El pronóstico del Volador era atinado: pasaron cuatrocientos días hasta que se produjo una pausa en la tormenta. Durante ese período, el Volador habló cinco veces con Barlennan por la radio, siempre iniciando la charla con un breve pronóstico meteorológico y continuando con una conversación más general de uno o dos días consecutivos.
Barlennan había notado, cuando aprendía el idioma de esa extraña criatura y realizaba visitas personales a su puesto de la Colina, cerca de la bahía, que parecía tener un ciclo vital extrañamente regular; descubrió que podía hallar al Volador durmiendo o comiendo a horas muy previsibles, que parecían cumplir un ciclo de ochenta días. Barlennan no era filósofo — pensaba, como la mayoría, que un filósofo era un soñador sin sentido práctico— y no se detuvo a analizar un hecho que concernía a una criatura exótica, aunque sin duda interesante. Nada en la experiencia del mesklinita lo capacitaba para deducir la existencia de un mundo que tardaba ochenta veces más en rotar sobre su eje.
— ¡Barl! — El Volador no se molestó con preliminares, sabiendo que el mesklinita siempre estaba cerca de la radio —. La estación de Toorey llamó hace unos minutos. Hay una zona relativamente despejada que se desplaza hacia nosotros. No saben cómo serán los vientos, pero pueden ver el suelo, así habrá buena visibilidad. Si tus cazadores quieren salir, yo diría que el viento no los arrastrará, siempre que esperen hasta que las nubes se hayan marchado durante veinte o treinta días. Después de eso, tendremos muy buen tiempo en un período de cien días. Me avisarán con antelación suficiente para que tu gente regrese a la nave.
— Pero, ¿cómo recibirán tu aviso?. Si yo les dejo llevar esta radio, no podré hablar contigo sobre nuestros asuntos, y de lo contrario… — Estuve pensando en ello — interrumpió Lackland —. Creo que será mejor que subas aquí en cuanto amaine el viento. Te daré otro equipo. Es preferible que tengas varios.
Cincuenta mil kilómetros tal como vuela el cuervo, como decimos por aquí, y no sé cuánto en barco o por tierra.
El giro de Lackland ocasionó una demora; Lackland le explicó que había querido decir «en línea recta» pero Barlennan quiso saber qué era un cuervo y qué era volar. Lo primero resultó bastante fácil de explicar. En cuanto a una criatura viviente que volara por sus propios medios, para Barlennan era más inconcebible y aterrador que «arrojar».
Consideraba que la capacidad de Lackland para viajar por el aire era algo tan exótico que, en realidad, no lo asimilaba del todo. Lackland, en parte, lo comprendía.
— Hay otra razón por la cual quiero reunirme contigo — dijo —. En cuanto el tiempo les permita aterrizar, traerán un tanque. Quizá si ves el aterrizaje del cohete te acostumbres un poco más a la idea de volar.
— Quizá — dijo Barlennan con un titubeo—, pero no sé si quiero ver el aterrizaje de tu cohete. Ya lo vi una vez, y no quisiera que algún tripulante estuviese presente en ese momento.
— ¿Por qué no? ¿Crees que el susto sería contraproducente?
— No — respondió con franqueza el mesklinita —. No quiero que ninguno de ellos me vea a mí tan asustado como pienso que estaré.
— Me sorprendes, capitán — comentó jovialmente Lackland. — Sin embargo, entiendo tus sentimientos, y te aseguro que el cohete no pasará por encima de ti. Si esperas junto a la pared de mi domo, dirigiré al piloto por radio para cerciorarme de ello.
— Pero ¿cuánto se acercará?
— Pasará a bastante distancia, te lo prometo. No sólo por tu comodidad, sino por mi seguridad. Para aterrizar en este mundo, incluso en el Ecuador, será necesario que el piloto use mucha potencia. No quiero que la descarga me incendie el domo.
— De acuerdo, iré. Como dices, sería una comodidad disponer de más radios. ¿Qué es el «tanque» que mencionaste?
— Es una máquina que me llevará por tierra, de la misma forma que tu nave te llevará por mar. La verás dentro de pocos días, o de pocas horas.
Los amigos del Volador, instalados en la luna interior de Mesklin, habían profetizado correctamente. El capitán, agazapado en la popa, contó sólo diez amaneceres hasta que una claridad en la bruma y una mengua en el viento le indicaron, como de costumbre, que se aproximaba el ojo de la tormenta. Por su propia experiencia estaba dispuesto a creer, como había señalado el Volador, que el período de calma duraría cien o doscientos días.
Con un silbido que habría reventado los tímpanos de Lackland si el Volador hubiera podido oír una frecuencia tan alta, llamó la atención de sus tripulantes.
— Organizaremos dos grupos de caza. Dondragmer encabezará uno, y Merkoos, el otro; cada cual se llevará nueve hombres de su propia elección. Yo permaneceré en la nave para coordinar, pues el Volador nos dará más máquinas parlantes. Iré a la Colina del Volador en cuanto el cielo esté despejado; sus amigos traerán las máquinas de arriba, junto con otras cosas que necesitan, así que todos los tripulantes permanecerán cerca de la nave hasta mi regreso. ¿Acordamos salir treinta días después de mi partida?
— Pero ¿es conveniente que abandones la nave tan pronto? Los vientos aún serán fuertes.
El piloto era demasiado buen amigo para que la pregunta resultara impertinente, aunque algunos capitanes se habrían ofuscado ante semejante objeción. Barlennan agitó las pinzas de un modo que denotaba una sonrisa.
— Tienes razón. Sin embargo, quiero ahorrar tiempo, y la Colina del Volador está a sólo un kilómetro.
— Pero… — Además, está a favor del viento. Tenemos mucha cuerda en los armarios; me haré sujetar dos al arnés, y dos de los hombres aflojarán las cuerdas a través de las bitas a medida que avanzo. Terblannen y Hars se encargarán de ello bajo tu supervisión, Dondragmer. Es probable que yo pierda pie, pero si el viento cobrara tanta fuerza como para romper una buena cuerda marina, el Bree ya estaría kilómetros tierra adentro.
— Pero, con sólo perder pie…, supón que te elevaras en el aire… — Dondragmer aún estaba preocupado, y ese pensamiento turbó incluso a su capitán.
— Una caída, sí. Pero recuerda que estarnos cerca del Borde. Sobre el Borde, dice el Volador, y le creo cuando miró hacia el norte desde la cima de la Colina. Como algunos habéis descubierto, una caída aquí no significa nada.
— Pero ordenaste que actuáramos como si tuviésemos peso normal, para no crear hábitos que resultarían peligrosos cuando regresemos a una tierra habitable.
— Es verdad. De todas formas, esto no me creará hábitos, pues en un sitio razonable ningún viento me alzaría por los aires. De cualquier modo, haremos lo que he dicho.
Terblannen y Hars revisarán los cables… No, revísalos tú mismo. Llevará bastante tiempo.
Eso es todo por ahora. El grupo que está bajo el refugio puede descansar. El grupo de cubierta revisará anclas y correas.
Dondragmer, que pertenecía al segundo grupo, tomó la orden como un permiso para alejarse y procedió a cumplirla con su eficiencia habitual. También puso a algunos tripulantes a sacar nieve de los espacios entre las balsas, pues conocía de sobras las posibles consecuencias de un deshielo seguido de un congelamiento. Barlennan se relajó, preguntándose qué ancestro sería responsable de su costumbre de meterse en situaciones desagradables de las que no podía escabullirse con elegancia.
Porque la idea de la cuerda había sido una ocurrencia espontánea, y a lo largo de aquellos días, mientras esperaba a que se despejara el tiempo, Barlennan intentó convencerse de la sensatez de los argumentos que había esgrimido ante su primer piloto.
No estaba convencido ni siquiera cuando bajó hacia la nieve que se había acumulado contra las balsas, así que echó una mirada hacia sus dos tripulantes más vigorosos y los cabos que manipulaban antes de iniciar la marcha por la playa barrida por el viento.
Sin embargo, no parecían tan descabellados. Las cuerdas ejercían una ligera fuerza ascendente, pues la cubierta estaba varios centímetros por encima del nivel del suelo cuando partió; pero el declive de la playa pronto la compensó. Además, los árboles que servían como puntos de amarre para el Bree se multiplicaban tierra adentro. Eran ejemplares bajos y chatos, con ramas anchas, cortas y tentaculares, y troncos gruesos, en general similares a los de las tierras que conocía en las honduras del hemisferio sur de Mesklin. Aquí, sin embargo, las ramas se arqueaban tanto que a veces se separaban totalmente del suelo, relativamente libres en una gravedad inferior a dos centésimas de la gravedad de las regiones polares. Al final se apiñaban tanto, que las ramas se entrelazaban formando una maraña de cables pardos y negros que permitían asirse con firmeza. Al cabo de un tiempo, Barlennan prácticamente empezó a trepar hacia la Colina, utilizando las pinzas delanteras, aflojando las traseras y caracoleando con su cuerpo de oruga hasta avanzar casi como un geometrino. Los cables le causaban problemas, pero tanto los cabos como las ramas de los árboles eran bastante lisas, así que no se enredaron.
La playa se volvía bastante empinada después de los primeros doscientos metros; a la mitad de la distancia que esperaba recorrer, Barlennan estaba dos metros por encima del nivel de la cubierta del Bree. Desde allí veía la Colina del Volador aun siendo un mesklinita, es decir, un individuo cuyos ojos están muy cerca del suelo; hizo una pausa para contemplar la escena, como en tantas ocasiones.
La Colina del Volador se elevaba sobre la enmarañada llanura. Al mesklinita le resultaba imposible considerarla una estructura artificial, en parte por su monstruoso tamaño y en parte porque un techo que no fuera un retazo de tela era totalmente ajeno a sus ideas sobre arquitectura. Era un domo de metal reluciente de seis metros de altura y doce de diámetro, una semiesfera casi perfecta. Estaba tachonado de grandes zonas transparentes y tenía dos extensiones cilíndricas con puertas. El Volador había dicho que las puertas estaban construidas de tal modo que uno podía atravesarlas sin que el aire pasara de un lado al otro. Los portales tenían el tamaño suficiente para permitir pasar a aquella extraña y gigantesca criatura. Una de las ventanas inferiores estaba provista de una rampa improvisada que permitía a una criatura del tamaño y la constitución de Barlennan reptar hasta el panel para mirar hacia adentro. El capitán había pasado mucho tiempo en esa rampa mientras aprendía a hablar y entender el idioma del Volador; había visto los extraños artefactos y muebles que poblaban la estructura, aunque ignoraba el uso de la mayor parte de ellos. El Volador parecía ser una criatura anfibia. Al menos, pasaba mucho tiempo flotando en un tanque lleno de líquido. Eso era razonable, teniendo en cuenta su tamaño. Barlennan no conocía ninguna criatura nativa de Mesklin que fuera mayor que los de su propia raza y no habitara en mares o lagos. Sin embargo, teniendo en cuenta solamente el peso, esas criaturas podrían existir en las vastas e inexploradas regiones próximas al Borde. Esperaba no toparse con ninguna mientras estuviera en la costa. Tamaño significaba peso, y una vida de condicionamiento le impedía pensar que el peso no era una amenaza.
No había nada cerca del domo, excepto vegetación. Evidentemente, el cohete aún no había llegado, y por un momento Barlennan pensó en aguardar donde estaba. Sin duda descendería al otro lado de la Colina. El Volador se encargaría de ello si Barlennan no había llegado. Aun así, nada podía impedir que la nave en descenso pasara por encima de su posición actual; Lackland no podría hacer nada al respecto si no sabía la posición exacta del mesklinita. Pocos terrícolas podían localizar un cuerpo de apenas cuarenta centímetros de longitud y cinco de diámetro reptando horizontalmente por una vegetación enmarañada a casi un kilómetro de distancia. No, le convenía ir hasta el domo, tal como el Volador había aconsejado.
Llegó con bastante rapidez, aunque ocasionales períodos de oscuridad lo demoraron un poco. Era de noche cuando llegó a su destino, aunque la luz de las ventanas había alumbrado bien el último tramo. Sin embargo, cuando hubo asegurado las cuerdas para subir a un lugar cómodo fuera de la ventana, el sol se había elevado por encima del horizonte, a su izquierda.
Lackland no estaba en la habitación correspondiente a esa ventana, y el mesklinita apretó el diminuto botón de llamada que habían instalado en la rampa. La voz del Volador resonó en un altavoz, al lado del botón.
— Me alegra que estés aquí, Barl. Pedí a Mack que aguardara tu llegada. Ahora le indicaré que descienda; llegará el próximo amanecer.
— ¿Dónde está ahora? ¿En Toorey?
— No; está flotando en el borde interior del anillo, a sólo mil kilómetros de altura. Ha estado allí desde antes del fin de la tormenta, así que no te preocupes si le haces esperar un poco más. Entretanto, sacaré las otras radios que te prometí.
— Como estoy solo, me convendría llevar una sola radio esta vez. Resulta difícil acarrearlas, pese a que son livianas.
— Quizá debamos esperar a que llegue el tanque para sacarlas. Entonces podré llevarte hasta la nave. El tanque está bien aislado, así que viajar en el exterior no te lastimará.
¿Qué te parece?
— Excelente. ¿Hacemos prácticas de idioma mientras esperamos o prefieres mostrarme más imágenes del lugar de donde vienes?
— Tengo algunas fotos. Tardaré unos minutos en cargar el proyector, así que ya habrá oscurecido cuando estemos listos. Un momento. Iré a la salita.
El altavoz calló y Barlennan fijó los ojos en la puerta que veía a un lado de la habitación. Pronto apareció el Volador, caminando erguido, como de costumbre, con la ayuda de miembros artificiales que llamaba muletas. Se acercó a la ventana, movió la enorme cabeza y conectó el proyector de películas. La pantalla hacia donde apuntaba la máquina estaba frente a la ventana; Barlennan, fijando un par de ojos en los actos del ser humano, se arrellanó en una postura que le permitiera observar cómodamente. Miraron en silencio mientras el sol trazaba un arco en el cielo. A pleno sol, la temperatura era templada, aunque no tanto como para iniciar un deshielo; el viento perpetuo del casquete de hielo del norte lo impedía. Barlennan estaba adormilado cuando Lackland terminó de conectar la máquina, caminó hasta su tanque de relajación y se metió dentro. Barlennan nunca había reparado en la membrana elástica que cubría la superficie del líquido y mantenía seca la ropa del hombre; si lo hubiera notado, habría modificado sus ideas sobre la naturaleza anfibia de los seres humanos. Lackland, flotando, tendió la mano hacia un panel y encendió dos interruptores. Las luces se apagaron y el proyector arrancó. Era un rollo de quince minutos, y no había terminado cuando Lackland tuvo que levantarse y coger las muletas, pues le informaron que el cohete estaba a punto de descender.
Barlennan tuvo que hacer un esfuerzo para dejar de mirar la pantalla.
— Preferiría mirar la película, pero quizá sea mejor que me habitúe a ver cosas voladoras — dijo —. ¿Por qué lado vendrá?
— Por éste, supongo. Le he dado a Mack una minuciosa descripción de nuestra posición, y él ya tenía fotos; además, por su rumbo sé que le convendrá aproximarse desde esa dirección. Me terno que en este momento el sol te impide ver bien, pero aún está a sesenta kilómetros de altura. Mira por encima del sol.
Barlennan siguió las instrucciones y aguardó. Durante un minuto no vio nada; luego captó un destello de metal veinte grados por encima del sol naciente.
— Altitud diez, distancia horizontal similar — informó Lackland en ese momento —. Lo tengo en pantalla.
El destello cobró más brillo, manteniendo el rumbo casi a la perfección. El cohete seguía un curso casi exacto hacia el domo. Poco después, los detalles fueron visibles…, o lo habrían sido si el resplandor del sol no lo hubiera ocultado todo. Mack revoloteó un instante a una distancia de un kilómetro por encima de la estación y otro tanto hacia el este; y, en cuanto Belrre se desplazó, Barlennan pudo ver las ventanillas y toberas del casco cilíndrico. El viento de la tormenta había amainado, pero una brisa tibia teñida de amoníaco derretido empezó a soplar desde el punto donde las llamaradas lamían el piso.
Las gotas de semilíquido salpicaron el caparazón ocular de Barlennan, pero el mesklinita continuó mirando la masa metálica que descendía. Tenía tenso cada músculo de su largo cuerpo, los brazos pegados a los costados, las pinzas cerradas con tanta fuerza como para desgarrar cables de acero. El corazón de cada uno de los segmentos del cuerpo le bombeaba con furia, y habría contenido el aliento si hubiera tenido un aparato respiratorio similar al de un ser humano. Intelectualmente, sabía que la cosa no caería, pero habiendo crecido en un ámbito donde una caída de quince centímetros era fatal, aun para el resistente organismo mesklinita, no le resultaba fácil controlar sus emociones.
Inconscientemente seguía esperando que el casco de metal se vaporizara de pronto para reaparecer desparramado en el suelo. A fin de cuentas, aún estaba a decenas de metros de altura…
Debajo del cohete, en el suelo ahora libre de nieve, la negra vegetación estalló de pronto en llamas. Negras cenizas volaron desde la zona de aterrizaje, y el suelo fulguró brevemente. Poco después, el cilindro reluciente se posó suavemente en el centro del terreno desnudo. Segundos irás tarde, el estruendo, que se había transformado en un rugido más ensordecedor que los huracanes de Mesklin, cesó de golpe. Barlennan se relajó casi dolorosamente, abriendo y cerrando las pinzas para calmar los retortijones.
— Si aguardas un momento, saldré con las radios — dijo Lackland. El capitán no le había visto salir, pero el Volador ya no estaba en la habitación —. Mack conducirá el tanque hasta aquí… Puedes verle venir mientras yo me pongo la escafandra.
Barlennan sólo pudo ver una parte del trayecto. Vio que la compuerta de carga del cohete se abría y el vehículo descendía; una buena ojeada le permitió comprender todo sobre él, o eso creía, excepto el funcionamiento de las orugas. Tenía el tamaño suficiente para albergar a varios miembros de la raza del Volador, a menos que estuviera atiborrado de maquinaria. Como el domo, tenía muchas y grandes ventanas; a través de una de ellas, el capitán vio, enfundada en su escafandra, la figura de otro Volador que, aparentemente, controlaba el vehículo. La máquina no hacía ruido suficiente para ser audible en el kilómetro de espacio que aún la separaba del domo.
Recorrió muy poca de esa distancia antes de la puesta del sol, y los detalles dejaron de ser visibles. Esstes, el sol más pequeño, aún estaba en el cielo y brillaba más que la luna llena de la Tierra, pero los ojos de Barlennan tenían sus limitaciones. El tanque proyectaba un intenso haz de luz hacia el domo, lo cual tampoco ayudaba. Barlennan esperó. A fin de cuentas, el vehículo aún estaba demasiado lejos para estudiarlo bien, incluso a plena luz del día, y sin duda llegaría a la Colina al amanecer.
Y a lo mejor también entonces tendría que esperar; los Voladores quizá pusieran objeciones al tipo de examen a que Barlennan quería someter esas máquinas.