La llegada de la tripulación, días después, solucionó el problema de Lackland.
La mera cantidad de nativos era de escasa ayuda, pues ni siquiera veintiún mesklinitas tenían la tracción suficiente para remolcar el trineo cargado. Barlennan pensó en acarrearlo colocando un tripulante bajo cada esquina, e hizo lo posible para superar el condicionamiento mesklinita que les impedía ponerse bajo un objeto masivo. Sin embargo, cuando al fin lo consiguió, el esfuerzo resultó inútil; la lámina de metal no tenía el grosor suficiente y se abolló.
Entretanto, Dondragmer se había dedicado, sin hacer comentarios, a desenrollar y unir los cabos que normalmente se utilizaban con las redes de caza. Colocados en fila, tenían la longitud suficiente para llegar a las plantas más próximas; las raíces de dichas plantas, que normalmente resistían los peores vendavales de Mesklin, brindaban el soporte necesario. Cuatro días después, una caravana de trineos construidos con las láminas del tanque emprendió el regreso hacia el Bree, con Lackland y un inmenso cargamento de carne; a una velocidad de un kilómetro por hora, llegó a la nave en sesenta y un días. Dos días más de faena, con la ayuda de otros tripulantes, bastaron para trasladar a Lackland y su escafandra a través de la vegetación que crecía entre la nave y el domo, y dejarlo a salvo en la cámara de presión. Habían llegado justo a tiempo; el viento comenzaba a arreciar — hasta tal extremo que los tripulantes tuvieron que utilizar cables para regresar de hasta el Bree— y las nubes se arremolinaban nuevamente en el cielo.
Lackland comió antes de dignarse a redactar un informe oficial sobre el episodio del tanque, lamentaba no poder presentar un informe más completo, no saber que le había ocurrido al vehículo. Sería muy difícil acusar a alguien de Toorey por haber dejado inadvertidamente un fragmento de gelinita bajo el suelo del vehículo.
Había apretado el botón para llamar al equipo de la estación lunar cuando de pronto halló la respuesta.
Cuando el arrugado rostro del doctor Rosten apareció en la pantalla, Lackland ya sabía qué decir.
— Doc, hubo un problema con el tanque.
— Eso tengo entendido. ¿Fue un fallo eléctrico o mecánico? En cualquier caso, espero que nada serio.
— Básicamente mecánico, aunque el sistema eléctrico tuvo algo que ver. Me temo que ha quedado totalmente inutilizado; los restos están abandonados veinticinco kilómetros al geste, cerca de la playa.
— Magnífico. Este planeta nos está costando un dineral. ¿Qué ocurrió y cómo regresaste? No creo que hayas podido caminar veinticinco kilómetros con escafandra bajo esa gravedad.
— No tuve que hacerlo. Barlennan y sus tripulantes me remolcaron. En cuanto al tanque, deduzco que la partición del suelo, entre la cabina y el motor, no era hermética. Cuando salí para realizar una investigación, la atmósfera de Mesklin, hidrógeno de alta presión, se filtró y se mezclo con el aire de debajo del suelo. Lo mismo ocurrió en la cabina, desde luego, pero prácticamente todo el oxígeno salió por la portezuela y se diluyó sin peligro.
Debajo del piso…, bueno, se produjo una chispa y el oxígeno estalló.
— Entiendo. ¿Qué causó la chispa? ¿Tenías motores en marcha cuando saliste?
— Sin duda. Los servos de guía, los dinamotores y demás. Y me alegra que fuera así, de lo contrario habría estallado al regresar yo al tanque y encender los motores.
— Humm — el director de la fuerza de Rescate parecía enfurruñado—, ¿Tenías que salir necesariamente?
Lackland agradeció a su estrella que Rosten fuera bioquímico.
— Supongo que no, quería obtener muestras de tejido de una especie de ballena de doscientos metros abandonada en la playa. Pensé que alguien podría…
— ¿Los trajiste? — Interrumpió Rosten.
— Así es. Venga a buscarlos cuando quiera… Por cierto, ¿tiene otro tanque?
— Sí. Te lo entregaré cuando haya terminado el invierno. Creo que hasta entonces estarás más seguro dentro del domo. ¿Con qué preservaste los especímenes?
— Nada especial. Hidrógeno, el aire local. Supuse que cualquiera de nuestros agentes químicos los estropearían desde el punto de vista del análisis. Será mejor que alguien venga pronto; Barlennan dice que la carne se vuelve ponzoñosa al cabo de cien días, así que supongo que contiene microorganismos.
— Sería raro que no los tuviera. Espérame; bajaré dentro de un par de horas.
Rosten corto la comunicación sin más comentarios sobre el tanque destruido. Lackland dio las gracias por ello y se acostó, pues no había dormido en casi veinticuatro horas.
Lo despertó la llegada del cohete. Rosten había descendido en persona, cosa nada sorprendente. Sin siquiera quitarse la escafandra, cogió los frascos que Lackland había dejado en la cámara de presión para reducir la probabilidad de contaminación por oxígeno, echó un vistazo a Lackland, reparó en su estado y, bruscamente, le ordenó que se acostara de nuevo.
— Tal vez este material compense la pérdida del tanque — dijo lacónicamente —. Ahora, duerme. Tienes otros problemas que resolver. Ya hablaremos cuando estés en condiciones de recordar lo que te diga. Te veré luego — añadió, antes de cerrar la puerta de la cámara de presión.
Lackland, en efecto, había olvidado los comentarios de despedida de Rosten, pero éste se los recordó horas más tarde, cuando Lackland hubo dormido y comido una vez más.
— Este invierno, durante el cual Barlennan no podrá viajar, durará sólo otros tres meses y medio — comenzó Rosten sin preámbulos —. Aquí tenemos varias resmas de telefotos. Tu tarea para el resto del invierno consistirá en reunirte con tu amigo Barlennan, transformar estas fotos en un mapa útil y decidir una ruta que lo lleve lo más deprisa posible hasta donde se encuentra el material que deseamos rescatar.
— Pero, Barlennan no tiene prisa por llegar. Para él se trata de un viaje de exploración y comercio, y nosotros somos apenas un incidente. Lo único que pudimos ofrecer le a cambio de su ayuda es una serie de informes meteorológicos, para facilitarle sus tareas normales.
— Lo entiendo. Por eso estás ahí abajo, como recordarás; se supone que tú eres el diplomático. No espero milagros, nadie los espera, aunque confío en que mantengas buenas relaciones con Barlennan. Pero no debes olvidar que se invirtieron dos mil millones de dólares en equipo especial para ese cohete que no pudo salir del polo, y que contiene grabaciones de incalculable valor…
— Lo sé. Haré cuanto esté en mi mano — interrumpió Lackland—, pero es imposible explicar la importancia de todo ello a un nativo. No subestimo la inteligencia de Barlennan, pero no tiene la formación necesaria. Vigile esas pausas en las tormentas invernales, para saber cuándo puede venir Barlennan aquí a estudiar las fotos.
— ¿No puedes construir un refugio externo, junto a una ventana, para que él pueda permanecer allí aunque haga mal tiempo?
— Una vez se lo sugerí, pero se niega a abandonar la nave con sus tripulantes en esas circunstancias. Entiendo sus razones.
— Sí, yo también. Bien, haz lo que puedas…, ya sabes a qué me refiero. Ese material nos permitiría descubrir más cosas sobre la gravedad de las que nadie ha descubierto desde Einstein.
Rosten cerró la comunicación, y comenzaron las tareas invernales.
El cohete de investigación había aterrizado por control remoto cerca del polo sur de Mesklin y no logró despegar después de registrar los datos. Había sido localizado gracias a sus transmisores telemétricos. Pero escoger una ruta marítima o terrestre desde las cercanías de los cuarteles de invierno del Bree era otra cuestión. El viaje marítimo no era tan malo; unos setenta mil kilómetros de navegación costera, casi la mitad por aguas ya conocidas por la gente de Barlennan, llevarían al equipo de rescate bastante cerca del aparato. Sin embargo, «bastante cerca» significaba a seis mil kilómetros, y no había grandes ríos cerca de la costa que acortaran significativamente la distancia por tierra.
Había un río, fácilmente navegable para una nave como el Bree, que pasaba a unos setenta kilómetros del lugar deseado; pero desembocaba en un océano que no tenía conexión visible con aquel por donde navegaban Barlennan y su gente. Se trataba de una larga, estrecha e irregular serie de mares que se extendían desde el norte del ecuador, cerca de la estación de Lackland, casi hasta el ecuador del lado opuesto del planeta, pasando cerca del polo sur en el camino. «Cerca» según las pautas de Mesklin. El otro mar, donde desembocaba el río situado cerca del cohete, era más ancho y más regular, la desembocadura estaba en su punto más meridional, y también se extendía hasta y allende el ecuador, fundiéndose con el casquete polar boreal. Se hallaba situado al este de la primera cadena de mares y parecía separada de estos por un estrecho istmo que iba del polo al ecuador «estrecho» una vez más según las normas de Mesklin. Al estudiar las fotografías Lackland dedujo que el istmo tenía una anchura que oscilaba entre los tres y los diez mil kilómetros.
— Podríamos avanzar por un pasaje que fuera desde uno de estos mares hasta el otro, Barlennan — señaló un día. El Mesklinita tendido cómodamente en el antepecho de la ventana hizo un gesto de asentimiento. Ya había pasado la mitad del invierno, y el sol, de mayor tamaño, se iba volviendo más pálido a medida que trazaba un arco en su rápida trayectoria hacia el norte— ¿Estás seguro de que tu gente no conoce ninguno? A fin de cuentas, la mayoría de estas fotos se tomaron en otoño, y tú dices que el nivel del mar es mucho más alto en primavera.
— No conocemos ninguno, en ninguna estación — replicó el capitán —. Sabemos algo, pero no mucho, sobre el océano de que hablas; hay demasiadas naciones en la tierra intermedia para que exista mucho contacto. Una caravana tardaría dos años en efectuar el viaje, y, en general, no recorren tanta distancia. Las mercancías pasan por muchas manos en ese trayecto, y resulta difícil averiguar algo sobre su origen cuando nuestros mercaderes las ven en los puertos occidentales del istmo. Si existe ese pasaje, ha de estar cerca del Borde, donde las tierras permanecen casi totalmente inexploradas. El mapa que tú y yo estamos trazando aún no es muy amplio. En todo caso, no existe ese pasaje al sur durante el otoño; recuerda que recorrí toda la línea costera tal como era entonces. Sin embargo, quizás esta misma costa llegue hasta el otro mar; la hemos seguido hacia el este durante varios miles de kilómetros, y no sabemos hasta dónde llega.
— Por lo que recuerdo, se curva nuevamente hacia el norte tres mil kilómetros después del cabo exterior, Barl, pero desde luego eso fue también en otoño, cuando yo lo ví. Será muy engorroso trazar un mapa útil de tu mundo, cambia demasiado. Estaría tentado de esperar hasta el otoño próximo así al menos podríamos utilizar los mapas que llevamos, pero eso representa cuatro de mis años, no puedo quedarme tanto tiempo.
— Podrías regresar a tu mundo y descansar hasta el momento oportuno…, aunque lamentaría que te fueras.
— Me temo que sería un largo viaje, Barlennan.
— ¿Cuánta distancia?
— Bien, tus unidades de distancia no nos sirven de ayuda. Veamos, un rayo de luz podría recorrer el borde de Mesklin en cuatro quintos de segundo. — Indicó este intervalo de tiempo con el reloj de pulsera, mientras el nativo miraba con interés —. El mismo rayo tardaría más de once de mis años, lo cual significa más de un par de tus años para llegar de aquí a mi casa.
— Entonces, ¿tu mundo está demasiado lejos para verlo? Nunca me explicaste estas cosas.
— No sabía si habíamos resuelto bien el problema idiomático. No, mi mundo no se ve, pero te mostraré mi sol cuando haya terminado el invierno y estemos en el lado apropiado del tuyo.
Barlennan no entendió esta última frase, pero no insistió. Los únicos soles que conocía eran el brillante Belne, cuyas idas y venidas daban cuenta del día y la noche, y el mas tenue Esstes, que en ese momento era visible en el cielo nocturno. En poco menos de medio año, en el solsticio, los dos estarían juntos en el cielo, y el más tenue sería difícil de ver; pero Barlennan nunca había reflexionado sobre esos movimientos.
Lackland había soltado la fotografía y parecía sumido en sus pensamientos. Casi todo el suelo de la habitación estaba cubierto de fotos que encajaban hasta cierto punto; la región que Barlennan conocía más ya estaba bastante bien cartografiada. Sin embargo, aún faltaba mucho para incluir la zona donde se hallaba el puesto terrícola; y el hombre estaba irritado porque no lograba ensamblar las fotografías. Si hubieran sido de un mundo esférico o cuasiesférico, como la Tierra o Marte, habría aplicado la corrección de proyección apropiada de forma casi automática sobre el mapa más pequeño que estaba trazando, y que cubría una mesa en un extremo de la habitación; pero Mesklin no era ni remotamente esférico. Como Lackland había reconocido tiempo atrás, las proporciones del Cuenco que estaba a bordo del Bree — el equivalente de Barlennan de un globo terráqueo— eran bastante atinadas. Tenía quince centímetros de diámetro y tres de profundidad, y la curvatura era suave, pero no uniforme.
Para complicar la dificultad de ensamblar las fotografías, buena parte de la superficie planetaria era relativamente lisa, sin rasgos topográficos muy distintivos; e incluso donde existían montañas y valles, el sombreado de las fotografías colindantes dificultaba la tarea de comparación. El sol más brillante del sistema recorría el espacio entre un horizonte y otro en menos de nueve minutos, lo cual invalidaba los procedimientos fotográficos normales; las fotos sucesivas de la misma serie, a menudo estaban iluminadas desde direcciones casi opuestas.
— Con esto no iremos a ninguna parte, Barl — rezongó Lackland —. Valía la pena intentarlo si había atajos, pero dices que no hay ninguno. Tú eres marino, no jefe de caravanas; seis mil kilómetros por tierra, precisamente donde la gravedad es mayor, nos cerrarán el paso.
— ¿Los conocimientos que te permiten volar no pueden alterar el peso?
— No. — Lackland sonrió —. Los instrumentos que hay en ese cohete varado en tu polo sur contienen datos que, con el tiempo, nos enseñarán algo sobre eso. Por esa razón enviamos el cohete, Barlennan, los polos de tu mundo tienen la gravedad de superficie más tremenda de cualquier lugar del universo accesible para nosotros. Hay otros mundos con una masa mayor que la del tuyo, y se encuentran más cerca del nuestro, pero no giran como lo hace Mesklin; son casi esféricos. Queríamos mediciones de ese tremendo campo gravitatorio, toda clase de mediciones. El valor de los instrumentos que se diseñaron y se enviaron en ese cohete no se puede expresar en cifras que ambos conozcamos; cuando el cohete no respondió a la señal de despegue, los gobiernos de diez planetas pusieron el grito en el cielo. Necesitarnos esos datos, y debernos conseguirlos aunque tengamos que cavar un canal para conducir al Bree hasta el otro océano.
— Pero ¿qué clase de artilugios hay a bordo de ese cohete? — preguntó Barlennan.
Casi enseguida se arrepintió de la pregunta; esa curiosidad específica podía llamar la atención del Volador, e inducirlo a recelar de las intenciones del capitán. Sin embargo, Lackland tomó la pregunta como algo natural.
— Me temo que no puedo explicártelo, Barl. Simplemente, careces de los conocimientos necesarios para que palabras como «electrón», «neutrino», «magnetismo» y «cuántico» signifiquen algo para ti. El mecanismo impulsor del cohete quizá te resulte más comprensible, aunque lo dudo.
A pesar de la aparente falta de recelo de Lackland, Barlennan cambió de tema.
— ¿No convendría buscar las fotos que muestren las regiones costeras e interiores situadas al este de aquí? — preguntó.
— Supongo que aún hay probabilidades de que encajen — repuso Lackland —. No pretendo haber memorizado toda la zona. Quizás bastante cerca del casquete polar…
¿Cuánto frío puede resistir tu gente?
— Estamos incómodos cuando el mar se congela, pero podemos resistirlo… si el frío no recrudece en exceso. ¿Por qué.
— Es posible que tengáis que acercaros al casquete polar boreal. Ya veremos. — El Volador echó un vistazo a la pila de placas, cuya altura superaba la longitud de Barlennan, y al final extrajo un fajo delgado —. Una de éstas… — Calló unos segundos.
Aquí está. Esta fue tomada desde el borde interior del anillo, Barlennan, a mil kilómetros de altura, con un teleobjetivo de pequeño angular. Puedes ver la línea costera principal y la gran bahía, y aquí, en el lado sur de la gran bahía, la bahía pequeña donde está encallado el Bree. Se tomó antes de la construcción de la estación…, aunque de todos modos no se vería. Empecemos a ensamblarlas de nuevo. La que va al este es…
Lackland se quedó de nuevo en silencio, y el mesklinita observó fascinado cómo un mapa legible de las tierras a las que él aún no había llegado cobraba forma ante él. Al principio pareció que sufrirían una decepción, pues la línea costera se curvaba gradualmente hacia el norte, como había supuesto Lackland; incluso, allí quinientos kilómetros al oeste y cuatrocientos o quinientos al norte, el océano parecía terminar, pues la costa se curvaba de nuevo hacia el oeste. Un vasto río desembocaba en ese punto, y Lackland, con la esperanza de que fuera un estrecho que condujera al océano oriental, empezó a ensamblar las fotos que abarcaban los confines superiores del gran río. Pronto desistió de la idea, al descubrir una larga serie de rápidos cuatrocientos kilómetros corriente arriba. Llevando el mosaico de fotos en esa dirección, hallaron una cordillera bastante alta, y el terrícola meneó la cabeza. Barlennan había llegado a entender el significado de ese gesto.
— ¡Continúa! — exclamó el capitán —. Hay una cordillera similar en el centro de mi país, que es una península estrecha. Al menos, monta la figura hasta determinar cómo circulan los ríos al otro lado de las montañas.
Lackland siguió la sugerencia sin optimismo: recordaba el continente sudamericano de su propio planeta demasiado bien para suponer una simetría como la que esperaba el mesklinita. La cordillera resultó ser bastante angosta, extendiéndose en dirección estenoroeste por el oeste-sudoeste; para sorpresa del hombre, la multitud de cursos de «agua» del lado opuesto pronto revelaron cierta tendencia a reunirse en un vasto río. Éste circulaba paralelamente a la cordillera, ensanchándose al avanzar, y Lackland se sintió de nuevo esperanzado. Ochocientos kilómetros corriente abajo, el río se convertía en un vasto estuario que se confundía con las «aguas» del océano oriental. Lackland prosiguió febrilmente su tarea, deteniéndose apenas para comer y sin tomarse el descanso que tanto necesitaba en la agobiante gravedad de Mesklin. Muy pronto, el suelo de la habitación estuvo cubierto por un nuevo mapa, un rectángulo que representaba tres mil kilómetros de una línea este-oeste y la mitad de esa distancia en la otra dimensión. La gran bahía y la diminuta caleta donde se encontraba varado el Bree se veían claramente en el extremo occidental del mapa; buena parte del resto estaba ocupada por la superficie plana del mar oriental. En medio se extendía la barrera terrestre.
Era angosta; en el punto más estrecho, setecientos kilómetros al norte del ecuador, media apenas mil doscientos kilómetros de costa a costa, y esa distancia se reducía considerablemente si las mediciones se efectuaban desde los puntos utilizables más altos de los ríos principales. Quizá quinientos kilómetros, parte de ellos sobre una cordillera, eran todo lo que se interponía entre el Bree y una ruta bastante transitable hasta el distante objetivo del terrícola. ¡Quinientos kilómetros! Apenas un paso según las pautas de Mesklin.
Por desgracia, era mucho más que un paso para un marino mesklinita. El Bree aún estaba en el otro océano; Lackland, después de contemplar en silencio el mosaico que le rodeaba, se lo comentó a su pequeño compañero. No esperaba respuesta, o a lo sumo un desganado asentimiento, pues esos datos eran irrefutables. Pero el nativo lo desconcertó.
— Es posible, si tienes más de ese metal sobre el que te trajimos, y la carne necesaria para el camino de regreso — comentó Barlennan.