, pero creo saber la respuesta. No hay tiempo. Si sueltas algo, arrojándolo o no, choca contra el suelo en un santiamén.

— Entiendo…, o creo entender. Dábamos por sentado que teníais una reacción temporal acorde con vuestra gravedad, pero veo que eso es puro antropocentrismo. Creo que lo entiendo.

— Lo que pude entender de tu charla me parece razonable. Es evidente que somos distintos, y quizá nunca comprendamos cuánto. De cualquier modo, al menos somos tan parecidos como para conversar… y llegar a lo que espero sea un acuerdo mutuamente provechoso.

— Ya lo creo. Por cierto, para ello tendrás que darme una idea de los sitios a los que quieres ir, y yo tendré que señalar en tus mapas el sitio a donde quiero que vayas.

¿Podemos echar una ojeada a ese Cuenco? Ya hay luz suficiente para el visor.

Barlennan se dirigió hacia un lugar de la balsa cubierto por una tienda más pequeña, aferrándose a las cornamusas. Abrió la tienda y la plegó, exponiendo una zona libre de la cubierta; luego regresó, sujetó cuatro cables alrededor de la radio, los fijó a cornamusas situadas estratégicamente, alzó la tapa de la radio y empezó a desplazarla por la cubierta.

Pesaba un poco más que él, pese a que sus dimensiones lineales eran menores, pero no correría ningún riesgo de que el viento se la arrebatara. La tormenta no había amainado, y la cubierta temblaba. Con el ojo del aparato vuelto hacia el Cuenco, apuntaló el otro extremo con palos para que el Volador pudiera mirar hacia abajo. Luego se desplazó hacia el otro lado del Cuenco e inició su exposición.

Lackland tenía que admitir que el mapa del Cuenco era lógico y preciso. Su curvatura era muy semejante a la del planeta, como él había esperado. El error más grave era su forma cóncava, de acuerdo con la idea que tenían los nativos acerca de la forma de su mundo. Presentaba unos quince centímetros de diámetro y tres de profundidad en el centro. El mapa estaba protegido por una pátina transparente — probablemente hielo, supuso Lackland—, que formaba una superficie continua con la cubierta. Esto impedía ver los detalles con claridad, pero no podían alzarla sin que el cuenco se llenara de nieve de amoníaco. La nieve se estaba amontonando donde no soplaba el viento. Aquella playa estaba relativamente guarecida, pero tanto Lackland como Barlennan podían imaginar lo que ocurría allende las colinas que se alzaban paralelamente en el sur. El segundo estaba secretamente satisfecho de ser marino. El viaje terrestre por esos parajes resultaría engorroso durante miles de días.

— He tratado de mantener mis mapas actualizados — dijo, mientras se sentaba frente al «representante» del Volador —. Sin embargo, no intenté introducir cambios en el Cuenco porque las nuevas regiones que registramos mientras navegábamos hacia aquí no tenían extensión suficiente. Te puedo mostrar pocos detalles, pero tú querías una idea general del rumbo que seguiríamos al salir de aquí.

— Bien, en realidad, a mí me da lo mismo. Puedo comprar y vender en cualquier parte, y por el momento llevo pocas cosas a bordo salvo comida. Además, no me quedará mucha cuando haya terminado el invierno; así que había planeado, desde nuestra charla, navegar por un tiempo cerca de las zonas de poco peso y recoger vegetales que se pueden obtener aquí, materiales valiosos para las gentes del sur por su efecto sobre el sabor de la comida.

— ¿Especias?

— Si así denominas esos productos, sí. Los he transportado antes y saben bastante bien. Se pueden obtener buenas ganancia con una sola carga, como la mayoría de los bienes cuyo valor depende menos de su utilidad que de su rareza.

— ¿Debo entender, pues, que una vez que hayas cargado aquí no te importa mucho hacia dónde ir?

— En efecto. Si no me equivoco, tu misión nos llevará cerca del Centro, lo cual está bien… Cuanto más al sur vayamos, mejores precios obtendré. Y la duración adicional del viaje no representará un peligro, pues tú nos ayudarás como conviniste.

— Exacto. Eso es excelente, aunque ojalá hubiéramos podido encontrar algo para ofrecerte en pago, así no tendrías que perder tiempo recogiendo especias.

— Bien, tenemos que comer. Tú dices que vuestros cuerpos y, por ende, vuestros alimentos, están hechos de sustancias muy diferentes, así que no podemos ingerir lo que vosotros coméis. Con franqueza, no se me ocurre ninguna materia prima que yo no pudiera conseguir fácilmente en la cantidad deseada. Mi idea favorita es la de obtener alguna de vuestras máquinas, pero dices que habría que construirlas de nuevo para que funcionaran en nuestro mundo. Creo que hemos llegado al mejor acuerdo posible, dadas las circunstancias.

— Así es. Incluso esta radio fue construida específicamente para esta tarea, y tú no podrías repararla… Tu gente, a menos que esté yo muy equivocado, no posee las herramientas necesarias. Sin embargo, durante el viaje hablaremos nuevamente de esto; quizá las cosas que ambos aprendamos abran nuevas y mejores posibilidades.

— Sin duda — respondió cortésmente Barlennan.

No mencionó, por cierto, la posibilidad de que sus propios planes tuvieran éxito. El Volador no los habría aprobado.