Durante sus años de formación, a menudo le habían dicho a Barlennan que algún día su lengua lo metería en mas apuros de los que podría sacarlo. A lo largo de su carrera, esta predicción había estado a punto de cumplirse varias veces, y en cada ocasión él se prometía cerrar el pico en el futuro. Lo mismo le sucedía ahora, y para colmo le contrariaba no saber cómo había delatado su mendacidad ante el isleño. Tampoco tenía tiempo para teorizar sobre ello; era preciso actuar, y cuanto antes mejor. Reejaaren ya había aullado ordenes a los planeadores, en el sentido de que clavaran el Bree al fondo si intentaba navegar hacia mar abierto, y las catapultas de la costa lanzaban mas máquinas para reforzar a las que estaban en el aire. El viento del mar se elevaba en cuanto chocaba contra la otra pared del fiordo, así que las máquinas podían permanecer en el aire el tiempo necesario. Los terrícolas habían indicado a Barlennan que quizá no pudieran elevarse a la altura necesaria para arrojar proyectiles cuando los sorprendieran las ráfagas ascendentes provocadas por las olas del mar abierto, pero el mar abierto aún estaba a mucha distancia. Barlennan ya había tenido oportunidad de observar la precisión de aquellas lanzas, y desechó la idea de salvar su nave mediante maniobras evasivas.

Como a menudo ocurría, alguien decidió actuar mientras Barlennan meditaba que hacer. Dondragmer cogió la ballesta que les había dado Reejaaren, insertó una flecha y amartilló el arma con una celeridad que demostraba que no había pasado todo el tiempo enfrascado en su proyecto de la cabria. Apuntando el arma hacia la costa, la apoyó en el soporte y dirigió la punta hacia el intérprete.

— Alto, Reejaaren. Te has equivocado de dirección.

El isleño se detuvo, el cuerpo goteante, y se volvió hacia la nave para ver a que se refería el piloto. Lo vio con suma claridad, pero titubeó un instante.

— Si quieres suponer que erraré porque nunca he manejado una de estas armas, inténtalo. Me gustaría averiguarlo. Sí no vienes ahora mismo hacia aquí, será como si hubieras intentado escapar. ¡Muévete!

Ladró la palabra con una brusquedad que ayudó al intérprete a superar su indecisión.

Al parecer, no estaba seguro de la ineptitud del piloto; dio media vuelta, se sumergió en el agua y nadó hacia el Bree.

Trepó a bordo, temblando de furia y temor.

— ¿Creéis que esto os salvará? — preguntó —. Simplemente habéis empeorado la situación. Los planeadores atacarán si intentáis moveros, esté yo a bordo o no.

— Les ordenarás que no lo hagan.

— No obedecerán ninguna orden que les dé mientras estoy en vuestras manos; deberíais saberlo si tenéis una fuerza de combatientes.

— Nunca tuve mucho que ver con soldados — respondió Barlennan. Había recobrado la iniciativa, como ocurría habitualmente cuando las cosas tomaban un rumbo definido —. Sin embargo, por ahora te creeré. Tendremos que retenerte hasta que lleguemos a un entendimiento acerca de esta descabellada propuesta de que regresemos a la costa. A menos que podamos encargarnos, entretanto, de esos planeadores. Es una lástima que no hayamos traído armamento más moderno a esta zona tan atrasada.

— Olvida tus embustes — replicó el cautivo —. Sois iguales al resto de los salvajes del sur.

Admito que nos engañasteis por un tiempo, pero hace un instante te delataste.

— ¿Y que dije para que pensaras que yo mentía?

— No veo razones para contártelo. El hecho de que no lo sepas demuestra que tengo razón. Habría sido mejor para ti si no nos hubieras engañado tan bien; entonces habríamos sido más cautos con los datos secretos, y no habrías aprendido lo suficiente como para hacer necesaria tu eliminación.

— Y si no hubieras hecho ese comentario, quizá nos habrías persuadido de rendirnos — intervino Dondragmer—, aunque admito que no es probable. Capitán, apuesto a que tu revelación se relaciona con eso que te he comentado todo el tiempo. Pero es demasiado tarde para remediarlo. El asunto ahora es como librarnos de esos irritantes planeadores; no veo ninguna nave de superficie, y los efectivos terrestres solo cuentan con las ballestas de los planeadores que estaban en tierra. Supongo que dejarán la situación a los planeadores, por el momento. — Paso a hablar en inglés —. ¿Recuerdas algo que hayan dicho los Voladores que nos ayude a desembarazarnos de esas molestas máquinas?

Barlennan mencionó sus probables limitaciones de altitud en mar abierto, pero eso no les ayudaba por el momento.

— Podríamos utilizar la ballesta.

Barlennan hizo esta sugerencia en su propio idioma, y Reejaaren se burló abiertamente. Krendoranic, oficial de municiones del Bree, que había escuchado tan atentamente como el resto de la tripulación, no lo tomó a la ligera.

— Hagámoslo — exclamó —. Hay algo que deseo probar desde que estuvimos en esa aldea del río.

— ¿Qué?

— No querrás que lo diga en presencia de nuestro amigo. Pero te haré una demostración si así lo deseas.

Barlennan titubeó un instante y luego asintió.

Barlennan parecía un poco preocupado cuando Krendoranic abrió uno de los armarios de municiones, pero el oficial sabía qué estaba haciendo. Extrajo un pequeño bulto envuelto en un material que lo protegía contra la luz, demostrando así a qué se había dedicado por la noche desde que habían abandonado la aldea de los moradores del río.

Cogió el bulto y lo sujetó con firmeza a una de las flechas de la ballesta, rodeando el asta y el bulto con una capa de tela para que ambos extremos quedaran amarrados con firmeza. Luego calzó el proyectil en el arma. Siendo oficial de municiones, se había familiarizado con la ballesta durante el breve trayecto río abajo y el ensamblaje del Bree, y no tenía dudas de que podía acertarle a un blanco fijo a razonable distancia; no estaba tan seguro de los objetos móviles, pero al menos los planeadores solo podían virar rápidamente si se inclinaban de golpe, y eso le serviría de advertencia.

Lanzó una orden, y uno de los marineros que se encargaba del lanzallamas se acercó con el artefacto de ignición y esperó. Luego, para fastidio de los terrícolas, se arrastró hasta la radio más próxima y apoyó en ella el soporte de la ballesta para afirmarse y alzar el arma. Eso impidió a los seres humanos ver qué sucedía.

Los planeadores aún revoloteaban a baja altura, a unos quince metros de la bahía, y por momentos sobrevolaban directamente el Bree como preparándose para lanzar sus proyectiles; incluso un tirador menos experimentado que el oficial de municiones hubiera dado en el blanco. Cuando una de las máquinas se aproximó, dio una orden al asistente y apuntó hacia el aparato. En cuanto estuvo seguro, dio otra orden y el asistente encendió el bulto que estaba sujetó a la flecha. En cuanto brotaron las llamas, las pinzas de Krendoranic se cerraron sobre el gatillo y una estela de humo indicó la trayectoria del proyectil.

Krendoranic y su asistente se agacharon y rodaron hacia el viento para apartarse del humo; los marineros situados a sotavento brincaron a ambos lados. Cuando se sintieron a salvo, la acción aérea casi había concluido.

La flecha había estado a punto de errar el blanco, pues el tirador había subestimado la velocidad. Había dado en la popa del fuselaje principal, y el paquete de polvo de cloro ardía ferozmente. La nube de llamas se propagaba por la parte trasera del planeador, dejando una estela de humo que las otras máquinas no intentaron eludir. La tripulación de la nave averiada escapó a los efectos del vapor, pero en cuestión de segundos los controles de cola se incendiaron. El planeador se precipitó hacia la playa y los tripulantes saltaron poco antes del impacto. Las dos naves que seguían el humo también perdieron el control, ya que el cloruro de hidrógeno incapacitó al personal, y ambas cayeron en la bahía. Fue uno de los disparos antiaéreos más memorables de la historia.

Barlennan no esperó a que cayera la última víctima, sino que ordenó izar las velas. El viento era desfavorable pero, teniendo en cuenta que había profundidad suficiente para las orzas, comenzó a maniobrar para salir del fiordo. Por un instante pareció que los efectivos terrestres apuntarían sus ballestas contra la nave, pero Krendoranic había armado otro de sus temibles proyectiles y lo apuntaba hacia la playa, y la mera amenaza les hizo darse a la fuga. Corrían contra el viento, pues en general eran seres sensatos.

Reejaaren había observado en silencio, pero su actitud corporal denotaba gran consternación. Aún había planeadores en el aire, y algunos se elevaban como para intentar un ataque desde mayor altura. Sin embargo, Reejaaren sabía perfectamente que el Bree estaba a salvo, por muy diestros que fueran los pilotos. Uno de los planeadores intentó atacar desde una distancia de treinta metros, pero otra estela de humo le tapó la visibilidad. No hubo mas intentos. Las máquinas revolotearon en amplios círculos y a gran distancia, mientras el Bree continuaba por el fiordo hacia el mar.

— ¿Qué cuernos ha sucedido, Barl? — Lackland, incapaz de contenerse, decidió que era seguro hablar mientras la muchedumbre de la costa se alejaba —. No hablé por temor de que las radios arruinaran tus planes, pero, por favor, cuéntanos que has hecho.

Barlennan resumió los acontecimientos de los últimos cien días, detallando las conversaciones que sus observadores no habían podido seguir. El relato ocupó los minutos de oscuridad; al amanecer, la nave se encontraba en la desembocadura del fiordo. El intérprete había escuchado con alarmada aflicción la conversación entre el capitán y la radio; suponía, como era lógico, que el primero comunicaba los resultados de sus actividades de espionaje a sus superiores, aunque no lograba imaginar cómo lo hacía. Con el amanecer, pidió que lo dejaran en tierra en un tono muy distinto del que había empleado hasta entonces; y Barlennan, apiadándose de una criatura que quizá nunca hubiera pedido un favor en su vida a un miembro de otra nación, lo dejó a cincuenta metros de la playa. Lackland vio que el isleño se zambullía con alivio; conocía bien a Barlennan, pero no sabía que decisión adoptaría en tales circunstancias.

— Barl — dijo, al cabo de unos instantes de silencio —. ¿Crees que podrás evitar problemas durante unas semanas, hasta que aquí recobremos la compostura y la calma? Cada vez que se detiene el Bree, en esta luna todos envejecemos diez años.

— ¿Y quién me metió en problemas? — replicó el mesklinita —. Si no me hubieras aconsejado que me refugiara de esa tormenta, que a fin de cuentas habría afrontado mejor en mar abierto, jamás me hubiera topado con los fabricantes de planeadores. Pero no diré que lo lamento; aprendí mucho, y sé que al menos algunos de tus amigos no se habrían perdido el espectáculo. Desde mi punto de vista, este viaje ha sido monótono hasta ahora; los pocos encuentros que tuvimos concluyeron apaciblemente y con pingües ganancias.

— ¿Qué te gusta mas? ¿La aventura o el lucro?

— Bien, no lo sé. En ocasiones me meto en aprietos porque algo parece interesante; pero soy mucho más feliz si al final obtengo ganancias.

— Entonces, concéntrate en lo que ganarás en este viaje. Tal vez te ayude saber que reuniremos cien o mil cargas de esas especias que acabas de trocar y las almacenaremos en el sitio donde el Bree pasó el invierno; seguiría siendo un buen trato para nosotros, siempre que obtengas la información que necesitamos.

— Gracias, pero espero ganar lo suficiente por mi mismo. De lo contrario, me quitarías toda la diversión.

— Temía que te lo tomaras así. De acuerdo, no puedo darte órdenes; pero, por favor, recuerda cuánto significa para nosotros.

Barlennan asintió, con cierta sinceridad, y se encaminó nuevamente hacia el sur, Durante algunos días la isla siguió visible a popa, y a menudo tuvieron que cambiar de rumbo para eludir otras. En varias ocasiones vieron planeadores revoloteando sobre las olas, pero siempre eludían a la nave. Evidentemente, las noticias se propagaban con rapidez entre aquellas gentes. Por fin, la última extensión de tierra se perdió tras el horizonte, y los seres humanos vieron que no había ninguna mas delante. Como el tiempo estaba despejado, podían obtener nuevamente buenas fotos. A la latitud de cuarenta gravedades dirigieron la nave hacia el sureste para evitar la masa de tierra que, según Reejaaren, viraba hacia el este. La nave, en realidad, estaba navegando por un pasaje relativamente angosto entre dos grandes mares, pero al mismo tiempo demasiado ancho para que se notara desde el barco.

Se habían internado en el nuevo mar cuando sufrieron un pequeño accidente. A sesenta gravedades, la canoa, que aún los seguía al extremo de la línea de remolque, comenzó a hundirse. Mientras Dondragmer ponía cara de «te lo advertí» y guardaba silencio, jalaron la embarcación hasta la popa de la nave para examinarla. Había mucho metano en el fondo, pero, cuando la descargaron y la subieron a bordo, no hallaron ninguna filtración. Barlennan llego a la conclusión de que era culpa de la espuma, aunque el líquido era mucho mas claro que el océano. Echó la canoa al mar con su carga, pero asignó a un marinero la tarea de inspeccionarla cada varios días y achicar si era necesario.

La situación llego al clímax a doscientas gravedades, cuando ya habían efectuado mas de un tercio de la travesía marítima. Los minutos de luz diurna eran más largos con el avance de la primavera. El Bree se alejaba cada vez mas del sol y los marineros se distendían. Así pues, el individuo que vigilaba la canoa no estaba muy atento cuando la acercó a las balsas de popa y subió a bordo de la embarcación. No obstante, se despabiló enseguida, pues la canoa se ladeó y la madera esponjosa de los flancos comenzó a ceder. Al ceder los flancos, la canoa se hundió un poco, y los flancos continuaron cediendo y la canoa hundiéndose…

Como toda reacción de realimentación, esta concluyó en un tiempo muy breve. El marinero apenas tuvo tiempo de notar que el flanco de la canoa presionaba hacia dentro, cuando la embarcación se hundió y desapareció la presión externa. Buena parte del cargamento era más denso que el metano, e impidió el naufragio de la canoa, pero el marinero se encontró nadando en lugar de estar montado en algo. La canoa frenó, tirando de la cuerda y aminorando la marcha del Bree con una sacudida que puso alerta a toda la tripulación.

El marinero se encaramo al Bree y explicó lo que había ocurrido. Todos los tripulantes desocupados se precipitaron a popa, y pronto alzaron la cuerda con la canoa anegada.

Con algún esfuerzo, izaron a bordo la canoa y el cargamento bien amarrado, y enfocaron una de las radios hacia la escena. El objeto no fue muy revelador; la tremenda flexibilidad de la madera le había permitido recobrarse totalmente de su achatamiento, y la canoa había recuperado su forma original, sin presentar filtraciones. Confirmaron este hecho cuando la descargaron una vez mas. Lackland le echo un vistazo y no ofreció ninguna explicación.

— Solo contadme que sucedió, que vieron todos los testigos.

Los mesklinitas obedecieron, y Barlennan tradujo la historia del tripulante involucrado y de los pocos que habían visto los detalles. El primero fue, por supuesto, quien comunicó los datos más relevantes.

— ¡Cielo santo! — mascullo Lackland —. ¿De que sirve ir a la escuela secundaria si no recuerdas lo que aprendiste cuando lo necesitas? La presión en un líquido corresponde al peso del líquido que esta por encima del punto en cuestión, e incluso el metano pesa demasiado bajo doscientas gravedades. Además, esa madera no es mucho más gruesa que el papel. Es un milagro que haya resistido tanto.

Barlennan interrumpió este críptico monologo requiriendo información.

Lo principal era que cualquier objeto flotante debía tener una parte bajo la superficie, y que tarde o temprano esa parte se hundiría si era hueca. Barlennan evitó la mirada de Dondragmer durante la conversación con Lackland y no sintió ningún consuelo cuando el piloto señaló que por eso Reejaaren había descubierto su mentira. ¡Era imposible que su gente utilizara naves huecas! Los isleños ya sabían que esas naves resultaban inservibles en el lejano sur. Estibaron en cubierta la carga que llevaban en la canoa, y el viaje continuó. Barlennan no se decidía a despedirse de aquella navecilla inservible, a pesar de que ocupaba bastante espacio. Finalmente, disimuló su inutilidad atiborrándola de alimentos que no se podrían haber apilado a tanta altura sin los flancos de la canoa para retenerlos. Dondragmer señaló que reducían la flexibilidad de la nave al incrementar su longitud en dos balsas, pero el capitán decidió no preocuparse por ello.

Transcurrió el tiempo, cientos y miles de días. Para los mesklinitas, longevos por naturaleza, este transcurso significaba poco; para los terrícolas, en cambio, el viaje se volvía cada vez más tedioso, una parte mas de la rutina cotidiana. Observaban y charlaban con el capitán mientras la línea se alargaba despacio sobre el globo; medían y calculaban para determinar la posición y el curso mas indicado cuando él lo solicitaba; enseñaban inglés o trataban de aprender el idioma mesklinita de los marineros, que a veces también se aburrían. En síntesis, aguardaron, trabajaron y mataron el tiempo durante cuatro meses terrícolas, es decir, nueve mil cuatrocientos y pico días mesklinitas.

La gravedad aumentó, pasando de ciento noventa en la latitud donde se había hundido la canoa a cuatrocientos, seiscientos y más, como indicaba la balanza de resorte que era el medidor de latitud del Bree. Los días se alargaban y las noches se acortaban, hasta que al fin el sol recorrió totalmente el cielo sin tocar el horizonte, aunque se sumergía un poco en el sur. El propio sol parecía haberse encogido, y los hombres se habían habituado a el durante el breve período del perihelio de Mesklin. El horizonte, visto desde la cubierta del Bree a través de los visores, estaba siempre por encima de la nave, tal como Barlennan le había explicado pacientemente a Lackland meses antes. Ahora, el capitán escuchaba con tolerancia a los humanos cuando estos le aseguraban que se trataba de una ilusión óptica. La tierra, que por fin apareció delante, también estaba por encima de ellos. ¿Cómo podía una ilusión ser correcta? La tierra estaba de veras allí. Esto se demostró cuando llegaron a ella; pues llegaron, en efecto, a la boca de una ancha bahía que se prolongaba tres mil kilómetros hacia el sur, la mitad de la distancia restante hasta el cohete varado.

Navegaron bahía arriba, mas despacio a medida que se estrechaba hasta alcanzar las dimensiones de un simple estuario y los obligaba a maniobrar en vez de buscar vientos favorables con ayuda del Volador. Finalmente llegaron al río. Lo remontaron sin utilizar la vela, excepto en ciertos tramos favorables, pues la corriente, actuando contra el frente plano de las balsas, era más de lo que las velas podían soportar, dada la anchura del río.

En cambio, cuadrillas con cuerdas jalaban desde la costa, ya que, en esa gravedad, incluso un solo mesklinita podía ejercer bastante tracción. El tiempo continuó transcurriendo mientras los terrícolas superaban el tedio y la tensión crecía en la estación de Toorey. La meta estaba casi a la vista, y había muchas esperanzas.

Pero sufrieron una decepción, al igual que meses antes cuando el tanque de Lackland llego al final de su viaje. La razón era muy similar; pero esta vez el Bree y sus tripulantes estaban al pie de un risco, no en la cima. El risco tenía cien metros de altura, no veinte; y a setecientas gravedades, escalar, saltar y otros medios rápidos de locomoción que tan cómodos resultaban en el distante Borde, quedaban fuera del alcance de los vigorosos y pequeños monstruos que tripulaban la nave.

El cohete estaba a ochenta kilómetros de distancia horizontal. Pero verticalmente, esto equivalía, para un ser humano, a un ascenso de casi cincuenta kilómetros por un muro de roca vertical.