La velocidad a la que puede moverse un ser de carne y hueso es limitada, pero Lackland batía récords. No se detuvo para resolver las ecuaciones diferenciales que le indicarían el momento de llegada de la roca; dio potencia a los motores, hizo virar el tanque noventa grados en una maniobra que amenazó con arrancar una de las bandas de tracción y salió de la boca del canal por donde bajaba el enorme proyectil. Sólo entonces pudo apreciar cabalmente la arquitectura de la ciudad. Los canales no descendían directamente al espacio abierto, como él había supuesto, sino que estaban dispuestos para que al menos dos de ellos pudieran guiar una roca por cualquier tramo de la plaza.

La acción de Lackland bastó para eludir la primera; pero, al parecer, eso estaba previsto, pues más rocas empezaban a descender hacia él. Miró en torno, buscando en vano una posición por donde no pasara ninguno de aquellos tremendos proyectiles; luego metió el morro del tanque en uno de los canales y avanzó cuesta arriba. También por allí descendía una roca, una que a Barlennan le pareció la mayor de todas, y que crecía a cada segundo. El mesklinita se preparó para saltar, preguntándose si el Volador habría perdido el seso; luego un rugido que superaba todo lo que su aparato vocal pudiera producir estalló a su lado. Si su sistema nervioso hubiera reaccionado como el de la mayoría de los animales terrícolas, habría aterrizado en mitad de la cuesta. La reacción de sobresalto de su raza, en cambio, consistía en quedarse petrificado, de modo que, durante unos segundos, se habría necesitado maquinaria pesada para arrancarlo del techo del tanque. A cuatrocientos metros, cincuenta por delante de la roca, un tranco del canal estalló en llamas y polvo. Los percutores de los proyectiles de Lackland eran tan sensibles que reaccionaban al menor roce. Un instante después, la roca entró en la nube de polvo y el cañón rugió de nuevo, pulverizándola.

Había otros pedrejones preparados para rodar por ese canal, pero no bajaron, al parecer los gigantes eran capaces de analizar una nueva situación con bastante celeridad y comprendieron que por ese método no destruirían el tanque. Lackland no tenía manera de saber que otra cosa harían, pero un ataque personal directo era lo más posible. Sin duda treparían al techo del tanque con tanta facilidad como Barlennan para recobrar todo lo que habían vendido y adueñarse la radio; no obstante, ignoraba como podrían detenerlos los marineros. Se lo comentó a Barlennan.

— Pueden intentarlo, en efecto — fue la respuesta —. Sin embargo, si intentan subir podemos tumbarlos; si saltan, tenemos garrotes, y no creo que puedan eludir un garrotazo mientras surcan el aire.

— Pero ¿cómo podrás detener un ataque desde varias direcciones simultáneas?

— No estoy solo. — Una vez más, el gesto de las pinzas, el equivalente mesklinita de una sonrisa.

Lackland sólo podía ver el techo del tanque asomando la cabeza por una diminuta cúpula transparente, y le resultaba imposible hacer tal cosa con el casco de la escafandra puesto. En consecuencia, no vio como reaccionaban los marineros que lo habían acompañado hasta la ciudad ante aquella imprevista «batalla».

Los desdichados tuvieron que afrontar una situación tan difícil como la del capitán cuando se encontró por primera vez en el techo del tanque. Vieron objetos — objetos pesados— cayendo sobre ellos, mientras se encontraban. en una zona rodeada por paredes verticales. El ascenso era impensable, aunque los pies de succión que funcionaban tan bien en los huracanes de Mesklin habrían sido igualmente aptos para esta tarea; saltar, como habían visto hacer a su capitán varias veces, era igualmente malo, o quizá peor. Aun así, no era físicamente imposible; y cuando falla la mente, el cuerpo se hace cargo. Todos los marineros saltaron, menos dos; una de las dos excepciones trepó — con rapidez y destreza— por la pared de una «casa». El otro era Hars, que había sido el primero en avistar el peligro. Quizá su mayor fuerza física le impedía ser presa del pánico, o tal vez su temor a las alturas era mayor al normal. De cualquier forma, se encontraba aún en el suelo cuando una piedra redonda del tamaño de una pelota cayó donde él estaba. En la práctica, era exactamente similar a golpear un volumen similar de goma viva; el «caparazón» protector de los mesklintas era de un material química y físicamente análogo a la quitina de los insectos terrícolas, y poseía una dureza y una elasticidad acorde con las características de la vida en Mesklin. La piedra saltó ocho metros en el aire, en la pared que normalmente la habría detenido, golpeó un ángulo de la pared del canal situada al otro extremo, botó de nuevo, y repiqueteó de pared en pared por el nuevo canal, perdiendo ímpetu. Cuando regresó, sin fuerzas, al espacio abierto, la acción principal había terminado; Hars era el único marinero que quedaba en la plaza. Los demás habían logrado controlar sus frenéticos saltos y, o bien ya se habían encaramado al techo del tanque, colocándose junto al capitán, o bien se apresuraban a llegar allí; incluso el que trepaba por la pared de la casa había recurrido a los brincos.

Hars, a pesar de su increíble resistencia, no pudo aguantar el castigo recibido sin sufrir ningún daño. No le faltaba el aliento, pues no tenía pulmones, pero estaba raspado, magullado y aturdido por el impacto. Tardó un minuto en controlar sus movimientos y realizar un intento coordinado para seguir al tanque. Ni Lackland, ni Barlennan, ni el propio Hars, pudieron explicarse por qué no lo atacaron durante ese minuto. El terrícola sospechó que el hecho de que Hars pudiera moverse después de semejante golpe había intimidado a los habitantes de la ciudad; Barlennan, con una idea más precisa de la fisiología mesklinita, pensaba que estaban más interesados en robar que en matar, y que no veían ninguna ventaja en atacar al marinero solitario. Sea como fuere, Hars logró reunirse con la tripulación.

Con todos los pasajeros a bordo, algunos de ellos tan apiñados en el borde del techo que tuvieron que reforzar su recién hallada indiferencia a la altura, Lackland avanzó cuesta arriba. Había advertido a los marineros que permanecieran apartados del cañón, y mantenía el arma apuntada hacia delante; pero, ni se percibían más movimientos en el risco, ni cayeron más rocas. Al parecer, los nativos que las habían arrojado se habían retirado a los túneles que, evidentemente, conducían hacia arriba desde la ciudad. Ello no garantizaba que no salieran de nuevo, por lo que todos los que iban en el tanque permanecían alerta.

El canal por donde trepaban no era el mismo por donde habían bajado, así que no conducía directamente hacia el trineo; no obstante, el Bree se hizo visible poco antes de llegar a la cima, a causa de la altura del tanque. Los tripulantes que se habían quedado a bordo seguían allí, mirando hacia la ciudad con manifiesta angustia. Dondragmer masculló algo acerca de la necedad de no mantener una vigilancia estricta, y Barlennan lo repitió en inglés. Sin embargo, esa preocupación resultó vana; el tanque llegó hasta el trineo, viró y fue enganchado sin más interferencias. Lackland, una vez en camino, decidió que los gigantes habían sobrevalorado la eficacia del cañón; un ataque directo — por ejemplo, desde las bocas de los túneles donde se ocultaban los individuos que hablan arrojado las rocas— habría inutilizado el arma, pues los proyectiles de altos explosivos y de termita no se podían utilizar cerca del Bree o de su tripulación.

A regañadientes, decidió que no habría más exploraciones hasta que el Bree hubiera llegado a las aguas del océano del este. Barlennan se mostró de acuerdo con esta conclusión, y se guardó mucho de manifestar ciertas reservas personales. Por supuesto, mientras el Volador durmiese, sus tripulantes continuarían trabajando.

Una vez la expedición nuevamente en marcha, mientras los frutos tangibles de la interrupción eran transferidos rápidamente del tanque a la nave por mesklinitas saltarines, Lackland llamó a Toorey y soportó humildemente la previsible filípica que le lanzó Rosten al enterarse de lo que había hecho; lo silenció, como antes, informándole que había mucho tejido vegetal disponible si Rosten deseaba enviar contenedores para recogerlo.

Días después, el cohete aterrizó a cierta distancia, para salvaguardar el sistema nervioso de los mesklinitas—, esperó la llegada de los expedicionarios, recogió los nuevos especímenes y aguardó una vez más hasta que el tanque se alejara de la zona de despegue. Fue un período sin novedades, excepto por la llegada del cohete. Cada varios kilómetros avistaban colinas coronadas por rocas, pero las eludieron cuidadosamente y nunca vieron a los gigantescos nativos fuera de las ciudades. Esto preocupaba a Lackland, quien no podía imaginar dónde o cómo obtenían alimentos, no tenía más ocupación que la relativamente tediosa tarea de conducir, se dedicó a formular hipótesis sobre las extrañas criaturas. Se las expuso a Barlennan, pero el capitán no le fue de gran ayuda.

Sin embargo, una de aquellas ideas lo intranquilizaba. Se preguntaba por qué los gigantes construían las ciudades precisamente de esa manera. Por una parte, no podían haber previsto la llegada del tanque y del Bree; por otra, era un método poco práctico para rechazar invasiones de criaturas de su propia especie, quienes, dado que esa práctica era común, no podían ser tomadas por sorpresa.

Aun así, había una razón posible. Era sólo una hipótesis, pero explicaba el diseño de la ciudad y la falta de nativos en la campiña circundante, así como la ausencia de labrantíos o cosas semejantes en los alrededores. Lackland tuvo que hacer muchas especulaciones para concebir siquiera semejante idea, y no se la mencionó a Barlennan. Por lo pronto, no explicaba por qué habían llegado hasta allí sin tropiezos. Si la idea era atinada, ya tendrían que haber utilizado muchas más municiones del cañón. Así que Lackland decidió callar y mantener los ojos abiertos; pero no se sorprendió demasiado cuando, un amanecer, a trescientos kilómetros de la ciudad donde Hars recibió sus heridas, vio que una loma se alzaba de pronto sobre una veintena de patas rechonchas y elefantinas, erguía una cabeza montada sobre un pescuezo de seis metros, observaba durante un largo instante con una batería de ojos y trotaba al encuentro del tanque.

Barlennan no ocupaba su puesto habitual en el techo, pero respondió de inmediato a la llamada de Lackland. El terrícola había detenido el tanque, y contaban con varios minutos para tomar una decisión antes de que la bestia los alcanzara a su actual velocidad.

— Barlennan, apostaría a que jamás viste algo semejante. Aun con un tejido tan resistente como el que produce tu planeta, nunca podría acarrear su propio peso muy lejos del ecuador.

— Tienes razón, jamás lo había visto. Ni siquiera he oído hablar de semejante criatura, ni se si es peligrosa. Pero no deseo averiguarlo. Aun así, es carne; quizá…

— Si quieres decir que no sabes si come carne o vegetales, apuesto por lo primero — replicó Lackland —. Sería muy raro que un herbívoro se abalanzara sobre algo de mayor tamaño con sólo verlo, a menos que fuese tan estúpido como para pensar que el tanque es una hembra de su propia especie, lo cual dudo mucho. Además, estuve pensando que la existencia de un gran carnívoro explicaría por qué los gigantes nunca salen de las ciudades, y por qué las han construido en forma de trampa. Probablemente, atraen a estas criaturas exhibiéndose en el fondo, igual que hicieron con nosotros, y luego las matan con rocas, como intentaron con el tanque. Es un buen sistema para tener reparto de carne a domicilio.

— Todo eso puede ser cierto, pero por el momento no nos interesa — replicó Barlennan con cierta impaciencia —. ¿Qué haremos con ésta? El arma con la que despedazaste la roca tal vez la mate, pero seguramente no dejaría carne aprovechable; en cambio, si salimos con las redes, estaremos demasiado cerca para que la utilices sin trabas si nos metemos en problemas.

— ¿Te atreverías a usar las redes con una cosa de semejante tamaño?

— Por supuesto. La retendríamos, siempre que pudiéramos cogerla. El problema es que sus patas son demasiado grandes para atravesar la malla, y nuestro método habitual para desplazar la presa no serviría de mucho. Tendríamos que rodearle el cuerpo y las patas con las redes, y luego ceñirlas.

— ¿Se te ocurre algo?

— No… y, de todas formas, no nos queda mucho tiempo. Ya la tenemos casi encima.

— Salta y desengancha el trineo. Avanzare con el tanque y la distraeré un rato, si quieres. Si decides capturarla y luego se presentan problemas, podréis apartaros de un salto para que yo utilice el cañón.

Barlennan obedeció la primera parte de la sugerencia sin titubeos ni discusiones, deslizándose por la parte posterior y destrabando con un diestro ademán el gancho que sujetaba el cable de remolque al tanque. Después, emitió un ronquido para anunciar a Lackland que su tarea estaba cumplida y saltó a bordo del Bree.

La criatura se detuvo cuando la máquina reanudó la marcha. Bajó la cabeza a un metro del suelo y contoneo su largo cuello, mientras sus ojos múltiples evaluaban la situación desde todos los ángulos posibles. No prestaba atención al Bree; quizá porque no reparaba en los pequeños movimientos de la tripulación, o porque consideraba el tanque un problema más urgente. Cuando Lackland giro hacia un flanco, la criatura inclinó el cuerpo gigantesco para seguir observándolo de frente. Por un instante, el terrícola pensó en virar ciento ochenta grados para que la criatura apartara los ojos de la nave; luego recordó que eso pondría al Bree en la línea de fuego si tenía que disparar el cañón, y detuvo la maniobra cuando el trineo quedó a la diestra del monstruo. De cualquier modo, la disposición ocular de la criatura siempre le permitiría ver a los marineros que avanzaran, tanto por detrás como por delante.

Lackland enfiló nuevamente hacia el animal. Este se había detenido, apoyando el vientre en el suelo, cuando el hombre dejo de virar; ahora se irguió nuevamente sobre sus innumerables patas y retrajo la cabeza hacia el enorme tronco, en lo que aparentemente era un gesto protector. Lackland frenó nuevamente, cogió una cámara y tomo varias fotografías de la criatura; luego, como no parecía dispuesta a atacar, Lackland la observó durante un par de minutos.

El cuerpo era un poco más grande que el de un elefante terrícola; en la Tierra habría pesado de ocho a diez toneladas. El peso estaba uniformemente distribuido entre los diez pares de patas, que eran cortas y muy gruesas. Lackland dudaba que la criatura se pudiera mover a mayor velocidad de la que había demostrado.

Al cabo de unos minutos de espera, la criatura empezó a inquietarse; alzo un poco la cabeza y comenzó a moverla adelante y atrás como si buscara otros enemigos. Lackland, temiendo que concentrara la atención en el indefenso Bree y su tripulación, avanzó un metro con el tanque; su adversario recobro de inmediato su actitud defensiva. Esto se repitió varias veces, a intervalos cada vez más breves. Las fintas duraron hasta que el sol se puso detrás de la colina del oeste; al oscurecerse el cielo, Lackland, sin saber si la bestia estaría dispuesta a librar una batalla por la noche, modifico la situación encendiendo todas las luces del tanque. Esto, al menos, quizás impidiera que la criatura distinguiese nada en la oscuridad, aunque estuviera dispuesta a afrontar lo que para ella debía de ser una situación nueva y extraña.

Obviamente, no le agradaban las luces. Pestañeó varias veces cuando el foco principal le irrito los ojos, Y Lackland noto que sus grandes pupilas se contraían; luego, con un siseo gemebundo que fue recogido por el micrófono del techo y claramente comunicado al hombre, avanzo y ataco.

Lackland no se había dado cuenta de que estaba tan cerca, o, mas bien, de que esa cosa tenía tanto alcance. Su cuello, aun más largo de lo que él había estimado al principio, se estiro por completo, trasladando la enorme cabeza hacia delante y hacia un lado. Luego, la cabeza se inclinó y arremetió de costado. Uno de los grandes colmillos choco estrepitosamente con el blindaje del tanque, y el foco principal se apago al instante.

Otro siseo más agudo sugirió a Lackland que la corriente que alimentaba el foco se había descargado en el blindaje a través de una porción de la cabeza del monstruo; pero no se detuvo a analizar esa posibilidad. Retrocedió rápidamente, apagando las luces de la cabina. No quería que uno de aquellos colmillos golpeara una escotilla con la fuerza que había sacudido el blindaje superior. Ahora, solo las luces de conducción, montadas en la parte frontal del vehículo y empotradas en el blindaje iluminaban la escena. El animal, alentado por el repliegue de Lackland, embistió contra una de las luces. El terrícola no se atrevía a apagarla, ya que se quedaría totalmente a oscuras. Opto por enviar una frenética llamada por radio.

— ¡Barl! ¿Harás algo con tus redes? Si no estas preparado para la acción, tendré que utilizar el cañón contra esta cosa aunque te quedes sin un gramo de carne. En tal caso, tendré que alejarme y utilizar termita; esta tan cerca que los explosivos pondrían en peligro el tanque.

— Las redes no están preparadas, pero si la alejas unos metros, quedara a sotavento de la nave y podremos despacharla de otra manera.

— De acuerdo.

Lackland no sabía cual sena esa otra manera, y albergaba serias dudas sobre su eficacia; pero, mientras el capitán se conformara con una retirada, estaba dispuesto a colaborar. Ni por un instante se le ocurrió que el arma de Barlennan pudiera poner en peligro el tanque; y, para ser justos, quizá tampoco se le ocurrió a Barlennan. El terrícola, mediante repetidos y rápidos retrocesos, logro conservar los colmillos a distancia del blindaje; el monstruo no parecía poseer la inteligencia necesaria para prever esos movimientos. Dos o tres minutos de estas maniobras evasivas fueron suficientes para Barlennan.

El también había estado atareado durante aquellos minutos. En las balsas de sotavento, apuntando hacia el monstruo y la maquina enzarzados en un duelo, había cuatro artilugios semejantes a fuelles, con tolvas montadas por encima de las toberas.

Dos marineros manipulaban cada fuelle, y, a una serial del capitán, empezaron a bombear con todas sus fuerzas. Al mismo tiempo, un tercer marinero, que manejaba la tolva, descargo un chorro de polvo que flotó en la corriente creada por el fuelle. El viento recogió el polvo y lo sopló hacia los combatientes. La oscuridad dificultaba las estimaciones, pero Barlennan tenía habilidad para calcular la velocidad del viento y, al cabo de unos minutos de bombeo, lanzó otra orden.

Los operadores de las tolvas hicieron algo con las toberas de los fuelles, y una rugiente llamarada broto desde el Bree para envolver a ambos combatientes. Los tripulantes ya estaban protegidos con sus lonas, e incluso los «artilleros» se cubrían con telas que formaban parte de las armas; sin embargo, la vegetación que surgía de la nieve carecía de la altura y la densidad apropiadas para proteger a los combatientes. Lackland, utilizando expresiones que no le había enseñado a Barlennan, retrocedió bruscamente para alejarse de la nube de llamas, rezando para que el cuarzo de las escotillas aguantara. Su adversario, en cambio, aunque igualmente ansioso por alejarse, carecía del control necesario para hacerlo. Se lanzo primero hacia un flanco y luego hacia el otro, intentando escapar. La llamarada murió en segundos, dejando una nube de denso humo blanco que brillaba a la luz del tanque; pero, o bien el breve borbotón había sido suficiente, o bien el humo era igualmente mortífero, pues el monstruo actuaba de forma cada vez mas dislocada. Sus pasos desorientados se volvieron cada vez mas cortos y débiles, y sus patas perdieron fuerza para sostener tan vasta mole, que poco después se desmoronó y rodó hacia un costado. Las patas se agitaron frenéticamente por un tiempo, mientras el largo cuello se retraía y se estiraba, sacudiendo la cabeza en el aire y golpeándola contra el suelo. Al amanecer, el único movimiento era un estertor en la cabeza o las patas, y muy pronto la gigantesca criatura quedó totalmente tiesa.

— Barl, ¿qué demonios utilizaste para crear esa nube de fuego? ¿No pensaste que podías rajar las ventanillas del tanque?

El capitán, que había permanecido en la nave y estaba cerca de una de las radios, respondió al instante.

— Lo lamento, Charles. No sabía de que estaban hechas tus ventanillas, y en ningún momento pensé que nuestra nube de llamas construyera un peligro para tu gran máquina.

Tendré mas cuidado la próxima vez. El combustible es un polvo que obtenemos de ciertas plantas. Lo encontramos en forma de grandes cristales y tenemos que triturarlos con mucho cuidado, lejos de la luz.

Lackland cabeceó, digiriendo esta información. Sus conocimientos químicos eran escasos pero suficientes para comprender la naturaleza de ese combustible.

Fotocombustión… hidrógeno ardiendo en una nube blanca… manchas negras en la nieve… Por lo que sabia, solo podía tratarse de una cosa. El cloro es sólido a la temperatura de Mesklin y se combina violentamente con el hidrógeno; en cuanto al cloruro de hidrógeno, es blanco cuando esta en forma de polvo fino; y la nieve de metano que hirviera en el suelo también cedería su hidrógeno al voraz elemento, dejando carbono.

¡Vaya flora la de ese mundo! Debía presentar otro informe a Toorey, o quizá le conviniera reservarse ese bocado por si Rosten se enfadaba de nuevo.

— Lamento mucho haber puesto el tanque en peligro. — Barlennan aún parecía ansioso por disculparse —. Quizá debamos dejar que tu cañón se encargue de esas criaturas. Tal vez incluso puedas enseñarnos a utilizarlo. ¿Esta construido especialmente para funcionar en Mesklin, como las radios?

El capitán se pregunto si no habría ido demasiado lejos con su sugerencia, pero decidió que había valido la pena. No pudo ver ni interpretar la sonrisa con que Lackland le respondió.

— No, el cañón no fue adaptado para este mundo, Barlennan. Funciona bastante bien aquí, pero me temo que en tu país no tendría ninguna utilidad. — Cogió una regla de cálculos y luego añadió otra frase —. En vuestro polo, esta cosa dispararía a lo sumo a cincuenta metros.

Barlennan calló, defraudado. Los mesklinitas se pasaron varios días descuartizando el monstruo sacrificado, y Lackland rescató el caparazón como nueva protección contra las iras de Rosten. A continuación, la caravana reanudo la marcha.

Kilómetro a kilómetro, día tras día, el tanque y el remolque seguían avanzando. Aun avistaban las ciudades de aquellos gigantescos nativos. Dos o tres veces recogieron alimentos para Lackland, dejados en su trayecto por el cohete; con frecuencia se topaban con animales grandes, algunos como el que habían matado con el fuego de Barlennan, otros muy diferentes en tamaño y configuración. En dos ocasiones, la tripulación cazó herbívoros gigantes con las redes, despertando la admiración de Lackland. La diferencia de tamaño era mucho mayor que la existente entre los elefantes de la Tierra y los pigmeos africanos.

La zona era cada vez mas accidentada, y el río, que ellos habían bordeado intermitentemente durante cientos de kilómetros, se encogía y se dividía en muchos arroyos pequeños. Dos de esos tributarios resultaron difíciles de cruzar, y tuvieron que desenganchar el Bree del trineo para arrastrarlo a flote con una cuerda, mientras el tanque y el trineo avanzaban bajo la superficie por el lecho del río. Ahora, sin embargo, los arroyos eran tan angostos que el trineo los superaba en anchura y no sufrieron mas demoras.

Por fin, a dos mil kilómetros de los cuarteles de invierno del Bree y quinientos kilómetros al sur del ecuador, con Lackland agobiado por media gravedad más, los arroyos empezaron a seguir claramente el rumbo general de los viajeros. Lackland y Barlennan dejaron pasar varios días antes de mencionarlo, pues deseaban asegurarse, pero al fin ya no hubo dudas de que estaban en la divisoria de aguas que conducía al océano del este. La moral, que nunca había sido baja, mejoro notablemente. Varios marineros iban siempre encaramados al techo del tanque, anhelando ver el mar cada vez que llegaban a una cumbre. Incluso Lackland a veces cansado hasta el hartazgo, se sintió de mejor talante; y, si grande era su alivio, enormes fueron su alarma y su consternación cuando, de pronto, llegaron al borde de un precipicio: un descenso casi vertical de mas de veinte metros, que se extendía en ángulo recto con su trayectoria.