Afortunadamente, Reejaaren tardó varios días en regresar, aunque su gente se quedó.

Entre cuatro y seis planeadores sobrevolaban constantemente el lugar, y el resto aguardaba en las colinas, junto a las catapultas. La cantidad de naves aéreas no cambiaba notablemente, pero la población de las colinas crecía día a día. Los terrícolas habían aceptado con entusiasmo — y, por lo que sospechaba Barlennan, con cierto grado de diversión— el plan de Dondragmer.

El plan estuvo maduro y ensayado mucho antes del regreso del intérprete, y los oficiales estaban impacientes por ponerlo en práctica, aunque Dondragmer había pasado bastante tiempo ante la radio, enfrascado en otro nuevo proyecto. Después de dominarse unos días, el capitán y el piloto se dirigieron una mañana hacía los planeadores aparcados en la colina, decididos a poner la idea en práctica pese a que ninguno de los dos había mencionado su intención. El tiempo estaba totalmente despejado, y solo el viento perpetuo de los mares de Mesklin favorecía o estorbaba el vuelo. Al parecer, ahora lo favorecía: los planeadores tironeaban de los cables como criaturas vivientes, y sus tripulantes permanecían junto a las alas aferrados con fuerza a los arbustos circundantes, evidentemente preparados para añadir su propia fuerza, si era preciso, a la de los cables.

Barlennan y Dondragmer se acercaron a las máquinas hasta que les ordenaron detenerse. Ignoraban el rango de autoridad del individuo que impartía la orden, pues no llevaba insignias; sin embargo, discutir esas cuestiones no formaba parte del plan. Se detuvieron y echaron una mirada casual a las máquinas desde treinta o cuarenta metros de distancia, mientras los tripulantes los observaban con hostilidad. Aparentemente, la arrogancia de Reejaaren no era un rasgo atípico entre aquel pueblo.

— Parecéis asombrados, bárbaros — señaló uno de ellos al cabo de un breve silencio —. Si creyera que podéis aprender algo mirando nuestras máquinas, tendría que deteneros.

Pero, en realidad, puedo asegurar que tenéis un aire infantil. — Hablaba el idioma de Barlennan con un acento no mucho peor que el del principal lingüista.

— No tenemos mucho que aprender de vuestras máquinas. Podríais ahorraros muchos problemas con el viento en vuestra situación actual, si plegarais hacia abajo el frente de las alas. En cambio, mantenéis a muchísima gente ocupada.

Barlennan utilizó la palabra terrícola para decir «alas», pues no tenía equivalente en su lengua. El otro requirió una explicación; al recibirla, perdió por un instante sus aires de superioridad.

— ¿Habéis visto planeadores antes? ¿Dónde?

— Nunca había visto semejante clase de máquina aérea — respondió Barlennan. Sus palabras eran sinceras, aunque el énfasis que les daba resultaba un tanto engañoso.

Nunca estuve tan cerca del Borde, y me imaginé que esas frágiles estructuras se derrumbarían por aumento de peso si volárais mucho mas al sur.

— ¿Cómo…? — El guardia contuvo la lengua, comprendiendo que su actitud no era la de un ser civilizado ante un bárbaro. Calló un instante, tratando decidir cómo comportarse; luego decidió delegar el problema en alguien que ostentara un rango mas alto en la cadena de mando —. Cuando Reejaaren regrese, se interesará en cualquier pequeña mejora que puedas sugerir. Incluso tal vez reduzca los aranceles portuarios, si considera valiosas tus sugerencias. Hasta entonces, será mejor que te mantengas alejado de nuestros planeadores; podrías descubrir algo importante y, lamentablemente, tendríamos que considerarte espía.

Barlennan y su piloto se marcharon sin discutir, muy satisfechos con el efecto que habían producido, y comunicaron la conversación a los terrícolas.

— ¿Cómo crees que reaccionaron ante insinuación de que tenéis planeadores capaces de volar en las latitudes de doscientas gravedades? — preguntó Lackland —. ¿Piensas que te creyó?

— No sé. Sospechó que estaba hablando y oyendo demasiado, y decidió postergar las cosas hasta el retorno del jefe. Sin embargo, creo que empezamos a inculcarles la actitud adecuada.

Quizá Barlennan tuviera razón, pero el intérprete no dio indicios de ello cuando regresó.

Hubo una demora entre su aterrizaje y su descenso hasta el Bree, y parecía probable que el guardia le hubiera comunicado la conversación; sin embargo, al principio no hizo ningún comentario al respecto.

— El Oficial de Puertos Exteriores ha decidido suponer, por el momento, que vuestras intenciones son inocuas — comenzó —. Desde luego, habéis violado nuestras reglas al venir a la costa sin autorización; pero reconoció que os encontrábais en aprietos y está dispuesto a ser tolerante. Me autoriza a inspeccionar vuestro cargamento y evaluar la cantidad necesaria para el arancel y la multa.

— ¿No desearía el Oficial ver nuestro cargamento con sus propios ojos, y quizás aceptar una prenda de nuestra gratitud por su amabilidad? — Barlennan logró hablar sin sarcasmo.

Reejaaren respondió con el equivalente de una sonrisa.

— Tu actitud es loable. Sin duda nos llevaremos muy bien. Lamentablemente, él está ocupado en otra isla y continuará estándolo durante días. Si todavía no os habéis marchado al final de ese período, creo que aceptará complacido vuestra oferta.

Entretanto, vayamos a nuestro asunto.

Reejaaren no perdió sus aires de superioridad mientras examinaba el cargamento del Bree, pero le proporcionó a Barlennan cierta información que jamás habría ofrecido conscientemente. Sus palabras, desde luego, tendían a desdeñar el valor de todo lo que veía; desvariaba sin cesar sobre la «misericordia» de su jefe, Marreni. Sin embargo, se apropió, como multa, de una buena cantidad de las «piñas» que habían recogido durante el viaje a través del istmo. Ahora bien, en principio debía de resultarles fácil obtenerlas, pues la distancia no era muy grande viajando en planeador. Mas aún, el intérprete había recalcado su conocimiento de los nativos de esas regiones. Por lo tanto, si Reejaaren otorgaba tanto valor a esos frutos, significaba que los «bárbaros» del istmo eran un hueso duro de roer para el cultismo pueblo del intérprete, y que estas gentes no eran los amos de la creación tal como pretendían.

Una vez que se pagó la multa, los espectadores de las colinas descendieron en enjambres; y la conclusión acerca del valor de la fruta semejante a una piña quedó ampliamente confirmada. Al principio, Barlennan era reacio a venderla toda, pues esperaba obtener muy buenos precios al regresar; pero luego pensó que, de todos modos, tendría que pasar por la fuente de aprovisionamiento antes del retorno.

Muchos compradores eran evidentemente mercaderes profesionales, y poseían mercancías en abundancia. Algunas eran comestibles, pero los tripulantes, siguiendo órdenes del capitán, les prestaron poca atención. Los mercaderes lo aceptaron como natural; a fin de cuentas, aquellas mercancías eran de escaso valor para un mercader de ultramar, quien podía extraer sus alimentos del océano, pero no podía conservar la mayor parte de los comestibles el tiempo suficiente para venderlos en casa. Las «especias», que eran poco perecederas, constituían la principal excepción a esta regla, y los mercaderes locales no ofrecieron nada de esto.

Algunos mercaderes, sin embargo, tenían material interesante. Para sorpresa de Barlennan, ofrecieron la cuerda y la tela que tanto le fascinaban. Trató personalmente con uno de los vendedores. El capitán palpó esa textura increíblemente elástica y resistente para asegurarse de que fuera el mismo material que usaban en las alas de los planeadores. Reejaaren estaba en las cercanías, así que Barlennan debió actuar con cautela. El mercader le informó que era una tela tejida, a pesar de las apariencias. La fibra era de origen vegetal — el taimado mercader se negó a ser más específico— y la tela, una vez tejida, se trataba con un líquido que disolvía las hilachas y llenaba los orificios con el material así obtenido.

— Entonces, ¿la tela no deja pasar el viento? Creo que podría venderla bien en mi patria. No tiene fuerza suficiente para usos prácticos como construir un techo, pero es muy ornamental, sobre todo en sus versiones de color. Aun en contra de mis intereses, debo admitir que es el material más vendible que he visto en esta isla.

— ¿Que no tiene fuerza suficiente? — intervino el indignado Reejaaren —. Este material no se fabrica en ningún otro lado, y es la única tela con fuerza y liviandad suficientes para las alas de nuestros planeadores. Si la compras, tendremos que dártela en fardos pequeños que no alcancen para ese propósito, pues sólo un necio utilizaría paños cosidos para construir un ala.

— Desde luego — convino Barlennan, muy desenvuelto —. Supongo que ese material se podría usar en las alas aquí, donde el peso es tan pequeño. Te aseguro que sería inútil para ello en las altas latitudes; un ala del tamaño suficiente para elevar a alguien, la haría trizas un viento con fuerza suficiente para elevarla.

El capitán citaba casi literalmente a sus amigos humanos, quienes le habían sugerido la razón de que en los países meridionales nunca se vieran planeadores.

— Desde luego, en estas latitudes los planeadores pesan poco — convino Reejaaren.

Sería una estupidez construirlos más fuertes de lo necesario, pues solo se conseguiría incrementar su peso.

Barlennan decidió que su adversario táctico no era muy brillante.

— Naturalmente — concedió —. Supongo que, con las tormentas que se producen aquí, vuestras naves de superficie deben ser más fuertes. ¿Alguna vez son arrojadas tierra adentro, como ocurrió con la mía? Nunca vi un oleaje tan alto.

— Naturalmente, tomamos precauciones cuando se aproxima una tormenta. El mar solo se eleva así en estas latitudes de poco peso, por lo que he podido observar. Nuestras naves son muy parecidas a las vuestras; en cambio, veo que tenemos distinto armamento. El vuestro me resulta extraño. Sin duda, nuestros filósofos de la guerra lo encontraron inadecuado para las tormentas de estas latitudes. ¿Sufrió averías cuando el huracán os empujó aquí?

— Muy serias — mintió Barlennan —. ¿Cómo están armados vuestros buques?

No esperaba que el intérprete respondiera a esa pregunta, sino que recobrara su aire altanero. Sin embargo, por una vez Reejaaren demostró afabilidad y afán de colaborar.

Dio una orden a los que se habían quedado arriba de la colina, y uno de ellos bajó hasta la escena del regateo con un objeto extraño entre las pinzas.

Barlennan nunca había visto una ballesta ni otra arma de proyectiles. Demostró gran asombro cuando Reejaaren lanzó tres flechas con punta de cuarzo, que penetraron profundamente en el duro tronco de una planta situada a cuarenta metros. Además, comprendió por que el intérprete era tan servicial; aquella arma sería peso muerto en cuanto el Bree se acercara a sus latitudes. Mas que nada para tantearlo, Barlennan se ofreció a comprar una ballesta; el intérprete se la cedió como obsequio, junto con un manojo de flechas. Aquel rasgo satisfizo al capitán; como mercader, le agradaba que lo tomaran por tonto, pues habitualmente eso proporcionaba ganancias.

Obtuvo una increíble cantidad de tela para alas — Reejaaren se olvidó de cerciorarse de que los fardos fueran pequeños, o ya no lo consideró necesario—, largos rollos de cuerda elástica y bastantes artefactos locales para llenar las cubiertas del Bree, excepto el espacio necesario para trabajar y la zona dedicada a la reserva de alimentos. Se deshizo de todas las mercancías vendibles que llevaba, con excepción de los lanzallamas.

Reejaaren no los había mencionado desde que le habían dicho que estaban averiados, aunque obviamente sabía que eran armas. Barlennan pensó en darle uno, sin las municiones de cloro, pero comprendió que tendría que explicar y demostrar como funcionaban.

Cuando redondearon las transacciones, la muchedumbre de gentes locales se alejó gradualmente; al final, quedaron solo los planeadores y sus tripulantes, algunos cerca de la nave y otros en la colina, junto a las máquinas. Barlennan localizó al intérprete entre los primeros, como de costumbre; había pasado buena parte del tiempo hablando con los marineros. Les había dicho quién era, como se esperaba, y los había interrogado acerca de la capacidad de vuelo de su propia gente. Los marineros habían cumplido su parte de la farsa con respuestas evasivas que «accidentalmente» revelaban gran conocimiento de la aerodinámica. Naturalmente, no le indicaron que tales conocimientos eran recientes ni mencionaron su origen. A estas alturas, Barlennan estaba seguro de que los isleños, o al menos su representante oficial, creían que su pueblo era capaz de volar.

— Parece que esto es todo lo que puedo dar o tomar — dijo, captando la atención de Reejaaren —. Creo que hemos pagado los aranceles necesarios. ¿Podemos partir?

— Muy bien. Sois libres de marcharos. Sin duda os encontraréis con algunos de nosotros en vuestros viajes. En ocasiones, yo mismo viajo al sur. Cuidado con las tormentas.

El intérprete, viva imagen de la cordialidad, echó a andar colina arriba.

— Quizá nos veamos en la costa — añadió, mirando hacia atrás —. El fiordo donde desembarcasteis se puede perfeccionar como puerto y deseo inspeccionarlo.

Y, tras este comentario, reanudó la marcha hacia los planeadores.

Barlennan se volvió hacia la nave. Estaba a punto de ordenar que se reiniciara el viaje río abajo — habían cargado las mercancías apenas las compraron—, cuando advirtió que las estacas lanzadas por los planeadores aún bloqueaban el camino. Iba a llamar al isleño para pedir que las extrajeran, pero lo pensó mejor. No estaba en posición de exigir nada, y Reejaaren sin duda se daría aires de superioridad si se lo pedía. Los tripulantes del Bree cavarían para superar el problema. Una vez a bordo, impartió una orden en este sentido, y los marineros reunieron de nuevo una cuadrilla; pero Dondragmer les interrumpió.

— Me alegra ver que no perdí el tiempo con mi proyecto — dijo.

— ¿Qué? — preguntó el capitán —. Sabía que andabas tramando algo durante estos últimos cuarenta o cincuenta días, pero estaba demasiado atareado para averiguar que.

Pudimos encargarnos del trueque sin ti. ¿Qué estabas haciendo?

— Fue una idea que se me ocurrió cuando quedamos apresados aquí; la tuve cuando hablaste con los Voladores sobre una máquina que extrajera las estacas. Luego les pregunté si había una máquina de ese tipo que no nos resultara demasiado complicada de entender, y, tras reflexionar, uno de ellos me dijo que si. Me indicó como fabricarla, y eso estuve haciendo. Si armamos un trípode junto a una de las estacas, veré como funciona.

— Pero, ¿qué máquina es ésa? Creía que todas las máquinas del Volador estaban hechas de metal, y que no podíamos manufacturarlas porque para ser duras necesitan mucho calor.

— Se trata de esto.

El piloto exhibió dos objetos en los que había estado trabajando. Uno era simplemente una polea de diseño elemental, muy ancha y provista de un gancho. El otro era similar, pero el doble de grande, con dientes que se proyectaban desde la circunferencia de ambas ruedas. Las ruedas estaban talladas a partir de bloques sólidos de madera dura y unidas. Al igual que la primera polea, la segunda estaba equipada con un gancho. Una correa de cuero trenzado rodeaba el borde de ambas ruedas; presentaba una serie de agujeros que concordaban con los dientes, y sus puntas se enganchaban formando un doble rizo continuo. El artilugio no tenía sentido para los mesklinitas, que no entendían como funcionaba; de hecho, dudaban que funcionara. Dondragmer lo llevó frente a una de las radios y lo depositó en cubierta.

— ¿Ahora está correctamente ensamblado? — preguntó.

— Si, funcionará si la correa tiene aguante — fue la respuesta —. Debes colocar el gancho de la polea simple en la estaca que deseas extraer; sin duda tendréis métodos para hacer eso con cuerdas. Hay que sujetar la otra polea a la punta superior del trípode. Ya te he dicho como proceder a continuación.

Los tripulantes se dirigieron hacia el grupo original de estacas, pero Barlennan les ordenó esperar.

— No hay tantas estacas en el canal que estábamos cavando, Dondragmer. ¿Explicó el Volador cuánto tardaríamos en extraerlas con ese aparato?

— No estaba seguro, pues no sabía a que profundidad están clavadas ni con que rapidez sabríamos operar. Pero calculó un día por estaca, menos de lo que tardaríamos en cavar.

— No lo suficiente como para que no ganemos tiempo si algunos terminan el canal mientras otros extraen las estacas. Por cierto, ¿esa cosa tiene nombre?

— El la llamó cabria diferencial. La segunda palabra es bien clara, pero no sé cómo traducir la primera. Para mi es solo un ruido.

— Lo mismo digo, pero así se llamará. Pongamos manos a la obra; tu cuadrilla a la cabria, y la mía, al canal.

Los tripulantes emprendieron la tarea con entusiasmo.

El canal quedó terminado primero, pues pronto fue evidente que la mayoría de los tripulantes quedarían libres para excavar; dos marineros, turnándose en la cabria a intervalos de pocos minutos, fueron suficientes para arrancar las astas de lanza del duro suelo. Para satisfacción de Barlennan, las puntas también salían, de modo que cuando se completó la operación, contaba con ocho lanzas de aspecto muy eficaz. Su pueblo hacía pocos trabajos en piedra, y las cabezas de cuarzo le resultaban muy valiosas.

Una vez superado ese obstáculo, la distancia hasta el lago era relativamente corta; y allí se detuvieron para ensamblar el Bree. Lo hicieron deprisa — los tripulantes eran expertos en esa labor—, y una vez más la nave flotó en aguas relativamente profundas.

Los terrícolas soltaron un suspiro de alivio. Sin embargo, esa reacción resultó ser prematura.

Los planeadores habían sobrevolado la zona durante el trayecto hasta el lago. Si a sus tripulantes les había sorprendido el método utilizado para extraer las lanzas, no habían dado indicios de ello. Desde luego, Barlennan esperaba que lo hubieran visto y hubiesen añadido la información a la lista de los logros superiores a los de su propio pueblo. No le sorprendió ver varios planeadores en la playa, cerca de la boca del fiordo, y ordenó al timonel que virara hacia la costa. Al menos los isleños notarían que había recobrado las lanzas intactas.

Reejaaren fue el primero en saludarlos cuando el Bree ancló a pocos metros de la costa.

— Conque tu nave ya está en condiciones de hacerse a la mar, ¿eh? Si yo estuviera en tu lugar, procuraría afrontar las tormentas a gran distancia de tierra.

— Correcto — convino Barlennan —. Cuando se surca un mar desconocido, lo importante es saber a que atenerse en ese sentido, Tal vez quieras decirnos la disposición de las tierras en este mar. O quizá tengas mapas que nos puedas ofrecer. Debí pensar en pedírtelo antes.

— Nuestros mapas de estas islas son secretos — replicó el intérprete —. Sin embargo, estarás fuera del archipiélago dentro de cuarenta o cincuenta días, y luego no habrá tierras durante miles de días de navegación hacia el sur. Ignoro la velocidad de tu nave, así que no sé cuánto tardarás. La mayoría de las tierras son islas, pero luego la costa de las tierras que cruzaste vira hacia el este, y… — utilizó una expresión que aludía a una lectura de la balanza de resorte y que correspondía a unas cuarenta y cinco gravedades terrícolas de latitud —. Podría hablarte de muchos pueblos de esa costa, pero me llevaría demasiado tiempo. Lo resumiré diciendo que prefieren comerciar a luchar…, aunque sin duda harán lo posible para no pagar lo que adquieran.

— ¿Alguno de ellos sospechará que somos espías? — preguntó Barlennan de buen talante.

— Ese riesgo existe, aunque tienen pocos secretos dignos de robarse. Probablemente traten de robarte los tuyos, sí intuyen que tienes alguno. Te aconsejo que no menciones el tema del vuelo mientras estás allá.

— No pensábamos hacerlo — le aseguró Barlennan, ocultando su satisfacción —. Te agradecemos los consejos y la información.

Dio órdenes de izar el ancla, y por primera vez Reejaaren reparó en la canoa, que ahora navegaba nuevamente al final de la cuerda, cargada de alimentos.

— Debí reparar antes en eso — dijo el intérprete —. Entonces no habría dudado que venías del sur. ¿Cómo obtuviste eso de los nativos?

Al responder a esta pregunta, Barlennan cometió su primer gran error en sus tratos con el isleño.

— Oh, la trajimos con nosotros. A menudo las llevamos para acarrear provisiones adicionales. Notarás que, por su forma, es fácil de remolcar.

Había aprendido estas nociones elementales de aerodinámica de Lackland, poco después de adquirir la canoa.

— Oh, ¿conque también manufacturáis esas naves en vuestro país? — preguntó el intérprete con curiosidad —. ¡Qué interesante! Nunca vi una en el sur. ¿Puedo examinarla, o no tienes tiempo? Nosotros nunca nos molestamos en usarlas.

Barlennan titubeó, sospechando que esta ultima afirmación era una maniobra muy similar a las que él empleaba; pero no veía razones para negarse, pues Reejaaren no podía averiguar más mirando de cerca que mirando desde donde estaba. A fin de cuentas, lo importante era la forma de la canoa, y cualquiera podía verla. Ordenó que el Bree se aproximara a la costa, jaló la canoa con la cuerda de remolque y la impulso hacía el isleño.

Reejaaren se sumergió en la bahía y nadó hasta la pequeña embarcación cuando ésta encalló. Arqueo la parte superior del cuerpo para mirar dentro de la canoa; sus potentes brazos con pinzas palparon los costados. Eran de madera común, y cedían ante la presión; de pronto, el isleño emitió un ronquido de alarma que puso en alerta a los cuatro planeadores que sobrevolaban el Bree y a las fuerzas de tierra.

— ¡Espías! — gritó —. Trae tu nave a tierra, Barlennan…, si ése es tu verdadero nombre.

¡Eres un buen mentiroso, pero esta vez tus mentiras te llevarán a la cárcel!