Durante largos momentos guardaron silencio. Lackland y Barlennan, que habían estudiado a fondo las fotografías con que habían preparado el mapa del viaje, estaban atónitos. La tripulación, por su parte, aunque no carecía de iniciativa, tomo la decisión colectiva de dejar aquel problema en manos del capitán y de su amigo alienígena.

— ¿Cómo puede estar ahí? — dijo Barlennan —. Veo que no es alto, en comparación con la nave desde la que tomaron las fotografías, pero ¿no tendría que haber arrojado una sombra en el resto del paisaje, antes del ocaso?

— Si, Barlennan, y solo se me ocurre una explicación de por que lo pasamos por alto.

Cada foto, como recordaras, abarca muchos kilómetros cuadrados; una incluiría toda la comarca que vemos desde aquí, e incluso más. La foto que cubre esta zona se debió de tomar entre el amanecer y el mediodía, cuando no había suficiente sombra.

— Entonces, ¿este risco no supera el marco de la foto?

— Posiblemente, pero es inútil buscar respuesta a esa pregunta. El verdadero problema, puesto que el risco existe, es como continuar el viaje.

Ese interrogante produjo otro silencio, que duro un tiempo. El primer piloto lo rompió, sorprendiendo al menos a dos personas.

— ¿No sería aconsejable pedir a los amigos del Volador que averigüen a que distancia se extiende el risco a ambos lados? Quizá sea posible descender por un declive más suave sin desviarnos demasiado. Para ellos no sería difícil trazar nuevos mapas, si omitieron el risco en el primero.

Barlennan tradujo el comentario y Lackland enarco las cejas.

— Parece que tu amigo habla ingles, Barl, pues comprendió muy bien nuestra última conversación. ¿O tenéis algún método de comunicación que yo ignore?

Barlennan se volvió hacia el piloto, sobresaltado y confundido. No había comunicado su conversación a Dondragmer; evidentemente el Volador tenía razón: el piloto había aprendido algo de inglés. Lamentablemente, sin embargo, la otra pregunta también contenía algunas verdades; Barlennan estaba seguro de que muchos sonidos de su aparato vocal no eran audibles para el terrícola, aunque ignoraba la razón. Durante varios segundos vaciló, tratando de decidir si sería mejor revelar la aptitud de Dondragmer, el secreto de su comunicación, ambas cosas, o bien, en un alarde de destreza, ninguna de ellas. Barlennan hizo lo que pudo.

— Al parecer, Dondragmer es mas listo de lo que pensé. ¿Es verdad que has aprendido algo del idioma del Volador, Dondragmer? — Lo preguntó en ingles, y con una modulación que Lackland podía captar. A continuación, en los tonos más agudos de su propio idioma, añadió—: Di la verdad. Quiero ocultar todo el tiempo posible que podemos hablar sin que él nos oiga. Responde en el idioma de él, si puedes.

El piloto obedeció, aunque ni siquiera el capitán habría adivinado sus pensamientos.

— He aprendido mucho de tu idioma, Charles Lackland. No pensé que te opusieras.

— No me opongo en absoluto, Dondragmer. Estoy muy complacido, y admito que sorprendido. Con gusto te habría enseñado como a Barl si hubieras ido a la estación. Ya que aprendiste solo, supongo que comparando nuestras conversaciones con las actividades resultantes de tu capitán, te invito a participar. Tu sugerencia es atinada; llamare de inmediato a la estación Toorey.

El operador de la luna respondió de Inmediato, pues se mantenía una guardia constante en la frecuencia del transmisor principal del tanque, a través de varias estaciones de relé que giraban en el anillo exterior de Mesklin. Dijo que se realizaría una operación cartográfica cuanto antes.

Pero «cuanto antes» significaba varios días de Mesklin, y, mientras aguardaban, el trío procuró formular otros planes por si no podían sortear el risco dentro de una distancia razonable.

Un par de marineros manifestaron su deseo de saltar hacia abajo, para angustia de Barlennan. Entendía que el natural temor a las alturas no debía ser reemplazado por un desprecio total, aunque ahora toda la tripulación compartía ese deseo de trepar y saltar.

Pidió a Lackland que disuadiera a aquellos temerarios, y Lackland logro hacerlo calculando que esa caída de veinte metros equivalía a una caída de medio metro en su país natal. La comparación revivió en los recuerdos infantiles, pero se apresuró a apartarlos de su mente. El capitán, reflexionando sobre este episodio, llegó a la conclusión de que su tripulación estaba compuesta por lunáticos, y que él era el más chalado de todos; pero estaba seguro de que esa forma de demencia resultaría útil.

Durante un tiempo nadie tuvo una idea mas practica; Lackland aprovecho la oportunidad para dormir, pues necesitaba descanso. Había hecho dos largas siestas en su refugio, interrumpidas por una suculenta comida, cuando llegó el informe del cohete de exploración. Era breve y desalentador. El risco llegaba hasta el mar mil kilómetros al noreste de ese lugar, casi exactamente en el ecuador En dirección opuesta alcanzaba dos mil kilómetros, disminuyendo gradualmente de altitud y desapareciendo por completo a la latitud de cinco gravedades. No era perfectamente recto y revelaba una curvatura profunda que, en un punto, se alejaba del océano; el tanque se había atascado en ese punto. Dos ríos bajaban desde el borde dentro de los limites de la bahía, y el tanque se encontraba apresado entre ambos, pues era descabellado cruzarlos remolcando el Bree sin viajar primero muchos kilómetros corriente arriba desde las tremendas cataratas. Una de ellas estaba cincuenta kilómetros al sur; la otra, ciento cincuenta kilómetros al norte y al este alrededor de la curvatura del peñasco. El cohete no había podido examinar detalladamente esa comarca escarpada desde la altitud que debía mantener, pero el Intérprete dudaba que el tanque pudiera superar el obstáculo. En todo caso, el mejor sitio estaba cerca de una de las cataratas, donde la erosión era visible y quizás hubiera abierto sendas transitables.

— ¿Como rayos se puede formar semejante risco? — pregunto Lackland con amargura.

Dos mil quinientos kilómetros de risco, y tenemos que toparnos con él. Apuesto a que es el único de su especie en el planeta.

— No apuestes demasiado — replico el topógrafo —. Los chicos de fisiográfica cabecearon de gusto cuando se lo conté. Uno de ellos se sorprendió de que fuera el primero con el que te topabas; pero otro aclaró que la mayoría de ellos deben de estar situados a mas distancia del ecuador, así que no era tan sorprendente. Aun estaban discutiendo cuando los dejé. Supongo que es una suerte que tu amiguito deba efectuar la mayor parte del viaje por ti.

— No es mala idea. — Lackland hizo una pausa, pensando en algo mas —. Puesto que estas fallas son tan comunes, infórmame si hay otras entre el lugar donde nos encontramos y el mar. ¿Tendrás que hacer otro examen del terreno?.

— No. Consulte antes a los geólogos y eché un vistazo. Si puedes bajar este escalón, estarás bien. En realidad, podrías botar la nave de tu amigo en el río, al pie del risco, y él podría llegar por su cuenta. El mayor problema es el salto al vacío con ese velero.

— Salto al vacío… Hum. Se que lo dices en sentido figurado, Hank, pero tal vez hayas dado en el clavo. Gracias por todo. Hablaré contigo mas tarde. — Lackland se aparto del equipo y se recostó en la litera, devanándose los sesos. Nunca había visto el Bree a flote; la nave estaba encallada desde antes de su encuentro con Barlennan, y, en ocasiones recientes, cuando la había remolcado para cruzar ríos, él estaba dentro del tanque y bajo la superficie. Por lo tanto, no sabía a que altura flotaba el velero. Aun así, debía de ser muy liviano para flotar en un océano de metano líquido, pues dicha sustancia tiene la mitad de la densidad del agua. Además, el barco no era hueco, es decir, no flotaba en virtud de un gran espacio central con aire que reducía su densidad media, como una nave de acero en la Tierra. La «madera» del Bree era tan ligera como para flotar en metano y soportar el peso de los tripulantes y de un cargamento sustancial.

Una balsa individual, pues, no podía pesar mas que algunos gramos, quizás un kilo, en ese mundo y en ese lugar. Lackland podía instalarse en el borde del precipicio y bajar varias balsas por vez; dos marineros podrían alzar la nave, si lograba persuadirlos de ponerse debajo. Lackland no tenía cuerdas o cables, salvo los que utilizaba para remolcar el trineo; pero el Bree iba bien provisto de cuerdas, y los marineros podrían utilizarlas para afrontar la situación. ¿O no? En la Tierra era una operación marítima elemental; en Mesklin, con aquellos sorprendentes aunque comprensibles prejuicios contra los actos de elevar, saltar, arrojar y todo lo que involucrara alguna altura, la situación podía ser diferente. Bien, los marineros de Barlennan al menos podían atar nudos, y la idea de remolcar ya no debía de resultarles tan extraña, así que sin duda podían resolver el problema.

Sin embargo, necesitaba la opinión de Barlennan; tendiendo un pesado brazo, Lackland activo el transmisor más pequeño y llamo a su diminuto amigo.

— Barlennan, me preguntaba si tu gente podría bajar la nave con cables, una balsa cada vez, y ensamblarla en el fondo.

— ¿Cómo bajarías tu?

— No bajaría. Al sur, a cincuenta kilómetros de aquí, hay un gran no que es navegable hasta el mar, si el Informe de Hank Stearman es preciso. Mi sugerencia es remolcarte hasta la catarata, ayudarte a bajar el Bree, observar como botas la nave en el río y desearte buena suerte… Desde entonces, todo lo que podremos hacer por ti es darte informes sobre el tiempo y la navegación, tal como convinimos. ¿Tienes cuerdas que sostengan el peso de una balsa?

— Desde luego. El cordaje común soportaría la nave entera en esta región.

— ¿Y la tripulación? ¿Le agradara la idea de bajar por allí?

Barlennan reflexiono un instante.

— Creo que no habría inconveniente. Los bajaré en las balsas, encomendándoles alguna tarea, como la de procurar permanecer apartados de la roca. Eso les impedirá mirar hacia abajo y les mantendrá lo bastante ocupados para que no piensen en la altura. De cualquier modo, con esta sensación de euforia que tienen todos — Lackland gruño para sus adentros—, nadie teme una caída; lo cual casi raya en la imprudencia. Nos encargaremos de esa parte. ¿Quieres que nos dirijamos hacia esa catarata?

— De acuerdo.

Lackland se acomodo ante los controles, sintiendo una repentina fatiga. Su parte de la misión estaba a punto de terminar mucho antes de lo previsto, y su cuerpo pedía a gritos liberarse del peso que había soportado durante los últimos siete meses. Tal vez no hubiera debido quedarse todo el invierno, pero, a pesar del cansancio, no lo lamentaba.

El tanque viró hacia la derecha y se puso de nuevo en marcha, paralelamente al borde del precipicio, que quedaba a doscientos metros. Los mesklinitas estarían superando su miedo a la altura, pero Lackland empezaba a sufrirlo. Además, no había intentado reparar el foco principal desde su primera batalla con la fauna de Mesklin, y no tenía intención de viajar cerca de ese borde por la noche, guiándose solo con las luces de conducción.

Llegaron a la catarata en un solo tramo de veinte días. Tanto los nativos como Lackland la oyeron mucho antes de llegar: un vago rumor en el aire que gradualmente se transformo en un estruendo ahogado, y luego en un rugido que dejaba mal parado incluso al equipo vocal mesklinita. Era de día cuando la avistaron, y Lackland frenó involuntariamente al verla. El río tenía un kilómetro de anchura en el borde y era terso como vidrio, con un cauce que parecía desprovisto de rocas u otras irregularidades.

Simplemente se curvaba en el borde y caía hacia abajo. La catarata había erosionado mas de un kilómetro de terreno desde la línea del risco y tenían una espléndida vista del desfiladero. Las ondas no daban indicios de la velocidad de caída del líquido, pero si la violencia con que la espuma estallaba en el fondo. Aún con esa gravedad y esa atmósfera, una nube permanente de bruma ocultaba la parte inferior de la lamina curva, evaporándose gradualmente para revelar la encrespada y arremolinada superficie del río.

No había viento, excepto el creado por la catarata misma, y la corriente se calmaba al alejarse rumbo al océano.

Los tripulantes del Bree saltaron por la borda en cuanto se detuvo el tanque, y el modo en que se desperdigaron a lo largo del borde del desfiladero indicaba que no habría muchas dificultades para el descenso. Barlennan les ordeno que subieran a bordo, y de inmediato pusieron manos a la obra. Lackland se relajo una vez mas mientras extraían las cuerdas y arrojaban una plomada sobre el borde para obtener una medición más precisa de la altura del risco, Algunos marineros sujetaron todos los objetos sueltos de las balsas, aunque los preparativos para el viaje original habían dejado poco que hacer en este sentido; otros empezaron a desanudar las ataduras que unían las balsas y revisaron los parachoques que las mantenían a distancia segura. Trabajando deprisa, desprendieron una balsa tras otra del cuerpo principal de la nave.

Una vez iniciadas las faenas, Barlennan y el primer piloto se dirigieron al borde para determinar el mejor sitio para el descenso. El desfiladero fue desechado de inmediato; el río era demasiado turbulento allí, aunque hubieran querido hacer el ensamblaje a flote.

Sin embargo, resultó que casi cualquier otro punto de la superficie del risco era adecuado, así que los oficiales escogieron uno que estuviera cerca de la boca del desfiladero.

Tendrían que acarrear la nave ensamblada o sus partes separadas hasta el río, sin ayuda del tanque, y no había motivo para prolongar el viaje mas de lo necesario.

Armaron un andamiaje de mástiles en el borde para brindar un punto de suspensión que impidiera la fricción de las cuerdas, aunque los mástiles no tenían la longitud suficiente para mantener una balsa a mucha distancia de la pared del risco; acto seguido, unieron al andamiaje un aparejo de poleas, que Lackland observo con interés, y pusieron la primera balsa en posición. La acomodaron en una hamaca de cuerdas para que bajara horizontalmente, con el cable principal amarrado a la hamaca y asegurado en un árbol; varios marineros cogieron el cable y empujaron la balsa por encima del borde.

Todo andaba bien, pero Dondragmer y su capitán inspeccionaron cada detalle con sumo cuidado antes de que el piloto y un tripulante abordaran la plataforma que pendía con cierta inclinación contra la roca, unos dos o tres centímetros debajo del borde. Por un instante, cuando subieron a bordo, todos miraron con ansiedad; pero no ocurrió nada, y Dondragmer dio ordenes de iniciar el descenso. Todos los tripulantes que no manejaban el cable se acercaron al borde para presenciar la operación. A Lackland también le hubiera gustado mirar, pero no tenía intención de poner en peligro el tanque ni su persona. Además de su propio temor a la altura, el cordaje utilizado por los mesklinitas le producía aprensión; en la Tierra no hubiera podido sostener ni un saco de azúcar.

Los mesklinitas roncaron de excitación y se alejaron del borde, indicando que la primera balsa había llegado a salvo; Lackland pestañeo cuando los marineros procedieron a apilar varias balsas mientras subían el cable. Al parecer, no querían perder mas tiempo del necesario. Aunque confiaba en el juicio de Barlennan, el terrícola decidió inspeccionar la pila de balsas antes del descenso. Estaba a punto de ponerse la escafandra, cuando recordó que no era necesario; se relajo de nuevo, llamo a Barlennan y le pidió que dispusiera los aparatos de comunicación para que sus «ojos» enfocaran la actividad deseada. El capitán acató la orden de inmediato, pidiendo a un marinero que conectara uno de los aparatos al andamiaje, de tal modo que mirase hacia abajo, y que pusiera otro encima de la pila de balsas que acababan de amarrar a la hamaca de cuerdas. Lackland pasaba de un enfoque a otro mientras la operación proseguía su curso. El primero resultaba desconcertante, pues solo se veían unos metros de cable desde la lente y la carga parecía descender sin sostén; el otro le ofrecía una vista de la pared del risco, que sin duda habría sido fascinante para un geólogo. Con el descenso a medio concluir, decidió llamar a Toorey para invitar a los interesados a observar. El departamento de geología acepto y comento libremente el resto de la operación.

Bajaron una carga tras otra, sin variaciones que proporcionaran interés al procedimiento. Al final, instalaron un cable más largo y el descenso se manipuló desde abajo, pues la mayoría de los tripulantes ya se encontraba allí. Lackland sospecho la razón cuando Barlennan se aparto de la escena y brincó hacia el tanque. La radio instalada en el techo del vehículo era fija, y no había bajado con las demás.

— Solo nos quedan dos cargas, Charles — dijo el capitán —. Habrá un pequeño problema con la última. Nos gustaría mantener todo nuestro equipo, si es posible, lo cual significa desmantelar y bajar los mástiles utilizados con el aparejo. No queremos arrojarlos porque no sabemos si aguantaran. El suelo es muy rocoso abajo. ¿Podrías ponerte la escafandra y bajar a mano la ultima carga? Dispondré las cosas para que consista en una balsa, los mástiles, el aparejo y yo mismo.

Lackland quedo sorprendido ante el ultimo ítem.

— ¿Quieres decir que te confiarías a mis fuerzas, sabiendo que estoy soportando tres veces y media mi gravedad normal, mas el peso de mi escafandra?

— Por supuesto. La escafandra será tan pesada como para servir de ancla, y si te anudas una vuelta de cuerda alrededor del cuerpo, puedes bajarla gradualmente. No veo ninguna dificultad; la carga será de pocos kilos.

— Tal vez, pero hay otra cosa. Tu cuerda es muy delgada, y los guanteletes de mi escafandra resultan un poco toscos para coger objetos pequeños. ¿Que ocurrirá si la cuerda se me escapa?

Barlennan callo unos instantes.

— ¿Cuál es el objeto más pequeño que puedes manejar con razonable seguridad?

— Uno de tus mástiles, diría yo.

— No hay problema, pues. Enrollaremos la cuerda alrededor del mástil para que lo utilices como carrete. Luego arrojaras el mástil y la cuerda; si el mástil se parte, la perdida no será muy grande.

Lackland se encogió de hombros.

— Es tu salud y tu propiedad, Barl. Desde luego, seré cuidadoso; no quiero que te ocurra nada, y menos por negligencia mía. Saldré dentro de un instante.

Barlennan lo estaba esperando. Una sola balsa aguardaba ahora en el borde del risco, sujeta a la hamaca y preparada para el descenso. Encima había una radio y los restos amarrados del andamiaje, y el capitán arrastraba hacia Lackland el mástil que tenía la cuerda enroscada alrededor. El hombre se aproximaba con lentitud, pues la terrible fatiga parecía crecer a cada instante; pero al final llego a tres metros del borde, se inclinó tanto como se lo permitía su incomodo atuendo, y cogió el mástil. Sin una palabra de advertencia ni nada que sugiriese dudas sobre su amigo humano, Barlennan regreso a la balsa, se cercioró de que el cargamento estuviera bien amarrado, lo empujó hasta que oscilo en el borde del risco y trepó a bordo.

Se volvió para echar un ultimo vistazo a Lackland, y el hombre habría jurado que le guiñaba un ojo.

— Aguanta, Charles — dijo la voz por la radio.

El capitán se plantó resueltamente en el borde exterior de la balsa que colgaba en precario equilibrio. Tenía las pinzas bien cerradas sobre los aparejos, y solo eso lo mantenía a bordo cuando la plataforma se inclinó y se deslizó por encima del borde.

La cuerda que sostenía Lackland tenía margen suficiente para permitir una caída de medio metro; la balsa y el pasajero desaparecieron al instante. Un brusco tirón indico al hombre que la cuerda aun aguantaba, y poco después la voz de Barlennan le confirmo jovialmente esa información.

— ¡Bájala! — fue la frase final, y Lackland obedeció.

Con aquel carrete era como manejar una cometa: una cuerda enroscada en un palillo.

Aquello le evoco recuerdos infantiles; pero sabía que si perdía esa cometa tardaría mucho en reponerse.

La voz de Barlennan le llegaba de forma intermitente y siempre en tono alentador; era como si la pequeña criatura entendiera la angustia que embargaba a Lackland: «Ya vamos por la mitad», «Todo anda bien», «Ya no temo mirar hacia abajo, a pesar de la distancia». Y, al final:

— Ya llegamos, solo un poco más. Eso es, estoy abajo. Sostén el carrete un momento, por favor. Te avisaré cuando la zona este despejada y puedas arrojarlo.

Lackland continuo obedeciendo. Para conservar un recuerdo, intentó cortar un trozo del final del cable, pero le resultó imposible a pesar de la escafandra. Sin embargo, el borde de una de las pinzas de la escafandra tenía filo suficiente para cortar aquel material, y, cuando lo consiguió, se sujeto el recuerdo alrededor del brazo antes de cumplir las ultimas ordenes de su aliado.

— Ya hemos despejado la zona, Charles. Puedes soltar la cuerda y arrojar el mástil cuando quieras.

La delgada cuerda culebreo, perdiéndose de vista, y luego le siguió la rama de veinticinco centímetros que era uno de los principales mástiles del Bree. Ver cosas en caída libre en triple gravedad, pensó Lackland, era peor que pensar en ello. Quizá fuera mejor en los polos, donde no podías verlo. ¡Allí, un objeto caía a tres kilometres por segundo! Pero quizá la desaparición abrupta resultara igualmente agotadora para los nervios. Lackland ahuyentó esos pensamientos y regresó al tanque.

Durante el par de horas que duro la operación, observó a través de los visores a los tripulantes que ensamblaban el Bree. Con cierta nostalgia, vio el grupo de balsas internándose en la corriente y escucho los adioses de Barlennan, Dondragmer y la tripulación.

Guardo silencio unos minutos y llamo a la base de Toorey.

— Podéis venir a buscarme. Ya hice todo cuanto podía hacer en la superficie.