El mar estaba tibio, cristalino, apenas ondulado por las olas, de un color glauco, de espléndido fulgor. Dar Veter se adentró en él y, con el agua al cuello, abrió los brazos para mantenerse en pie sobre el fondo en declive. Al mirar a la refulgente lejanía, por encima del lomo de las suaves olas, le pareció de nuevo que se diluía en el agua convirtiéndose en parte integrante del inmenso líquido elemento. Traía al mar una pena escondida en el alma desde hacía tiempo: el dolor de la separación del Cosmos, con su apasionante grandeza y su océano de conocimientos e ideas, el pesar de la falta de aquella dedicación austera de cada día de la vida. Su existencia transcurría de un modo muy distinto. El amor creciente a Veda embellecía las jornadas de trabajo inhabitual, atenuando las nostalgias de un cerebro acostumbrado al libre pensamiento y excelentemente entrenado en la labor. Con entusiasmo de colegial, se abismaba en las investigaciones históricas. El río del tiempo, reflejado en su mente, le ayudaba a sobrellevar el cambio de vida. Agradecía a Veda que, con un tacto digno de ella, hubiera organizado aquellos viajes en giróptero por un país transformado por el trabajo del hombre. Y cuanto había perdido se tornaba pequeño en la magnitud de las labores terrenales, como en la inmensidad del mar. Dar Veter se resignaba a lo irreparable, que suele ser lo más difícil de aceptar…
Una voz dulce, casi infantil, le llamó. Dar Veter reconoció a Miiko y, echando atrás los brazos, tendióse boca arriba sobre la superficie, en espera de la pequeña muchacha. Ella, de un rápido salto, se tiró al mar. De sus cabellos, negros como la endrina, caían gruesas gotas, mientras su cuerpo tomaba bajo la translúcida capa de agua un matiz verdoso.
Luego, los dos juntos nadaron al encuentro del sol, hacia un islote, solitario y desierto, que se alzaba como un peñasco negro a un kilómetro de la orilla. En la Era del Gran Circuito, todos los niños, criados junto al mar, se hacían excelentes nadadores. Dar Veter poseía además, en este aspecto, aptitudes innatas. Al principio, nadó despacio, temeroso de que Miiko se cansase; pero la muchacha se deslizaba a su lado con facilidad y despreocupación. Algo intrigado por la destreza de la joven, Dar Veter fue aumentando el ritmo. Mas incluso cuando nadaba ya con todas sus fuerzas, Miiko no se quedó atrás, y su encantadora carita inmóvil continuaba serena. Empezó a oírse el sordo chapoteo de las olas en las rocas de la isla. Dar Veter hizo la plancha, y la muchacha, tomando impulso, describió un círculo y volvió hacia él.
— Miiko, ¡nada usted maravillosamente! — exclamó admirado y, luego de aspirar aire a pleno pulmón, contuvo la respiración.
— Nado peor que buceo — confesó la muchacha, y Dar Veter quedó sorprendido de nuevo.
— Mis antepasados eran japoneses — siguió diciendo Miiko —. Hubo en tiempos una tribu en la que todas las mujeres eran pescadoras de perlas y algas alimenticias. Aquel oficio fue transmitiéndose de generación en generación, hasta convertirse, durante un milenio, en un consumado arte. En mí se ha manifestado ahora de un modo casual.
— Nunca hubiera supuesto…
— ¿Que una descendiente lejana de pescadoras de perlas y algas llegase a ser historiadora? En nuestra familia existía una leyenda. Hace más de mil años, hubo un pintor japonés que se llamaba Yanaguihara Eygoro.
— ¡Eygoro! Entonces, su nombre…
— Es un caso raro en nuestros días, cuando se da a los niños cualquier nombre cuyo sonido sea grato. Por cierto que todos procuran elegir sonidos o palabras de las lenguas que hablaban los pueblos de que descienden. Su nombre, si no me equivoco, es de raíces rusas. ¿Verdad?
— ¡Exactamente! Y no sólo de raíces, sino de palabras enteras. La primera, Dar, significa don, presente y la segunda, Veter quiere decir viento…
— Yo desconozco el sentido del mío. Pero desde luego el pintor existió. Mi bisabuelo encontró uno de sus cuadros en un museo. Es un lienzo grande, puede usted verlo en mi casa. Para un historiador, ofrece interés. En él están representadas con nitidez la vida dura y viril, la pobreza y sencillez del pueblo… ¿Qué, seguimos nadando hacia adelante?
— ¡Espere un momento, Miiko! ¿Dice usted que hubo mujeres buceadoras?
— Sí. Y el pintor se enamoró de una de ellas y quedóse a vivir para siempre en la tribu.
Sus hijas se dedicaron también, toda su vida, a la pesca de perlas y algas. Mire ¡qué isla tan extraña! Parece un depósito circular o una torreta baja para la producción de azúcar.
— ¿De azúcar? — repitió Dar Veter, conteniendo la carcajada —. Cuando yo era pequeño, estas islas desiertas me fascinaban. Se alzan solitarias en medio del mar.
Encierran secretos en sus oscuros o inextricables bosques. En ellas puede hallarse todo lo imaginable, cuanto se ansia en los sueños.
La argentina risa de Miiko fue la recompensa a sus palabras. La muchacha, silenciosa, un poco triste de ordinario, estaba desconocida. Avanzando con audacia y alegría hacia las chapoteantes olas, continuaba siendo un enigma para Veter, hermética, distinta por completo a la diáfana Veda, cuyo arrojo era más bien expresión de una espléndida confianza que de una tenacidad auténtica.
Entre los grandes bloques de piedra, junto a la misma orilla, había unas galerías submarinas, soleadas y profundas. Recubiertas de oscuras esponjas, tapizadas con el terciopelo verde de las algas, conducían a la parte oriental del islote, donde se abría una oscura y enigmática sima. Dar Veter lamentó no haber pedido a Veda un mapa detallado del litoral. Las balsas de la expedición marítima brillaban al sol, junto al promontorio del Oeste, a unos kilómetros de ellos. Más cerca, se divisaba una playa de arena en suave pendiente, donde descansaban todos los miembros del grupo expedicionario. Aquel día se cambiaban los acumuladores de las máquinas. Y Veter se había entregado al infantil placer de explorar islas desiertas.
Un gran acantilado de andesita se cernía amenazador sobre los nadadores. Las roturas de las rocas eran recientes, pues un temblor de tierra había derrumbado hacía poco el sector quebrantado del litoral. La marejada era fuerte. Miiko y Dar Veter estuvieron nadando largo rato en las sombrías aguas de la costa oriental, hasta que encontraron un liso saliente de piedra al que trepó la muchacha con ayuda de su compañero.
Las gaviotas, alarmadas, volaron raudas en varias direcciones. El batir de las olas hacía retemblar las moles de andesita. No había el menor rastro de la presencia del hombre, ni huellas de animales; tan sólo desnudas rocas y espinosos arbustos.
Los nadadores subieron a la cima del islote para contemplar el furor de las olas que rompían abajo; luego descendieron de allí. Un olor acre emanaba de los arbustos emergentes de las quebradas. Tendido sobre la cálida piedra, Dar Veter miraba perezoso el agua que se extendía al Sur del saliente.
Agachada, al borde mismo de la roca, Miiko escudriñaba la hondura. No había allí bajíos ni amontonamientos de piedras desprendidas. El abrupto acantilado se alzaba sobre el agua oscura, aceitosa. El sol arrancaba de sus aristas cegadores destellos. Y donde la luz, cortada por la roca, penetraba vertical en el agua cristalina, apenas se columbraba el oscilante fondo llano, de clara arena.
— ¿Qué está usted viendo, Miiko?
La muchacha, absorta en sus pensamientos, no se volvió al pronto.
— Nada. A usted le atraen las islas desiertas; a mí, el fondo del mar. Y también me parece que en él se puede encontrar siempre algo interesante, hacer algún descubrimiento.
— Entonces, ¿por qué trabaja usted en la estepa?
— Tengo motivos. Para mí el mar es un gozo tan grande, que no puedo estar constantemente con él. Como tampoco es posible escuchar de continuo la música preferida. En cambio, luego, los reencuentros son más preciados…
Dar Veter asintió con la cabeza.
— ¿Qué, buceamos hasta allí? — preguntó Veter, señalando al blanco claror de la hondura.
Miiko enarcó las cejas, de ordinario alzadas junto a las sienes.
— ¿Podrá usted? Aquí la profundidad es de veinticinco metros por lo menos. Eso sólo está al alcance de un experto buceador…
— Lo intentaré… ¿Y usted?
En vez de responder, Miiko se puso derecha, miró en derredor, eligió una piedra grande y la llevó hasta el borde de la roca.
— Primero, déjeme probar a mí. No es mi costumbre bucear con una piedra. Pero quizá haya corriente, pues el fondo está demasiado limpio…
La muchacha alzó los brazos, inclinóse y se enderezó echando hacia atrás el cuerpo.
Dar Veter observaba sus movimientos respiratorios, para repetirlos. Miiko no volvió a pronunciar palabra. Después de hacer unos cuantos ejercicios más, tomó la piedra y se precipitó en la oscura sima, como en un abismo.
Pasado más de un minuto, Dar Veter empezó a sentir una vaga inquietud, pues la intrépida muchacha no reaparecía. Buscó a su vez una piedra, deduciendo que para él debía ser bastante más grande. Acababa de levantar un trozo de andesita, de cuarenta kilos, cuando Miiko emergió de las aguas. Respiraba con dificultad y parecía muy cansada.
— Ahí… ahí… hay un caballo — profirió jadeante.
— ¿Cómo? ¿Qué caballo?
— La estatua de un caballo enorme…, en un nicho natural. Voy a examinarlo debidamente.
— Miiko, eso es difícil. Volvamos a la playa. Tomaremos unos aparatos de buceo y una lancha.
— ¡No, no! Quiero hacerlo yo misma. Ahora. Será una victoria mía, y no de los aparatos. Luego llamaremos a todos.
— Pero ¡yo voy con usted! — decidió Dar Veter, agarrando su pedrusco.
Miiko sonrió.
— Tome una más pequeña. Ésta. ¿Y la respiración?
Dar Veter, sumiso, hizo los ejercicios y se tiró al mar con el pedrusco en las manos. El agua le golpeó en la cara y lo volvió de espaldas a Miiko, oprimiéndole el pecho con un dolor sordo que repercutía en los oídos. Se sobrepuso a él apretando las mandíbulas y poniendo todos sus músculos en tensión. La penumbra, gris y fría, se hacía más densa allí abajo; la alegre luz del día se apagaba rápidamente. La fuerza gélida y hostil del fondo le dominaba, sentía mareos y unas punzadas en los ojos. De pronto, la firme mano de Miiko le tocó el hombro, y sus pies rozaron la compacta arena, de tenues reflejos argentados. Al volver la cabeza con esfuerzo hacia donde le indicaba la muchacha, se tambaleó de la sorpresa y soltó el pedrusco; al momento, fue lanzado hacia arriba.
Envuelto en roja neblina, sin ver nada, no recordaba cómo había salido a la superficie.
Convulso, intentó recobrar la respiración normal. Poco después, los efectos de la presión submarina desaparecieron y en su memoria resurgió lo que había visto. ¡Cuántos detalles habían captado sus ojos y recogido su cerebro en un solo instante!
Las negras cumbres de dos rocas se juntaban formando gigantesca ojiva bajo la cual se erguía la figura de un caballo de colosales dimensiones. Ni una alga ni una concha se habían adherido a la pulida superficie de la estatua. El ignoto escultor, deseoso ante todo de representar la fuerza, había agrandado la parte anterior del cuerpo, ensanchando desmesuradamente el pecho del bruto, y elevado su combado cuello. La pata delantera izquierda estaba alzada y avanzaba la redonda rodilla doblada, mientras el enorme casco casi tocaba su pecho. Las otras tres patas se afianzaban tensas en el suelo, dando la impresión de que el caballo iba a abatirse sobre el que lo observaba y a aplastarle con su fantástico peso. Sobre el combado cuello se erizaban las crines, semejantes a crestas montañeras, la cabeza casi se apoyaba en el pecho, y bajo la agachada frente miraban amenazadores los ojos, con un rencor maligno reflejado también en las pequeñas orejas, pegadas a la testa de aquel pétreo monstruo.
Cerciorada de que Dar Veter había recobrado ya el aliento, Miiko le dejó tendido sobre la lisa piedra y se zambulló de nuevo en el agua. Por fin, cansada de las profundas inmersiones y contenta del soberbio hallazgo, la muchacha se sentó al lado de su compañero y permaneció callada largo rato, junto a él, hasta que la respiración se hizo normal.
— Sería interesante saber cuántos años tiene esa estatua — dijo Miiko pensativa.
Dar Veter se encogió de hombros al recordar lo que más le había sorprendido.
— ¿Por qué el caballo no está cubierto de algas y conchas?
Miiko se volvió hacia él con rapidez.
— ¡En efecto! Yo he visto ya hallazgos semejantes. Resultó que habían sido recubiertos de una sustancia que impedía la adherencia a ellos de seres vivos. Por consiguiente, la estatua debe de ser de fines del último siglo de la Era del Mundo Desunido.
En el mar, entre la orilla y el islote, apareció un nadador. Al acercarse, alzóse un poco del agua y saludó afectuoso, agitando las manos. Dar Veter vio el ancho pecho y la reluciente piel oscura de Mven Mas. Poco después, la alta figura negra trepaba a la roca y una sonrisa plena de bondad iluminaba el mojado rostro del nuevo director de las estaciones exteriores. Saludó a la pequeña Miiko con una rápida inclinación de cabeza y a Dar Veter con amplio y natural ademán.
— Ren Boz y yo hemos venido, por un día, a pedirle consejo.
— ¿Ren Boz?
— Es un físico de la Academia de los Límites del Saber…
— Le conozco un poco. Trabaja en la esfera de las relaciones mutuas entre el espacio y el campo. ¿Dónde lo ha dejado usted?
— En la orilla. Él no nada tan bien como usted, al menos…
Un ligero chapoteo interrumpió las palabras de Mven Mas.
— ¡Voy a ver a Veda! — gritó Miiko desde el agua.
Dar Veter sonrió cariñoso a la muchacha.
— ¡Lleva un descubrimiento! — le explicó a Mven Mas, y empezó a contarle el hallazgo del caballo submarino.
El africano le oía sin interés. Sus largos dedos palpaban el mentón. Y Dar Veter leyó en sus ojos inquietud y esperanza.
— ¿Tiene usted alguna preocupación seria? Entonces, ¿a qué demorar el asunto?
Mven Mas aprovechó la invitación. Sentado al borde de la roca, sobre el abismo que ocultaba el enigmático caballo, comenzó a hablar de sus terribles dudas. Su entrevista con Ren Boz no había sido casual. La visión del magnífico mundo de la Épsilon del Tucán no le abandonaba ni un instante. Y desde aquella noche acariciaba una ilusión:
aproximarse a aquel mundo, venciendo a toda costa la enorme distancia que le separaba de él. Para que la emisión y recepción de informaciones, señales y vistas no requiriesen ya seiscientos años, plazo inaccesible para la vida humana. Sentir el pulso y el aliento de aquella vida hermosa, tan análoga a la nuestra, tender la mano a nuestros hermanos de allá, a través de la inmensidad del Cosmos. Mven Mas había concentrado toda su atención en el estudio de los problemas no resueltos y de los ensayos no terminados que venían realizándose, desde hacía ya mil años, en la investigación del espacio como función de la materia. El problema que soñaba Veda Kong la noche de su primera intervención por el Gran Circuito…
En la Academia de los Límites del Saber, dirigía esas investigaciones Ren Boz, joven físico-matemático. Su entrevista con Mven Mas y la amistad ulterior entre ambos eran debidas a la comunidad de afanes.
Ren Boz consideraba que el problema estaba ya lo suficientemente estudiado para pasar a la experimentación. El ensayo, como todo lo relativo a las dimensiones cósmicas, no podía ser efectuado en laboratorio. La magnitud de la cuestión exigía un experimento en gran escala. Ren Boz había llegado al convencimiento de que era preciso hacerlo por medio de las estaciones exteriores, utilizando toda la energía terrestre, incluso la estación de reserva de energía Qui, de la Antártida.
Al mirar con fijeza a Mven Mas y ver sus febriles ojos y el temblor de las aletas de su nariz, Dar Veter tuvo la sensación del peligro.
— ¿Usted necesita saber qué haría yo en su lugar? — formuló tranquilo la decisiva pregunta.
Mven Mas asintió con la cabeza y se pasó la lengua por los resecos labios.
— Yo no realizaría el experimento — manifestó Dar Veter, recalcando las palabras, indiferente a la mueca de dolor del africano, tan fugaz, que habría pasado inadvertida a un interlocutor menos atento.
— ¡Me lo figuraba! — exclamó impetuoso Mven Mas.
— Entonces, ¿por qué daba importancia a mi consejo?
— Creía que conseguiríamos convencerle.
— Bueno, ¡pues inténtenlo! Vayamos a la orilla a reunimos con los camaradas.
Seguramente, estarán preparando los aparatos de buceo para ver el caballo.
Veda cantaba, acompañada de dos voces femeninas desconocidas.
Al divisar a los nadadores, los llamó, infantil, con la mano. La canción se interrumpió.
Dar Veter reconoció a una de las mujeres: era Evda Nal. Por primera vez la veía sin la blanca bata de médico. Su esbelta figura se destacaba por la blancura de la piel, no tostada aún del sol. Por lo visto, la famosa psiquiatra había estado muy ocupada últimamente. Sus cabellos, negros como la endrina, partidos por una raya en medio, estaban recogidos junto a las sienes. Los pómulos salientes sobre las mejillas un poco hundidas destacaban los ojos alargados, negros, de penetrante mirada. Su rostro recordaba vagamente a una esfinge del antiguo Egipto, aquella que, desde tiempos inmemoriales, estuviera en un extremo del desierto ante las pirámides, tumbas de los faraones del más antiguo Estado de la Tierra. Diez siglos después de que el desierto hubiese desaparecido, sobre las arenas rumoreaban bosquecillos y vergeles, y la esfinge estaba cubierta por un gran fanal que no ocultaba los hoyos de su cara, roída por el tiempo.
Dar Veter, recordando que Evda Nal descendía de peruanos o de chilenos, la saludó a la manera antigua de los sudamericanos adoradores del Sol.
— El trabajo con los historiadores le ha sido provechoso — bromeó Evda —. Debe darle las gracias a Veda…
Dar Veter se volvió presuroso hacia su encantadora amiga, pero ella le tomó del brazo y le condujo adonde estaba una mujer completamente desconocida.
— ¡Le presento a Chara Nandi! Todos nosotros somos huéspedes suyos y del pintor Kart San, pues ellos viven aquí desde hace ya un mes. Su estudio ambulante se encuentra al fondo de la ensenada.
Dar Veter tendió la mano a la joven mujer, que le miraba con sus azules ojazos. Por un instante, quedó suspenso de admiración: había en aquella mujer algo que la diferenciaba de todas las demás. Estaba en pie entre Veda Kong y Evda Nal, cuya belleza, pulida por un intelecto preclaro y una larga labor reglamentada de investigación científica, palidecía, sin embargo, ante la maravillosa y radiante hermosura de la desconocida.
— Su nombre se parece algo al mío — comentó Dar Veter.
Las comisuras de los pequeños labios temblaron de la contenida risa.
— Sí, lo mismo que usted a mí.
Dar Veter miró por encima de la abundante cabellera negra, espesa, reluciente y un poco ondulada, de la joven mujer y dirigió a Veda una ancha sonrisa.
— Veter, usted no sabe decir galanterías a las mujeres — dijo Veda picara, ladeada la cabeza.
— ¿Es preciso eso ahora, cuando ha desaparecido la necesidad del engaño?
— Es preciso — terció en la conversación Evda Nal —. ¡Y lo será siempre!
— Mucho me agradaría que me lo explicasen — repuso Dar Veter, frunciendo levemente el entrecejo.
— Dentro de un mes, pronunciaré mi discurso de otoño en la Academia de las Penas y de las Alegrías. En él hablaré mucho de la importancia de las emociones directas… — y Evda Nal hizo una inclinación de cabeza a Mven Mas, que se acercaba.
El africano, según su costumbre, caminaba a pasos iguales, silenciosos. Dar Veter observó que las mejillas morenas de Chara se teñían de vivo arrebol, como si el sol de que estaba impregnado todo su cuerpo asomase, de súbito, a través de la bronceada piel.
Mven Mas saludó con indiferencia.
— Voy a traer a Ren Boz. Está sentado sobre aquella piedra.
— Vayamos allí — propuso Veda —, y al encuentro de Miiko, que ha ido en busca de los aparatos. Chara Nandi, ¿nos acompaña usted?
La muchacha negó con la cabeza.
— Ya viene mi dueño y señor. El sol se ha puesto, pronto empezará el trabajo…
— Es penoso posar, ¿verdad? — preguntó Veda —. ¡Una verdadera hazaña! Yo no podría.
— Yo también creía lo mismo. Pero cuando la idea del pintor apasiona, participa una misma en la creación. Busca el modo de encarnar la imagen… ¡En cada movimiento o línea hay millares de matices! Y hay que atraparlos como los sonidos fugitivos de la música…
— ¡Chara, usted es un tesoro para un pintor!
— ¡Un tesoro! — repitió una fuerte voz de bajo, interrumpiendo a Veda —. ¡Si supieran cómo lo encontré!.. ¡Es algo increíble! — y el pintor Kart San agitó en alto el puño poderoso. Sus claros cabellos se esparcieron al viento, su atezado rostro enrojeció.
— Acompáñenos, si tiene tiempo — le rogó Veda —, y nos lo contará.
— Yo soy mal narrador. Sin embargo, esto es interesante. Me ocupo de la reconstitución de diversos tipos raciales existentes en la antigüedad, hasta la misma Era del Mundo Desunido. Después del éxito de mi cuadro «La hija de Gondwana», ardía en deseos de crear otro tipo racial. La belleza del cuerpo es la mejor expresión de una raza a través de generaciones de vida sana y pura. Antiguamente, cada raza tenía su ideal, su canon de belleza, que se venía estableciendo ya desde los tiempos del salvajismo. Tal es la concepción que tenemos de esto los pintores, a quienes se nos considera rezagados de las cimas de la cultura… Así se nos debió de considerar siempre, incluso en las cavernas de la Edad de Piedra. Pero me estoy desviando del tema… Concebí un cuadro titulado «La hija de Tetis», mejor dicho, del Mediterráneo. Me asombraba que en los mitos de la Grecia antigua, de Creta, de Mesopotamia, de América, de la Polinesia, los dioses procedieran del mar. ¿Hay algo más maravilloso que el mito heleno de Afrodita, la diosa del Amor y la Belleza de los antiguos griegos? Hasta su propio nombre:
Afrodita Anadiómene, nacida de la espuma, emergida del mar… ¡Una diosa que nació de la espuma fecundada por el fulgor de las estrellas sobre el mar, en la noche! ¿Qué pueblo ha inventado algo más poético?…
— Del fulgor de las estrellas y la espuma del mar — repitió en un susurro Chara. Veda Kong miró con disimulo a la muchacha.
Su perfil neto, como tallado en madera o en piedra, evocaba los pueblos antiguos. La nariz, pequeña y recta, ligeramente redondeada; la frente, un poco inclinada hacia atrás; el tesonero mentón y, en particular, la gran distancia entre la nariz y la oreja, todos los rasgos característicos de los viejos moradores de la cuenca del Mediterráneo estaban reflejados en el rostro de Chara.
Veda la examinó discretamente, de pies a cabeza, y decidió que todo en ella era un poco «excesivo». La piel, demasiado tersa; el talle, demasiado fino; las caderas, demasiado anchas… Manteníase muy erguida, lo que destacaba su busto firme. Tal vez fuera aquella acentuación lo que buscaba el artista.
Mas cuando una barrera rocosa le cerró el paso, Veda cambió de opinión inmediatamente: Chara Nandi saltaba de piedra en piedra con la ligereza y gracia de una bailarina.
«Sin duda, hay en sus venas sangre india — pensó Veda —. Se lo preguntaré luego…» — Para crear «La hija de Tetis» — continuó el pintor —, necesitaba familiarizarme con el mar, habituarme a él por entero, pues mi cretense deberá salir del mar como Afrodita, pero de manera que todos lo comprendan. Cuando me disponía a pintar «La hija de Gondwana», trabajé tres años en una explotación forestal del África Ecuatorial. Terminado el lienzo, me puse a trabajar de mecánico en una motora postal, y estuve repartiendo el correo, a través del Atlántico, durante dos años. Llevaba la correspondencia a todas esas factorías pesqueras, salinas y fábricas de sustancias albuminoideas que se encuentran allí, flotando sobre enormes balsas metálicas.
«Una tarde, yo conducía la motora por el Atlántico central, al Oeste de las Azores, donde una contracorriente se junta con la corriente septentrional. Allí corren siempre grandes olas, una tras otra, tremendas, como cadenas montañosas. Mi lancha motora tan pronto se lanzaba contra las nubes bajas, como volaba sobre las simas que se abrían entre las olas. Rugía la hélice; yo estaba de pie en el alto puente, junto al timonel. Y de pronto… ¡Nunca lo olvidaré!
«Imagínense, una ola más grande que las otras venía rauda a nuestro encuentro. Y en su lomo, bajo las mismas nubes compactas y cernidas, de un color rosáceo con nacarados reflejos, se alzaba una muchacha cuyo cuerpo parecía de bronce rojizo… La ola avanzaba silenciosa, y ella se deslizaba sola, henchida de orgullo, en medio del océano infinito. Mi motora se elevó a gran altura y pasamos veloces frente a la muchacha, que agitaba la mano saludándonos afectuosa. Entonces advertí que se mantenía sobre un lat, una de esas planchas con acumulador y motor que se gobiernan con los pies.
— Las conozco — repuso Dar Veter —. Sirven para deslizarse sobre las olas.
— Lo que más me sorprendió fue que, alrededor, no hubiera nada; tan sólo nubes bajas, el mar, desierto en cientos de millas a la redonda, la luz vespertina y la muchacha sobre la ola enorme. Aquella muchacha era…
— ¡Chara Nandi! — exclamó Evda Nal —. Ya me lo suponía… Pero ¿de dónde había salido?
— ¡Claro que no de la espuma y del fulgor de las estrellas! — repuso Chara, dando suelta a su risa, argentina —. De una fábrica de albúminas, simplemente. Nos encontrábamos entonces al borde de la zona de los sargazos, donde se cría la clorella.
Yo trabajaba allí de biólogo.
— Supongámoslo — asintió conciliador Kart San —. Pero desde aquel momento usted fue para mí la hija del Mediterráneo, surgida de la espuma, y el modelo forzoso para mi cuadro. Llevaba esperándola un año entero.
— ¿Nos permite que vayamos a ver el lienzo? — rogó Veda Kong.
— Desde luego, pero no a las horas de trabajo; es mejor por la tarde. Yo pinto muy despacio y no puedo soportar la presencia de nadie mientras estoy creando.
— ¿Emplea usted pinturas?
— Nuestro trabajo ha cambiado poco en los milenios de existencia de la pintura. Las leyes ópticas y el ojo del hombre son los mismos. Se ha agudizado la percepción de algunos matices e inventado las pinturas cromocatóptricas, con reflejos internos, y algunos métodos de armonización de colores. Pero, en general, los pintores de la más remota antigüedad trabajaban como yo. Y en ciertos aspectos, mejor… Hay que tener paciencia, y saber creer; nos hemos vuelto demasiado impetuosos y faltos de fe en nuestra razón. Y para el arte, la ingenuidad es preferible a veces… ¡Bueno, me he puesto a divagar otra vez! Debo marcharme, ya es hora… Vamos, Chara.
Todos se detuvieron para seguir con la mirada al pintor y a su modelo.
— Ahora ya sé quién es — murmuró Veda —. Yo he visto su cuadro «La hija de Gondwana».
— Y yo también — dijeron a un tiempo Evda Nal y Mven Mas.
— ¿De Gondwana, el país de los gonds? — preguntó Dar Veter —. De esa región de la India, ¿verdad?
— No. Del nombre colectivo de los continentes meridionales, del país de la antigua raza negra.
— ¿Y cómo es esa «Hija de los negros»?
— El cuadro es sencillo: ante una llanura de la estepa, a la luz de un sol deslumbrador, una muchacha negra sale de la linde de un amenazador bosque tropical. La mitad de la cara y del cuerpo, firme, como de bronce, está iluminada intensamente; la otra mitad, en densa penumbra. Un collar de blancos colmillos de fiera rodea su alto cuello, lleva los cortos cabellos recogidos sobre la nuca y ceñidos por una corona de flores escarlata. Con la mano derecha alzada, aparta de su camino la última rama de árbol y con la izquierda retira de la rodilla un tallo espinoso. El cuerpo en movimiento, la respiración libre, el vigoroso impulso de la mano revelan la despreocupación de una vida juvenil que se funde con la naturaleza en un todo, siempre móvil como un torrente… Y esta fusión se concibe como un saber, como un conocimiento instintivo del mundo… En los oscuros ojos, dirigidos a la lejanía por encima del mar de hierba azulenca, hacia los vagos contornos de las montañas, se percibe, se siente la inquietud, la espera anhelosa de grandes pruebas en el mundo nuevo que acaba de abrirse ante ella.
Evda Nal calló.
— ¿Y cómo pudo Kart San transmitir todo eso? — preguntó Veda Kong —. Tal vez, por medio de las finas cejas fruncidas, del cuello levemente inclinado hacia adelante, de la nuca, desnuda e indefensa. Sus maravillosos ojos están llenos de la sabiduría de la naturaleza antigua… Y lo más extraño es esa impresión simultánea de fuerza despreocupada, danzarina, y de ansia de conocer.
— ¡Lástima que yo no lo haya visto! — se lamentó Dar Veter, lanzando un suspiro —.
Habrá que ir al Palacio de la Historia. Veo los colores del cuadro, pero no acabo de imaginarme la pose de la muchacha.
— ¿La pose? — repitió Evda Nal, parándose —. Pues mire, aquí tiene a «La hija de Gondwana»… — se quitó de los hombros la toalla, alzó el brazo derecho en arco, echóse un poco hacia atrás y se puso de medio lado hacia Dar Veter. La larga pierna, ligeramente levantada, inició un leve paso que no acabó de dar, y quedó inmóvil rozando la tierra con la punta de los dedos. Y al instante, su flexible cuerpo se transfiguró, pleno de belleza y lozanía.
Todos se habían detenido sin ocultar su admiración. Dar Veter exclamó:
— Evda, ¡yo no me figuraba!.. Es usted peligrosa como la hoja de un puñal medio desnudo.
— Veter, ¡otra vez son torpes sus galanterías! — bromeó Veda riendo —. ¿Por qué «medio» y no «del todo»?
— Tiene perfecta razón — le defendió Evda Nal, ya la misma de antes —. Precisamente, no del todo. Nuestra nueva conocida, la encantadora Chara Nandi, sí que es la hoja refulgente de un puñal completamente desnudo, hablando en el lenguaje épico de Dar Veter.
— ¡Me resisto a creer que alguien pueda compararse con usted! — resonó tras una roca una voz enronquecida.
Evda Nal fue la primera en advertir unos cabellos rojizos, recortados, y unos ojos de un color azul pálido que la miraban extasiados. Nunca había visto ella, en rostro alguno, semejante expresión de arrobamiento.
— Soy Ren Boz — dijo con timidez el pelirrojo, cuando su cuerpo, enjuto, de mediana estatura, se hubo alzado tras el peñasco.
— Le buscábamos — repuso Veda, tomando al físico del brazo —. ¡Aquí tiene a Dar Veter!
Ren Boz se puso colorado, y ello hizo que las abundantes pecas de su cara y cuello se destacaran más.
— Me he entretenido arriba — se disculpó, señalando a la rocosa vertiente —. Allí hay una tumba antigua.
— En ella yace un célebre poeta de tiempos muy remotos — explicó Veda.
— Tiene una inscripción tallada, aquí está — y el físico desplegó una lámina de metal.
Pasó por ella una regla corta, y en la superficie mate fueron apareciendo cuatro líneas de signos azules.
— ¡Oh, son letras europeas! Caracteres empleados hasta la implantación del alfabeto lineal universal. Su forma absurda es heredada de los pictogramas, aún más antiguos.
Pero esta lengua yo la conozco.
— ¡Pues lea, Veda!
— ¡Unos minutos de silencio! — ordenó, y todos se sentaron sumisos en las piedras.
Veda Kong empezó a leer:
«Se apagan con el tiempo, se hunden en el espacio
pensamientos, hechos, sueños, barcos…
Mas yo me llevo, en mi viaje eterno,
¡lo que la Tierra tiene de más bello!..»
— ¡Magnífico! — exclamó Evda Nal, irguiéndose sobre las rodillas —. Un poeta contemporáneo no hablaría con más claridad de la fuerza del tiempo. Me gustaría saber cuál de los dones de la Tierra consideraba mejor y se llevó consigo, en sus pensamientos, antes de la muerte.
A lo lejos, apareció una canoa, de plástico transparente, con dos personas.
— Son Miiko y Sherlis, un mecánico del lugar. No; me he equivocado — rectificó Veda —. ¡Es el propio Frit Don, el jefe de la expedición marítima! Hasta la noche, Veter, se quedarán solos los tres. Yo me llevo a Evda.
Las dos mujeres corrieron hacia las leves olas y empezaron a nadar juntas en dirección al islote. La canoa viró hacia ellas, pero Veda le hizo con la mano señas de que siguiera adelante. Ren Boz, inmóvil, observaba embelesado a las nadadoras.
— ¡Despiértese, Ren, y hablemos del asunto! — le gritó Mven Mas, y el físico sonrió turbado y dócil.
La explanada de arena compacta, entre dos cadenas rocosas, se convirtió en sala de conferencias científicas. Ren Boz, armado de un trozo de concha, escribía y trazaba.
Excitado, se echaba de bruces sobre la arena, para borrar con su cuerpo lo trazado en ella, y reemprendía su obra. Mven Mas mostraba su asentimiento o animaba al físico con breves exclamaciones. Dar Veter, hincados los codos en las rodillas, se enjugaba el sudor que asomaba a su frente a causa del esfuerzo para comprender al que hablaba. Por fin, el físico pelirrojo calló y, jadeante, se sentó en la arena.
— Sí, Ren Boz — dijo Dar Veter, después de un prolongado silencio —; ¡ha hecho usted un gran descubrimiento!
— ¿Yo solo?… Hace ya mucho tiempo que el viejo matemático Heisenberg formuló el principio de la indeterminación, de la imposibilidad de determinar exactamente el lugar de las partículas ínfimas. Pero lo imposible se ha hecho posible merced a la comprensión de las transiciones recíprocas, es decir, gracias al cálculo repagular. Por aquel mismo tiempo se descubrió la nube anular mesónica de núcleo atómico y el estado transitorio entre el nucleón y ese anillo; es decir, se llegó a los umbrales de la noción de la antigravitación.
— Supongamos que sea así. Yo no soy muy entendido en matemáticas bipolares, y menos aún en su parte referente al cálculo repagular, al estudio de los límites de transición. Pero lo que usted ha hecho en materia de las funciones umbrías es algo absolutamente nuevo, aunque poco comprensible para nosotros, los no doctos en este aspecto. Sin embargo, yo concibo la grandeza del descubrimiento. Sólo que… — Dar Veter no acabó la frase.
— ¿Qué, concretamente? — preguntó alarmado Mven Mas.
— ¿Cómo hacer la experiencia? A mí me parece que no tenemos posibilidades de crear un campo electromagnético de tanta intensidad…
— ¿Para equilibrar el campo de gravitación y obtener el estado transitorio? — inquirió Ren Boz.
— Precisamente. Y en ese caso el espacio situado más allá de los límites del sistema continuará fuera de nuestra influencia.
— Cierto. Pero, según las reglas de la dialéctica, la solución hay que buscarla siempre en lo opuesto. Si se consigue la sombra antigravitatoria no por el método discontinuo, sino por el vectorial…
— ¡Oh, eso es una idea!.. Pero ¿cómo?
Ren Boz trazó rápidamente tres líneas rectas, un estrecho sector y cortó todo ello con un arco de gran radio.
— Esto se sabía ya antes de las matemáticas bipolares. Hace varios siglos se le llamaba el problema de las cuatro dimensiones. Por aquel entonces estaba aún difundido el concepto de las múltiples dimensiones del espacio; desconocían las propiedades umbrías de la gravitación, intentaban asimilarlas a los campos electromagnéticos y creían que los puntos singulares significaban la desaparición de la materia o su transformación en algo inexplicable. ¿Cómo podían imaginarse el espacio conociendo tan mal la índole de los fenómenos? Sin embargo, nuestros antepasados adivinaron, ¿se da usted cuenta? comprendieron que si, por ejemplo, la distancia de una estrella A al centro de la Tierra, siguiendo esta línea OA, es de veinte quintillones de kilómetros, la distancia a esa misma estrella, siguiendo el vector OV, equivale a cero… Prácticamente, no será cero, sino una magnitud tendente a cero. Y decían que el tiempo se reducía a cero si la velocidad del movimiento era igual a la de la luz… ¡Pues el cálculo coclear también ha sido descubierto muy recientemente!
— El movimiento espiral se conocía hace miles de años — indicó con prudencia Mven Mas.
Ren Boz hizo un ademán de desdén.
— El movimiento, ¡pero no sus leyes! Pues bien, si el campo de gravitación y el electromagnético son dos aspectos de una misma propiedad de la materia, si el espacio es función de la gravitación, la función del campo electromagnético es el antiespacio. La transición de una a otra de la función umbría vectorial del espacio cero, conocido en el lenguaje corriente con la denominación de velocidad de la luz. Y yo considero posible obtener el espacio cero en cualquier dirección. Mven Mas quiere alcanzar la Épsilon del Tucán. A mí me da lo mismo, con tal de hacer el experimento. ¡Con tal de hacerlo! — repitió el físico bajando los párpados, de cortas pestañas rubias, con aire de cansancio.
— Para ese experimento necesitan ustedes no sólo las estaciones exteriores y la energía terrestre, como decía Mven Mas, sino también una instalación especial. ¡Yo no creo que pueda montarse con facilidad y rapidez!
— En ese terreno hemos tenido suerte. Se puede utilizar la de Kor Yull, en las inmediaciones del Observatorio del Tíbet, donde hace ciento setenta años se realizaron experiencias para la investigación del espacio. Hará falta un pequeño reequipamiento, y en cuanto a los auxiliares voluntarios, yo dispondré en cualquier momento de cinco mil, diez mil, veinte mil. Bastará que los llame, para que pidan permiso y se presenten.
— Verdaderamente, tienen ustedes previsto todo. Sólo queda una cosa, la más seria: el peligro del experimento. Los resultados pueden ser de lo más imprevisto, pues con arreglo a las leyes de los grandes números, no es posible realizar la experiencia en pequeña escala. Hay que pasar inmediatamente a la escala extraterrestre…
— ¿Y que hombre de ciencia teme al riesgo? — replicó Ren Boz, encogiéndose de hombros.
— ¡Yo no me refiero al factor personal! Sé que se presentarán a millares en cuanto lo requiera la peligrosa y desconocida empresa. Pero el experimento englobará las estaciones exteriores, los observatorios, todo el ciclo de aparatos que han costado a la humanidad un trabajo gigantesco; aparatos que han abierto una ventana al Cosmos e iniciado a los terrenos en la vida, las actividades creadoras y el saber de otros mundos habitados. Esa ventana es una realización grandiosa del genio humano. ¿Y tenemos derecho ustedes y yo, tiene derecho cualquier otro hombre o grupo de personas a correr el riesgo de cerrarla aunque sólo sea temporalmente? Yo quisiera saber si se sienten ustedes con tal derecho y en qué se basan para ello.
— Yo lo tengo — afirmó Mven Mas levantándose —, y lo baso en lo siguiente… Usted ha participado en excavaciones… ¿Acaso esos miles de millones de osamentas desconocidas en tumbas ignoradas no nos llaman, no nos exigen y reprochan? A mí se me aparecen esos miles de millones de vidas humanas extinguidas, cuya juventud, belleza y goce de existir se fueron en un instante como se va la arena entre los dedos de la mano, ¡y reclaman que se despeje la gran incógnita del tiempo, que se entable la lucha con él! La victoria sobre el espacio es también la victoria sobre el tiempo. ¡Por eso estoy seguro de que tengo razón y de la grandeza de la empresa proyectada!
— Pues mi impulso es distinto — dijo Ren Boz —. Pero esto constituye otro aspecto de la misma cuestión. El espacio en el Cosmos continúa siendo insuperable; separa los mundos, nos impide encontrar planetas parecidos al nuestro por su población y formar con ellos una sola familia plena de dicha y fuerza. Ello sería la más grandiosa transformación después de la Era de la Unificación Mundial, de aquel tiempo en que la humanidad suprimió al fin la absurda división en que vivían sus pueblos para fundirse en un todo único, realizando así un gigantesco ascenso a un nuevo grado de dominio de la naturaleza. Cada paso en esta vía nueva vale más que todo lo restante, que todas las demás investigaciones y conocimientos.
Apenas hubo callado Ren Boz, tomó de nuevo la palabra Mven Mas:
— Yo tengo, por añadidura, un motivo personal. Cuando yo era joven, cayó en mis manos una recopilación de viejas novelas históricas. En ella había una dedicada a sus antepasados, Dar Veter. Habían sido atacados por uno de esos grandes conquistadores de antaño, salvajes exterminadores de seres humanos, que tanto abundaban en la historia de la humanidad en las épocas de las sociedades primitivas. La novela hablaba de un joven fuerte que quería, con un amor sin límites, a una muchacha. Su adorada fue hecha prisionera y llevada a lo que entonces se llamaba el «destierro». Imagínese usted: hombres y mujeres, atados, eran conducidos, como el ganado, al país de los invasores.
La geografía de la Tierra no la conocía nadie, los únicos medios de locomoción eran los caballos de silla y las bestias de carga. Nuestro planeta era a la sazón más enigmático y vasto, más peligroso e infranqueable que hoy día el Universo. El joven héroe buscó a su amada durante años y años, vagando a la ventura, corriendo toda suerte de riesgos en el corazón de las montañas de Asia. Difícil es expresar la impresión que produjo aquel libro en mi alma de adolescente, pero hasta hoy me parece que sería capaz de salvar todos los obstáculos del Cosmos, ¡con tal de conseguir el objetivo amado!
Dar Veter esbozó una sonrisa.
— Yo me hago cargo de sus sentimientos, pero no comprendo qué relación lógica existe entre esa novela rusa y su afán de dominar el Cosmos. La actitud de Ren Boz me es más comprensible. Aunque usted me ha prevenido de que se trata de un motivo personal…
Dar Veter calló. Su silencio se prolongaba tanto, que Mven Mas empezó a removerse inquieto.
— Ahora caigo en la cuenta — reanudó sus consideraciones Dar Veter — de por qué antes los hombres fumaban, bebían, tomaban narcóticos para animarse en los momentos de indecisión, de zozobra, de soledad. Ahora, yo también estoy solo e indeciso. No sé qué decirles. ¿Quién soy yo para prohibir esa grandiosa experiencia? Pero, al propio tiempo, ¿puedo autorizarla? Deben dirigirse al Consejo, y entonces…
— ¡No, eso no! — repuso Mven Mas, levantándose, y su enorme cuerpo se puso en tensión como ante un peligro mortal —. Conteste a nuestra pregunta: ¿haría usted el experimento? Como director de las estaciones exteriores. No como respondería Ren Boz… ¡Su asunto es diferente!
— ¡No! — contestó Dar Veter con firmeza —. Yo esperaría aún.
— ¿A qué?
— ¡A que se construyese un centro experimental en la Luna!
— ¿Y la energía?
— Como el campo de atracción lunar es más pequeño y más reducida la escala de la experiencia, podría bastar con la energía de unas cuantas estaciones Q.
— De todos modos, para eso haría falta un centenar de años, ¡y yo no le vería jamás!
— Usted no. Mas para la humanidad no es de tanta importancia que se haga ahora o a la generación siguiente.
— Pero para mí eso sería el fin, ¡el fin de mis sueños! Y para Ren Boz…
— Para mí sería la imposibilidad de comprobar por medio de la experimentación y, por consiguiente, de corregir, de continuar la obra.
— ¡Una sola opinión no vale nada! Diríjanse al Consejo.
— El Consejo ha decidido ya, con las ideas y palabras de usted. No hay que esperar nada de él — dijo en voz baja Mven Mas.
— Tiene usted razón. El Consejo se negará también.
— No le pregunto más. Me considero culpable; Ren y yo hemos hecho recaer sobre usted todo el peso de la decisión.
— Es mi deber, como mayor en experiencia. No es culpa suya que la tarea haya resultado tan grande y peligrosa en extremo. Ello me entristece y apena…
Ren Boz fue el primero en proponer el regreso al campamento provisional de la expedición. Los tres, abatidos, echaron a andar arrastrando los pies por la arena y deplorando cada uno a su manera el haber tenido que renunciar al inaudito experimento.
Dar Veter miraba de reojo a sus compañeros y pensaba que él era el que más sufría.
Había en lo hondo de su ser un temerario arrojo con el que venía luchando toda su vida.
Se parecía en algo a los antiguos bandoleros: ¿por qué había sentido con tanta plenitud el goce de la astuta liza con el toro?… Y su alma se sublevaba contra la decisión tomada, decisión sensata, pero no intrépida.