La bahía en cuya costa sur estaba encallado el Bree era un pequeño estuario de unos treinta kilómetros de largo y tres de ancho en la desembocadura. Se abría desde la costa sur de un golfo más grande, de forma similar y cuatrocientos kilómetros de largo, que a la vez era una ramificación de un ancho mar que se extendía hacia el hemisferio boreal, fundiéndose con el casquete polar permanentemente congelado. Las tres masas líquidas se extendían hacia el este y el oeste, y las más pequeñas estaban separadas de las más grandes, en el norte, por penínsulas relativamente angostas. La posición de la nave era mejor de lo que Barlennan había creído, pues las penínsulas la resguardaban de las tormentas del norte. Veinticinco kilómetros al oeste, sin embargo, desaparecía la protección de los cabos más próximos; Barlennan y Lackland podían apreciar lo que incluso esa franja angosta les había ocultado. El capitán estaba nuevamente encaramado en el tanque, esta vez con una radio al lado.
A la derecha se extendía el mar hasta el lejano horizonte, más allá del cabo que custodiaba la bahía. Detrás tenían una playa similar a aquella donde yacía la nave: un declive de arena suave tachonada con esa vegetación negra de ramas nudosas que cubría buena parte de Mesklin. Delante, la vegetación escaseaba. Aquí el declive era aún más suave y la franja de arena se ensanchaba. No estaba totalmente desnuda, aunque tampoco había plantas de raíces profundas, sino oscuros e inmóviles vestigios de la tormenta reciente que cubrían esa extensión erosionada por el oleaje.
Se distinguían vastas y enmarañadas masas de algas, o de plantas que habrían podido recibir ese nombre sin necesidad de realizar un gran esfuerzo imaginativo, así como cuerpos de animales marinos, algunos de los cuales eran aún más vastos. Lackland estaba un poco sorprendido, no por el tamaño de las criaturas, pues supuestamente recibían soporte vital del líquido donde flotaban, sino por la distancia a que se encontraban de la costa. Una mole monstruosa yacía desparramada un kilómetro tierra adentro; el terrícola comenzó a comprender de qué eran capaces los vientos de Mesklin, aun en esa gravedad.
— Barlennan, ¿qué le ocurriría a tu nave si esas olas la alcanzaran?
— Eso depende del tipo de ola y de nuestra posición. En mar abierto, cabalgaríamos sobre ellas sin problemas; con el Bree encallado, no quedaría nada. Ignoraba la altura que podían alcanzar las olas tan cerca del Borde; claro que…, ahora que lo pienso, tal vez incluso las más altas sean relativamente inofensivas, dada la falta de peso.
— Me temo que no es sólo el peso lo que cuenta. Tal vez tu primera impresión era la acertada.
— Eso pensaba cuando me refugié detrás de aquel cabo para pasar el invierno. Admito que no tenía ni idea del tamaño que las olas podían alcanzar en esta región. No es sorprendente que los exploradores desaparezcan con cierta frecuencia en estas latitudes.
— Y eso no es lo peor. Aquel segundo cabo, que es bastante montañoso por lo que recuerdo de las fotos, protege toda esta franja.
— ¿Segundo cabo? No conocía su existencia. ¿Quieres decir que lo que se ve más allá de aquella península no es más que otra bahía?
— Correcto. Olvidé que habitualmente navegáis con tierra a la vista. Bordeaste la costa desde el oeste para llegar hasta aquí, ¿verdad?
— Sí. Estos mares son casi totalmente desconocidos. Esta línea costera se extiende cinco mil kilómetros en dirección hacia el oeste, como ya debes saber…, ahora empiezo a apreciar lo que significa mirar las cosas desde arriba…, y luego se curva gradualmente hacia el sur. No es demasiado regular; hay un sitio desde donde puedes dirigirte hacia el este durante tres mil kilómetros, pero supongo que la distancia en línea recta que te llevaría al punto opuesto a mi puerto de origen está veinticinco mil kilómetros al sur…, un buen trecho por la costa, por cierto. Luego, dos mil kilómetros por mar abierto hacia el oeste me llevarían a casa. Allí, las aguas son bien conocidas, y cualquier marino puede surcarlas sin más riesgos que los habituales.
Mientras hablaban, el tanque se alejaba del mar en dirección a la monstruosa mole arrojada por la reciente tormenta. Lackland deseaba examinarla con detalle, pues hasta ahora no había visto casi nada de la fauna mesklinita. Barlennan también estaba dispuesto. Había visto muchos de los monstruos que pululaban por los mares donde había navegado toda la vida, pero no recordaba esa criatura.
La forma no resultó muy sorprendente para ninguno de los dos. Podría haber sido una ballena muy aerodinámica o una rechoncha serpiente marina. El terrícola recordó el zeuglodonte que había surcado los mares de su mundo natal hacía treinta millones de años. Sin embargo, ninguna de las criaturas que habían vivido en la Tierra y dejado fósiles para que los hombres los estudiaran había alcanzado el tamaño de esa cosa.
Cubría doscientos metros de aquel suelo arenoso. Aparentemente, en vida el cuerpo había sido cilíndrico y de más de veinte metros de diámetro. Ahora, privado del soporte líquido donde había vivido, parecía una figura de cera abandonada largo, tiempo bajo el ardiente sol.
— ¿Qué haces cuando te topas con una cosa semejante en alta mar? — le preguntó a Barlennan.
— Ni idea — replicó el mesklinita —. Rara vez me he encontrado con una criatura así.
Habitualmente se quedan en los mares profundos y permanentes; sólo una vez vi una en la superficie, y unas cuatro encalladas como ésta. No sé qué comen, pero al parecer lo encuentran muy por debajo de la superficie. Nunca oí hablar de que atacaran una nave.
— Quizá nunca lo oigas — señaló Lackland—, Me cuesta imaginar supervivientes en una situación así. Si esta cosa se alimenta como algunas ballenas de mi mundo, engulliría una de tus naves sin darse cuenta. — Puso en marcha el tanque y lo condujo hacia lo que parecía la cabeza del enorme cuerpo —. Echemos un vistazo a la boca para averiguarlo.
La criatura tenía boca y una especie de cráneo pero éste se encontraba aplastado bajo su propio peso. Los restos, sin embargo, bastaban para corregir las conjeturas de Lackland en cuanto a sus hábitos alimenticios: con aquellos dientes, sólo podía ser carnívora. Al principio, el hombre no los reconoció como dientes; solo el hecho de que estuvieran situados en un lugar donde no podían ser costillas le reveló la verdad.
— Estás a salvo, Barlennan — dijo al fin —. A esta criatura no se le ocurriría atacarte. Una nave como la tuya no merecería el esfuerzo, por lo que a su apetito concierne. Dudo que le interesara nada que fuera inferior a cien veces el tamaño del Bree.
— Debe de haber mucha carne nadando en los mares profundos — repuso reflexivamente el mesklinita—, pero no creo que le sirva de mucho a nadie.
— Así es. Por cierto, ¿qué quisiste decir al hablar de mares permanentes? ¿Qué otros mares hay?
— Me refería a las zonas que ya son océano antes del comienzo de las tormentas invernales. El nivel del mar sube a principios de primavera, al final de las tormentas, que han llenado los lechos oceánicos durante el invierno. El resto del año, éstos bajan de nuevo de nivel. Aquí, en el Borde, donde las líneas costeras son tan abruptas, no hay mucha diferencia; pero en los lugares donde el peso es normal, la línea costera puede oscilar de trescientos a tres mil kilómetros entre primavera y otoño.
Lackland soltó un silbido.
— Barl, voy a salir de esta caja de hojalata. Estoy deseando tomar muestras de tejido de una criatura de Mesklin desde que descubrimos que existían, pero no podía arrancártela a ti. ¿La carne de esta criatura habrá cambiado mucho desde que murió? Supongo que tendrás una idea.
— Aún sería comestible para nosotros, aunque, por lo que me has dicho, tú no podrías digerirla. La carne se vuelve venenosa al cabo de varios cientos de días, a menos que la seques o la conserves de otra manera, y durante ese tiempo el sabor cambia gradualmente. Si quieres, tomaré una muestra.
Sin esperar respuesta ni mirar a su alrededor para asegurarse de que ninguno de sus tripulantes hubiera ido en esa dirección, Barlennan se lanzó desde el techo del tanque hacia la vasta mole. Calculó mal y sobrevoló el enorme cuerpo; por un instante, sintió un retortijón de pánico, pero logró dominarse antes de aterrizar al otro lado. Saltó de nuevo, calculando mejor esta vez, y aguardó mientras Lackland abría la portezuela del vehículo para salir. El tanque no tenía cámara de presión; el hombre, que seguía llevando puesta la escafandra, había permitido la entrada de la atmósfera mesklinita en el tanque después de ajustarse el casco. Un tenue remolino de cristales blancos lo siguió afuera: hielo y bióxido de carbono, producidos por el aire terrestre del interior al congelarse en la cruda temperatura de Mesklin. Barlennan no tenía sentido del olfato, pero sintió una quemazón en los poros respiratorios cuando lo alcanzó una vaharada de oxígeno que le hizo dar un salto atrás. Lackland comprendió por qué y pidió disculpas por no haberle advertido.
— No pasa nada — respondió el capitán —. Tendría que haberlo previsto. Tuve la misma sensación una vez, cuando saliste de la Colina donde vives, y ya me habías dicho que el oxígeno que respiráis es diferente de nuestro hidrógeno… ¿Recuerdas? Cuando estaba aprendiendo tu idioma.
— Supongo que sí. De todas formas, no puedo esperar que una persona que está habituada a otro mundo y otra atmósfera lo tenga presente todo el tiempo. Fue culpa mía.
Se diría que no has sufrido daño alguno; sin embargo, mis escasos conocimientos de la química biológica de Mesklin no me permitían saber qué efecto tendría. Por eso quiero muestras de la carne de esta criatura.
Lackland llevaba varios utensilios en un morral del exterior de la escafandra; mientras buscaba algunos con los guanteletes de presión, Barlennan cogió la primera muestra.
Cuatro pares de pinzas arrancaron una porción de piel y tejido subcutáneo y se la acercaron a la boca; Barlennan mascó reflexivamente unos instantes.
— No está nada mal — comentó al fin —. Si no necesitas toda esta cosa para tus análisis, sería buena idea llamar a los grupos de caza. Podrían llegar antes de que la tormenta sople de nuevo, y aquí hay más carne de la que obtendrían de otra manera.
— Buena idea — gruñó Lackland.
No prestaba mucha atención a su compañero, pues estaba concentrado en el problema de hundir la punta de un escalpelo en la masa que tenía delante. Ni siquiera la sugerencia de trasladar todo aquel corpachón al laboratorio — el mesklinita tenía sentido del humor— logró distraerlo. Por supuesto, sabía que el tejido viviente de ese planeta tenía que ser muy resistente. Siendo Barlennan y sus gentes tan pequeños, la gravedad polar de Mesklin los habría transformado en pulpa si su carne hubiera sido igual a la de un terrícola. Así pues, esperaba encontrar ciertas dificultades para atravesar la piel del monstruo con el instrumento; pero confiaba en que después no tendría más problemas en ese sentido. Ahora descubría su error; la carne parecía tener la consistencia de la teca. El escalpelo era de una aleación durísima capaz de penetrar cualquier cosa, pero no pudo insertarlo en aquella masa y tuvo que resignarse a raspar. Obtuvo unos jirones que guardó en un frasco.
— ¿Habrá alguna parte más blanda? — preguntó al curioso mesklinita —. Necesitaría herramientas de más envergadura para obtener una muestra que satisfaga a los chicos de Toorey.
— Algunas partes del interior de la boca podrían ser más accesibles — replicó Barlennan.
Sin embargo, será mejor que yo arranque unos fragmentos, si me indicas los tamaños y las partes que deseas. ¿Es posible, o tus procedimientos científicos exigen que las muestras se extraigan con instrumentos metálicos por alguna razón?
— Que yo sepa, no. Muchas gracias. Si a los chicos de biología no les gusta, pueden venir ellos mismos a tomar muestras — respondió Lackland —. Adelante. Sigamos también tu otra sugerencia, para obtener una parte de la boca; no estoy seguro de haber atravesado toda la piel aquí. — Rodeó penosamente la cabeza del coloso encallado hasta llegar a un punto donde los labios desfigurados por la gravedad dejaban al descubierto dientes, encías y algo que parecía una lengua —. Arranca sólo trozos que se puedan meter en estos frascos sin aplastarlos.
El terrícola hizo otro intento con el escalpelo y comprobó que la lengua era menos dura.
Mientras tanto, Barlennan recortaba fragmentos del tamaño deseado; en ocasiones se llevaba un trozo a la boca — no tenía mucha hambre, pero era carne fresca—, pero aun así pronto llenaron los frascos.
Lackland se enderezó, guardando el último frasco, y echó una mirada codiciosa a los dientes que parecían columnas.
— Supongo que necesitaríamos gelatina explosiva para arrancarlos.
— ¿Qué es eso? — preguntó Barlennan.
— Un explosivo es una sustancia que se transforma repentinamente en gas, produciendo gran estruendo e impacto. Lo usamos para cavar, para eliminar edificios o paisajes indeseables, y a veces para luchar.
— ¿Ese ruido lo ha producido un explosivo? — preguntó Barlennan.
Lackland se quedó en silencio. Un fragor de considerable intensidad, en un planeta cuyos nativos desconocen los explosivos y donde no hay ningún otro miembro de la raza humana, puede resultar desconcertante, sobre todo si ocurre en un momento tan oportuno; Lackland estaba más que alarmado. No podía calcular con precisión ni la distancia ni la magnitud de la explosión, pues la había oído por la radio de Barlennan y por sus propios discos de sonido al mismo tiempo, pero tuvo una clara sospecha.
— Eso parece — dijo, dando una tardía respuesta a la pregunta del mesklinita, mientras rodeaba la cabeza del monstruo marino muerto para regresar al tanque. Tenía miedo de lo que encontraría.
Barlennan, con más curiosidad que nunca, lo siguió reptando, su modo más natural de desplazarse.
Lackland sintió un abrumador alivio al ver el tanque, pero se alarmó al llegar a la portezuela.
El suelo había quedado convertido en delgadas serpentinas de metal, algunas de las cuales se hallaban pegadas a la base de las paredes, y otras, enmarañadas entre los controles y otros elementos del interior. El motor, que estaba debajo del suelo, había quedado casi totalmente al descubierto, y un vistazo bastó para que el consternado terrícola comprendiera que se había estropeado sin remedio. Barlennan estaba muy interesado en el fenómeno.
— Deduzco que llevabas algún explosivo en tu tanque — observó —. ¿Por qué no lo utilizaste para obtener el material que necesitabas de este animal? ¿Y por qué estalló?
— Tienes una gran habilidad para hacer preguntas difíciles — repuso Lackland —. La respuesta a la primera pregunta es que no llevaba ninguno; en cuanto a la segunda, se tanto como tú.
— Pero, debe de haber sido algo que llevabas — señaló Barlennan —. Incluso yo puedo ver que algo intentaba salir de debajo del tanque, y en Mesklin no tenemos cosas que actúen así.
— Admitiendo tu lógica, no había nada debajo de ese suelo que a mi juicio pudiera estallar — replicó el hombre —. Los motores eléctricos y sus acumuladores no son explosivos. Un examen atento sin duda revelará rastros de lo que era, si es que estaba en algún contenedor, pues ningún fragmento parece haber salido fuera del tanque…, pero antes debo resolver un problema más grave, Barlennan.
— ¿Cuál?
— Estoy a veinticinco kilómetros de mis provisiones, salvo los alimentos que llevo en la escafandra. El tanque ha quedado destrozado, y, si alguna vez hubo un terrícola que pudiera caminar veinticinco kilómetros dentro de una escafandra térmica de ocho atmósferas bajo tres gravedades, desde luego ése no soy yo. Mi aire durará indefinidamente con estas agallas artificiales y con suficiente luz solar, pero me moriré de hambre antes de llegar a la estación.
— ¿No puedes llamar a tus amigos de la estación lunar para que envíen un cohete?
— Podría. Quizás ya lo sepan, si hay alguien en la sala de radio oyendo esta conversación. El problema es que, si necesito ayuda, el doctor Rosten me ordenará regresar a Toorey durante el invierno, y ya me costó bastante convencerlo de que me diera autorización para quedarme. Tendrá que enterarse del percance, pero quiero contárselo desde la estación… después de llegar allá sin su ayuda. Ahora bien, aquí no hay energía suficiente para permitirme regresar; y aunque pudiera meter más alimentos en los contenedores de esta escafandra sin dejar entrar vuestro aire, tú no podrías entrar en la estación para sacar las provisiones.
— De cualquier modo, llamemos a mis tripulantes — declaró Barlennan —. Esta comida les vendrá bien. Además, tengo otra idea.
— Allá vamos, capitán — dijo por radio la voz de Dondragmer, sobresaltando a Lackland, quien había olvidado el acuerdo de dejar que cada radio oyera a las demás, y sobresaltando al capitán, quien no había notado que su piloto había aprendido tanto inglés —. Estaremos con vosotros dentro de pocos días; al salir, seguimos la misma dirección que la máquina del Volador.
— Veo que vosotros no pasaréis hambre durante un tiempo — dijo el hombre, mirando hoscamente la montaña de carne —. Pero ¿cuál es tu otra idea? ¿Solucionará mi problema?
— Un poco, creo. — El mesklinita habría sonreído de haber tenido una boca flexible.
¿Quieres plantarte sobre mí?
Lackland se quedó tieso de asombro ante tal requerimiento; a fin de cuentas, Barlennan tenía el aspecto de una oruga, y cuando un hombre pisa una oruga… Luego se relajó y sonrió.
— De acuerdo, Barlennan, por un momento había olvidado las circunstancias.
El mesklinita se había apoyado en todos sus pies durante la pausa; y, sin mas dilación, Lackland se dispuso a hacer lo que le pedía. Sin embargo, se presentó una dificultad.
Lackland tenía una masa de aproximadamente setenta kilos, y su escafandra, un milagro de la ingeniería, pesaba otro tanto. En el ecuador de Mesklin, pues, el hombre y la escafandra pesaban más o menos cuatrocientos cincuenta kilos (Lackland no habría podido dar un paso sin el ingenioso servomecanismo de las piernas), y ese peso era sólo poco más de la cuarta parte del de Barlennan en las regiones polares de su planeta. El mesklinita no tenía dificultades para acarrearlo; el problema radicaba en la mera geometría. Barlennan era un cilindro de casi medio metro de longitud y cinco centímetros de diámetro; por consiguiente, mantenerse en equilibrio encima de él era una imposibilidad física para el terrícola con escafandra.
El mesklinita quedó perplejo; esta vez fue a Lackland a quien se le ocurrió una solución. Algunas láminas laterales de la parte inferior del tanque se habían aflojado con la explosión; siguiendo las instrucciones de Lackland, Barlennan, con considerable esfuerzo, consiguió desprender una. Tenía más de medio metro de ancho y dos de largo; con tal extremo curvado ligeramente por las poderosas pinzas del nativo, se convertía en un admirable trineo. Sin embargo, no habían pensado que Barlennan pesaba un kilo y medio en esta parte del planeta. Por lo tanto, no tenía la tracción necesaria para remolcar el vehículo, y las plantas que habrían servido de anclas se encontraban a medio kilómetro.