La médica Luma Lasvi y el biólogo Eon Tal salieron del camarote-enfermería. Erg Noor se abalanzó hacia ellos.

— ¿Cómo está Niza?

— Viva, pero…

— ¿Se muere?

— Por ahora no. Tiene una parálisis general. Están afectados todos los nervios de la medula espinal, el sistema parasimpático, los centros de asociación y sensorios. La respiración es lentísima, pero regular. El corazón da un latido cada cien segundos. Esto no es la muerte, sino un colapso completo que puede prolongarse indefinidamente.

— ¿El conocimiento y los dolores están excluidos?

— Sí.

— ¿En absoluto? — inquirió el jefe.

Su mirada era imperiosa, penetrante, pero la médica no se turbó y repuso:

— ¡En absoluto!

Erg Noor miró interrogante al biólogo. Éste asintió con la cabeza.

— ¿Qué piensa usted hacer?

— Mantenerla en un medio a temperatura constante, en reposo absoluto, bajo una luz débil. Si el colapso no progresa… eso será una especie de sueño… y no importa que dure hasta la Tierra… Allí, la hospitalizaremos en el Instituto de Corrientes Neurológicas. Pues la lesión ha sido causada por una corriente. La escafandra está perforada en tres lugares.

¡Menos mal que Niza no respiraba apenas!

— Yo vi los agujeros y los tapé con mi emplasto — dijo el biólogo.

Erg Noor le estrechó el brazo en silencio, agradecido.

— Sin embargo… — prosiguió Luma —, mejor sería abandonar cuanto antes el campo de gravitación acrecentada… Y al propio tiempo, lo más peligroso no es la aceleración al emprender el vuelo, sino la vuelta a la fuerza de gravedad normal.

— Comprende. Teme usted que el pulso se haga aún más lento. ¿Pues esto no es un péndulo que acelera sus oscilaciones en un campo de gravitación acrecentada?…

— En conjunto, el ritmo de los impulsos en el organismo obedece a las mismas leyes. Si los latidos del corazón disminuyen hasta uno por cada doscientos segundos, la afluencia de sangre al cerebro no será suficiente, y…

Erg Noor, abismado en sus meditaciones, se había olvidado de los que le rodeaban; al volver de su ensimismamiento, dio un hondo suspiro.

Sus colaboradores le aguardaban pacientes.

— ¿No sería una solución someter el organismo a la hipertensión en una atmósfera enriquecida de oxígeno? — preguntó el jefe, cauteloso, y las sonrisas satisfechas de Luma y Eon Tal le advirtieron ya que la idea era buena.

— Saturar de gas la sangre, bajo una mayor presión parcial, es un remedio magnífico…

Claro que tomaremos medidas contra la trombosis, y entonces, aunque sólo haya un latido cada doscientos segundos, no importará. La regularización vendrá luego…

Eon mostró, bajo el bigote negro, los fuertes dientes blancos, y su severo rostro tomó al momento una expresión juvenil, alegre y despreocupada.

— El organismo quedará inconsciente, pero vivo — aseguró Luma, más tranquilizada —.

Vamos a preparar la cámara. Quiero utilizar la gran vitrina de silicol que estaba destinada para Zirda. En ella cabe un sillón flotante, que servirá de lecho durante el despegue.

Cuando la aceleración cese, instalaremos a Niza definitivamente.

— En cuanto estén preparados, comuníquenlo al puesto de comando. No nos detendremos aquí ni un minuto más. ¡Basta de tinieblas y de pesantez en este mundo negro!..

Todos se dirigieron presurosos a distintos compartimientos, luchando cada uno como podía con la agobiadora fuerza de gravedad del planeta negro.

Y las señales de despegue resonaron como una marcha triunfal.

Nunca habían experimentado los tripulantes una sensación de alivio tan placentera como la que sintieron al hundirse en el blando abrazo de los sillones de aterrizaje. Pero alzar el vuelo, desprenderse del pesado planeta era empresa ardua y peligrosa. La aceleración necesaria para el despegue se encontraba en el límite de la resistencia humana, y el más leve error del piloto podía dar lugar al perecimiento de todos.

Entre el formidable rugido de los motores planetarios, Erg Noor condujo la astronave siguiendo la tangente al horizonte. Las palancas de los sillones hidráulicos descendían más y más bajo la creciente pesantez. Parecía que de un momento a otro iban a llegar al tope, y entonces, como bajo una prensa, la tremenda aceleración rompería los frágiles huesos humanos. Las manos del jefe, que pulsaban los botones de los aparatos, se habían vuelto terriblemente pesadas. Pero los recios dedos accionaban, y la Tantra, describiendo un suave arco gigantesco, se elevaba cada vez más en las densas tinieblas para salir a la negrura translúcida del infinito. Erg Noor no apartaba los ojos de la línea roja del nivelador horizontal, que oscilaba en equilibrio inestable, indicando que la nave se disponía a pasar del ascenso al descenso, siguiendo la trayectoria de caída. El pesado planeta no dejaba aún a la nave escapar de su cautiverio. Erg Noor decidió poner en marcha los motores de anamesón, de una potencia capaz de liberar al navío cósmico de las garras de cualquier planeta. La tintineante vibración obligó a la Tantra a estremecerse.

La línea roja se elevó en una decena de milímetros sobre cero. Un poco más, y…

Por el periscopio de observación de la parte superior del casco, el jefe de la expedición vio que la astronave se cubría de una fina capa de llamas azulencas que se deslizaban con lentitud hacia la popa. ¡La atmósfera había sido atravesada! En el inmenso vacío, siguiendo la ley de la superconductibilidad, las corrientes eléctricas residuales fluían por el mismo casco de la Tantra.

Las estrellas habían aguzado de nuevo sus puntas, y la astronave liberada volaba, alejándose cada vez más del terrible planeta. A cada segundo, disminuía la fuerza de atracción. Los cuerpos se tornaban más ligeros. El aparato de gravitación artificial empezó a entonar su cancioncilla, y su tensión terrestre ordinaria parecía extraordinariamente pequeña después de aquellos interminables días bajo la prensa del planeta tenebroso.

Los tripulantes saltaron de sus sillones. Ingrid, Luma y Eon bailaban los más difíciles pasos de una danza fantástica. Pero pronto llegó la reacción inevitable, y la mayor parte de la tripulación quedó sumida en breve sueño reparador. Solamente permanecían despiertos Erg Noor, Peí Lin, Pur Hiss y Luma Lasvi. Había que calcular la trayectoria provisional de la Tantra y describir una curva gigantesca, perpendicular al plano de rotación del sistema de la estrella T, para evitar sus cinturones glacial y meteorítico.

Después, se podría lanzar la astronave a la velocidad sublumínica normal y acometer la larga labor de fijar el verdadero curso.

La médica observaba el estado de Niza después del despegue y la vuelta a una fuerza de gravedad normal para los seres terrenos. Pronto pudo tranquilizar a todos con la noticia de que las pausas entre las pulsaciones eran de ciento diez segundos. En una atmósfera superoxigenada, aquello no constituía peligro de muerte. Luma Lasvi pensaba recurrir al tiratrón, estimulante electrónico de la actividad cardíaca, y a otros neurosecretores.

La vibración de los motores de anamesón hizo gemir durante cincuenta y cinco horas las paredes de la astronave, hasta que los contadores señalaron una velocidad de novecientos setenta millones de kilómetros por hora, próxima ya al límite de seguridad. El alejamiento de la estrella de hierro aumentaba en más de veinte mil millones de kilómetros cada día terrestre. Difícil es describir la grata sensación de alivio que experimentaban los trece viajeros después de las duras pruebas soportadas: el planeta muerto, la desaparición del Algrab y, por último, la angustia de aquel terrible sol negro. La alegría de la liberación no era, sin embargo, completa: el tripulante catorce, la joven Niza Krit, yacía inmóvil, presa de un letargo cercano a la muerte, en un aislado sector del camarote-enfermería…

Cinco mujeres de la Tantra — Ingrit, Luma, joven, segundo ingeniero electrónico, la geólogo y Yone Mar, profesora de gimnasia rítmica, que ejercía además las funciones de distribuidora de los alimentos, operadora aérea y coleccionista de los materiales científicos — se reunieron como para unas exequias antiguas. El cuerpo de Niza, liberado por completo de sus vestiduras, fue lavado con unas soluciones TM y AS; luego, lo tendieron sobre un grueso tapiz, cosido a mano, de blandas esponjas del Mediterráneo.

Pusieron el tapiz sobre un colchón neumático y lo cubrieron con una campana de silicol rosáceo. Un aparato de precisión — el termobarooxistato — podía mantener, durante años, la temperatura, la presión y el régimen de aire precisos en el interior de la gruesa campana. Unos blandos salientes de caucho mantenían a Niza en la misma posición, que Luma Lasvi pensaba cambiar una vez al mes. Lo que más había que temer eran las consecuencias de una larga y absoluta inmovilidad en el lecho. Por ello, Luma decidió someter a observación el cuerpo de Niza y renunciar a un sueño prolongado durante el año o dos que duraría el viaje. El estado cataléptico de la paciente continuaba. Lo único que había conseguido Luma Lasvi era acelerar el pulso hasta una pulsación por minuto. Y aquel éxito, por pequeño que fuera, evitaba a los pulmones una perniciosa saturación de oxígeno.

Pasaron cuatro meses. La astronave seguía su verdadera trayectoria, exactamente calculada, que contorneaba la región de los meteoritos libres. La tripulación, extenuada por las peripecias y el enorme trabajo, estaba sumida en un sueño que había de durar siete meses. Esta vez no eran tres, sino cuatro personas las que velaban: a Erg Noor y Pur Hiss, que estaban de guardia, se habían agregado Luma Lasvi y el biólogo Eon Tal.

El jefe de la expedición, que había logrado salir de la situación más difícil en que se encontrara una astronave terrestre en todos los tiempos, se sentía solo. Era la primera vez que cuatro años de viaje hasta la Tierra le parecían interminables. No trataba de forjarse ilusiones, de engañarse a sí mismo, porque sólo en nuestro planeta tenía esperanza de salvar a su Niza.

Venía demorando largamente algo que debía haber hecho al siguiente día de emprender el vuelo; la proyección de los estereofilmes electrónicos del Argos. Erg Noor quería ver y oír con Niza las primeras noticias de los espléndidos mundos, de los planetas que rodeaban a la estrella azul y de las noches estivales de la Tierra. Deseaba que Niza estuviese con él cuando se realizasen los más audaces y románticos sueños del pasado y el presente: el descubrimiento de nuevos mundos siderales, futuras islas lejanas de la humanidad…

Aquellos filmes — rodados a ocho parsecs del Sol, hacía ochenta años, y guardados en la astronave descubierta en el planeta negra de la estrella T — se conservaban en perfecto estado. Y la estereopantalla semiesférica llevó a los cuatro espectadores de la Tantra a la región donde la azul Vega brillaba alta, esplendorosa.

Con rapidez, cambiaban los breves temas: aparecía, agrandándose, el astro de deslumbrantes fulgores azules; sucedíanse cuadros instantáneos, descuidados, de la vida de la nave. El jefe de la expedición, extraordinariamente joven para el cargo — tendría a lo sumo veintiocho años —, trabajaba ante la máquina calculadora. Astronautas aún más jóvenes realizaban las observaciones. Se mostraban las obligatorias pruebas deportivas y danzas rítmicas ejecutadas diariamente por los tripulantes con precisión de acróbatas.

Una voz burlona explicaba que la campeona, durante todo el viaje a Vega, continuaba siendo la biólogo. Y en efecto, aquella muchacha de cabellos cortos, del color del lino, combaba de un modo prodigioso su espléndido cuerpo, magníficamente desarrollado, exhibiendo los más difíciles ejercicios.

Al ver aquellas imágenes, completamente reales, que conservaban la naturalidad del colorido, se olvidaba que aquellos jóvenes astronautas, tan alegres y enérgicos, habían sido devorados hacía mucho tiempo por los terribles monstruos del planeta de la estrella de hierro.

La sucinta crónica de la vida de la expedición pasó en un abrir y cerrar de ojos. Los amplificadores de luz del aparato de proyección empezaron a susurrar zumbantes: el astro violeta brillaba con una claridad tan intensa, que hasta su pálido reflejo en la pantalla obligó a los espectadores a ponerse gafas de protección. La estrella gigantesca, muy aplanada, casi tres veces mayor que el Sol por su diámetro y masa, giraba vertiginosamente a la velocidad ecuatorial de trescientos kilómetros por segundo. Aquel globo de un gas de indescriptible refulgencia, con una temperatura de once mil grados en su superficie, extendía a millones de kilómetros sus alas de arisado fuego. Parecía que los rayos de Vega, como potentes lanzas, de millones de kilómetros de longitud, volaban por el espacio atravesando y destruyendo cuanto encontraban en su camino. En lo hondo de su resplandor se ocultaba el planeta más próximo a la estrella azul. Mas ninguna nave de la Tierra o de sus vecinos del Circuito podía llegar a aquel océano de fuego. A la proyección visual siguió un informe verbal sobre las observaciones efectuadas, y en la pantalla aparecieron las líneas semiespectrales de unos planos estereométricos que indicaban la situación del primero y del segundo planeta de Vega. El Argos ni siquiera había podido aproximarse al segundo, situado a cien millones de kilómetros de la estrella.

Unas monstruosas protuberancias, emergidas de las profundidades de aquel océano de transparentes llamas violeta — la atmósfera sideral —, tendían en el espacio sus destructores brazos, abrasándolo todo. Era tan grande la energía de Vega, que emitía la luz de los quanta máxima, parte violeta e invisible del espectro. A los ojos humanos, incluso protegidos por un triple filtro, les daba una espantosa impresión de irrealidad, de la presencia de un fantasma, casi invisible, portador de un peligro mortal… Tempestades de luz se desencadenaban, superando la atracción de la estrella. Sus repercusiones lejanas sacudían y balanceaban el Argos. Los contadores de rayos cósmicos y de otras radiaciones duras dejaron de funcionar. En el interior de la nave, a pesar de su coraza, empezó a producirse una ionización peligrosa. Y allí dentro de la astronave, se podía conjeturar únicamente la furia con que se precipitaba en los abismales espacios aquel tremendo torrente de rayos y el inútil derroche de quintillones de kilovatios de aquella energía.

El jefe del Argos conducía prudentemente la astronave hacia el tercer planeta, muy voluminoso, pero revestido tan sólo de una fina capa de atmósfera transparente. Por lo visto, el ígneo aliento de la estrella azul había quitado el manto de gases ligeros, que se extendía, como una larga cola de débil brillo, tras la parte oscura del planeta. Las corrosivas emanaciones del flúor, el veneno del óxido de carbono y la densidad de los gases inertes hacían que en aquella atmósfera no pudiera subsistir, ni un segundo, nada terrestre.

De las entrañas del planeta salían agudos picos, afiladas crestas, cuarteados muros, casi verticales, de bloques rojos como heridas o negros como simas. En las planicies de luva, barridas por furiosos torbellinos, se divisaban quebradas y abismos que emanaban candente magma y parecían venas de fuego escarlata.

A gran altura, se alzaban densas nubes de ceniza, de un deslumbrante color azul celeste en la parte iluminada y negras, impenetrables, en la parte sombría. Gigantescos rayos, de miles de kilómetros de longitud, fulguraban zigzagueantes en todas direcciones, testimoniando la intensa saturación eléctrica de aquella atmósfera sin vida.

Veíase el pavoroso fantasma violeta del enorme sol, y el cielo negro, medio cubierto por un halo irisado, mientras abajo, en el planeta, se extendían unas sombras carmesíes en contraste con los caóticos amontonamientos de rocas, los llameantes surcos, sinuosidades y círculos de fuego y el continuo resplandor de unos relámpagos verdes…

Los estereotelescopios transmitían aquel cuadro y los filmes electrónicos lo recogían con una precisión imparcial ajena al ser humano.

Pero, a más de los aparatos, estaban allí los viajeros, seres vivos, sensibles, y su razón protestaba contra aquellas insensatas fuerzas de destrucción y acumulación de la materia inerte y discernía la hostilidad de aquel mundo de fuego cósmico desencadenado.

Absortos por el espectáculo, los cuatro astronautas intercambiaron unas aprobatorias miradas cuando la voz comunicó que el Argos se dirigía hacia el cuarto planeta.

Unos segundos más tarde, bajo los telescopios de la quilla del navío aparecía, agrandándose, el último planeta de Vega, de unas dimensiones semejantes a las de la Tierra. El Argos descendía casi verticalmente. Sin duda, los viajeros habían decidido explorar a toda costa el último planeta, última esperanza de descubrir un mundo que, aunque no fuera magnífico, sería al menos apto para la vida.

Erg Noor se sorprendió a sí mismo pronunciando mentalmente el concesivo modo adverbial. Seguramente, el mismo curso habían seguido los pensamientos de quienes habían gobernado el Argos y examinado con sus potentes telescopios la superficie del planeta.

«¡Al menos!»… Aquellas tres sílabas guardaban el adiós a los sueños de ver los espléndidos mundos de Vega, de hallar planetas-perlas en el fondo del océano cósmico.

Para ello, unos habitantes de la Tierra se habían recluido voluntariamente, para cuarenta y cinco años, en la astronave, y habían abandonado, por más de sesenta años, el planeta en que nacieran.

Pero, cautivado por el espectáculo, Erg Noor no pensó en aquello al instante. La pantalla semiesférica le atraía con sus profundidades, llevándole sobre la superficie del planeta infinitamente lejano. Para gran desdicha de los exploradores — de los muertos y de los vivos —, el planeta se asemejaba a Marte, vecino más próximo de la Tierra en el sistema solar y conocido desde la infancia. La misma envoltura gaseosa, fina y transparente; el mismo cielo verde negruzco, siempre sin nubes; la misma superficie plana de continentes desiertos con cadenas de derruidas montañas. Pero en Marte las noches eran gélidas y los días se distinguían por los bruscos cambios de temperatura.

Había allí pantanos poco profundos, parecidos a enormes charcos, que, por las fuertes evaporaciones, habían quedado casi secos; lluvias menudas y muy poco frecuentes, leves escarchas, una flora mortecina y una fauna extraña, sin vigor, subterránea.

En cambio, las jubilosas llamas del sol azul recalentaban tanto el planeta, que todo él exhalaba el abrasador aliento de los más cálidos desiertos de la Tierra. El vapor de agua ascendía en cantidad ínfima a las capas superiores de la envoltura aérea, y las inmensas llanuras tan sólo eran sombreadas por los remolinos de las corrientes térmicas que agitaban sin cesar la atmósfera. El planeta, como los restantes, giraba con rapidez. La refrigeración nocturna había convertido las rocas en un océano de arena, cuyos inmensos manchones — anaranjados, violeta, verdes, azulados o de cegadora blancura — extendíanse por doquier y parecían de lejos mares o imaginaria maleza. Las desmoronadas cordilleras, más altas que las de Marte, pero tan muertas como ellas, estaban revestidas de una brillante corteza negra o de color castaño. El sol azul, con sus potentes radiaciones ultravioleta, destruía los minerales y volatilizaba los elementos ligeros.

Diríase que las refulgentes arenas de las planicies lanzaban llamas. Erg Noor recordó que, en la antigüedad, cuando los hombres de ciencia no constituían la mayoría, sino solamente un grupo insignificante de la población terrestre, los escritores y los artistas soñaban a menudo con las gentes de otros planetas, adaptadas a la vida en temperaturas elevadas. Aquello era hermoso y poético, aumentaba la fe en el poderío del ser humano.

Los habitantes de los planetas de los soles azules, caldeados por su ígneo aliento, ¡recibían a sus hermanos de la Tierra!.. Gran impresión había producido a muchos, entre ellos a Erg Noor, un cuadro que se conservaba en el museo de un centro oriental de la zona Sur, destinada a las viviendas. Veíase en el lienzo una planicie de arena escarlata con brumas en el horizonte, un cielo gris en llamas y, bajo él, unas figuras humanas, sin rostro, metidas en escafandras refractarias que proyectaban unas sombras azul-negras, de contornos extraordinariamente acusados. Estaban paradas en poses muy dinámicas, rebosantes de sorpresa, ante la esquina de una gran construcción metálica, calentada casi al rojo vivo. Al lado, había una mujer desnuda de esparcidos cabellos bermejos. Su clara piel relucía con fulgores aún más intensos que los de la arena: las sombras lila y grosella destacaban cada línea de su figura que se alzaba como una bandera de victoria de la vida sobre las fuerzas del Cosmos.

Audaz era el sueño, pero completamente irreal, pues estaba en contradicción con todas las leyes del desarrollo biológico, conocidas ahora, en la época del Circuito, con mucha más profundidad que en los tiempos en que fue pintado el cuadro.

Erg Noor se estremeció cuando la superficie del planeta, reflejada en la pantalla, vino rauda a su encuentro. El desconocido piloto del Argos se disponía a descender. Muy cerca, se deslizaban conos de arena, negras rocas, yacimientos de unos refulgentes cristales verdes. La astronave giraba en espiral, regularmente, alrededor del planeta, de un polo al otro. No había ningún rastro de agua ni de vida vegetal; si al menos lo hubiera, por primitiva que ésta fuese. ¡Otra vez «al menos»!..

Y surgió la nostálgica tristeza de la soledad, de la nave perdida en las lejanías muertas, bajo el poder de la estrella de las llamas azules… Erg Noor sentía como suya la esperanza de los que habían hecho el filme observando el planeta en busca, al menos, de una vida pasada. Todo el que había aterrizado en planetas muertos, desérticos, sin agua ni atmósfera, conocía bien aquellas afanosas búsquedas de presuntas ruinas, vestigios de ciudades y construcciones en los contornos casuales de quebradas y rocas sueltas, inertes, o en los despeñaderos de montañas donde jamás existiera vida alguna.

Pasaba rápida por la pantalla la tierra del lejano mundo, calcinada, sin un solo lugar umbrío, arrasada por furiosos torbellinos. Y Erg Noor, consciente del fracaso de los remotos sueños, se esforzaba en comprender cómo había podido surgir aquel falso concepto acerca de los calcinados mundos de la estrella azul.

— Nuestros hermanos terrenos quedarán decepcionados — dijo en voz baja el biólogo, que se había aproximado al jefe — cuando sepan la verdad. Millones de personas de la Tierra han contemplado a Vega en el transcurso de muchos milenios. En las noches estivales del Norte, todos los jóvenes enamorados y soñadores tendían la mirada hacia el cielo. En verano, Vega, esplendorosa y azul, brilla casi en el cénit, ¿cómo no deleitarse en su contemplación? Hace miles de años, la gente sabía ya bastante acerca de las estrellas. Mas, por una extraña orientación de sus pensamientos, no sospechaba que casi todas las estrellas de rotación lenta y campo magnético potente tenían planetas, del mismo modo que casi todos los planetas tienen satélites. Los hombres desconocían esta ley, pero soñaban con sus hermanos de otros mundos y, ante todo, con los de Vega, el sol azul. Yo recuerdo unos bellos versos, traducidos de una lengua antigua, consagrados a los semidioses de la estrella azul.

— Yo sueño con Vega desde aquel mensaje del Argos — dijo el jefe, volviéndose hacia Eon Tal —. Y ahora está claro que la milenaria atracción subyugante de los maravillosos y lejanos mundos cegaba a multitud de hombres sabios y prudentes y a mí mismo.

— ¿Cómo descifra usted ahora el mensaje del Argos?

— Simplemente así: «Los cuatro planetas de Vega carecen por completo de vida. No hay nada más hermoso que nuestra Tierra. ¡Qué dicha será volver a ella!» — ¡Tiene usted razón! — exclamó el biólogo —. ¿Por qué no se le habrá ocurrido a nadie antes?

— Puede que se le haya ocurrido a alguien, pero no a nosotros, los astronautas, y quizá, tampoco al Consejo. Sin embargo, eso nos hace honor, ¡pues es el sueño audaz, y no la decepción escéptica, lo que triunfa en la vida!

El vuelo circundante del planeta había terminado en la pantalla. A continuación, vinieron las informaciones grabadas por la estación automática enviada para analizar las condiciones en la superficie del mismo. Luego, se oyó una fortísima explosión: era que habían lanzado una bomba geológica. Hasta la astronave llegó una gigantesca nube de partículas minerales. Aullaron las bombas al recoger el polvo en los filtros de los canales aspiradores laterales. Varias muestras de polvillo mineral, procedente de las arenas y montañas del planeta calcinado, llenaron las probetas de silicol; el aire de las capas superiores de la atmósfera fue encerrado en balones de cuarzo.

Después, el Argos emprendió el viaje de regreso, que debería durar treinta años y que el destino le impidió terminar. Y ahora era su camarada terrestre quien habría de llevar a las gentes todo lo que habían conseguido, con tanto esfuerzo, paciencia y arrojo, los audaces exploradores muertos…

La continuación de las informaciones grabadas — seis bobinas de observaciones — debían ser estudiadas por los astrónomos de la Tierra, y lo más esencial sería transmitido por el Gran Circuito.

Nadie quiso ver los filmes referentes a la suerte ulterior del Argos: su lucha encarnizada contra la avería y la estrella T y el último carrete sonoro, especialmente trágico, pues las propias emociones eran todavía demasiado recientes. Decidieron aplazar la proyección para el día en que todos los tripulantes estuvieran despiertos. Sobrecargados de impresiones, los astronautas de guardia se fueron a descansar un poco, dejando al jefe en el puesto central de comando.

Erg Noor ya no pensaba en el frustrado sueño. Trataba de valorar aquellas amargas migajas de saber conseguidas para la humanidad a costa de tanto esfuerzo y tan grandes sacrificios de dos expediciones: la del Argos y la suya. ¿O serían amargas solamente ¡a, consecuencia de la tremenda desilusión?

Por vez primera, Erg Noor veía a su magnífico planeta natal como un inagotable tesoro de espíritus humanos cultivados, afanosos de saber, libres de los pesares y peligros de la naturaleza o de la sociedad primitiva. Los padecimientos, las búsquedas, los fracasos, los errores y las decepciones subsistían aún en la época del Circuito, pero habían sido trasladados a un plano superior de creaciones en las ciencias, el arte y la construcción…

Sólo merced a los conocimientos y al trabajo creador, la Tierra se había liberado de los horrores del hambre, la superpoblación, las enfermedades infecciosas y los animales dañinos. Habíase salvado del agotamiento de los combustibles, de la falta de elementos químicos útiles, de la muerte prematura y de la debilidad física de las gentes. Y aquellas migajas de saber que llevaba la Tantra eran también una aportación al poderoso alud del pensamiento que daba, cada decenio, un nuevo paso adelante en la organización de la sociedad y en el conocimiento de la naturaleza.

Erg Noor abrió la caja de caudales donde se guardaba el diario de navegación de la Tantra y sacó el cofrecillo que contenía el metal de la astronave discoidea. El pesado trozo, de un claro color azul celeste, descansaba compacto en la palma de la mano. Erg Noor sabía que ni en el planeta natal ni en sus vecinos del sistema solar y estrellas próximas semejante metal no existía. Y aquello era una información más, quizá la de mayor importancia, fuera de la noticia del perecimiento de Zirda, que llevaban a la Tierra y al Circuito…

La estrella de hierro estaba muy próxima a la Tierra y, después de la experiencia del Argos y de la Tantra, la visita del planeta negro por una expedición preparada al efecto no sería ya tan peligrosa, por muchos que fuesen los acalefos y cruces negras existentes en aquella noche eterna. Habían abierto la astronave discoidal desacertadamente. Si hubieran tenido tiempo para pensar bien la empresa, habrían comprendido sobre el terreno que el enorme tubo en espiral era una parte del sistema de propulsión.

De nuevo, surgían en la memoria del jefe de la expedición los acontecimientos del último y nefasto día: Niza, tendida sobre él — que yacía indefenso cerca del monstruo — para protegerle como un escudo. Bien breve había sido el florecer de aquel amor joven que aunaba en sí la abnegada fidelidad de las mujeres antiguas de la Tierra y el arrojo inteligente y sin reservas de la época contemporánea…

Pur Hiss apareció silencioso tras el jefe para relevarle de la guardia. Erg Noor pasó a la biblioteca-laboratorio, pero en vez de seguir por el pasillo del compartimiento central que conducía a los dormitorios, abrió la pesada puerta del camarote-enfermería.

Una luz difusa, igual a la del día terrestre, brillaba centelleante en los armarios de silicol, llenos de frascos e instrumentos, en el metal de la instalación de Rayos X y de los aparatos de circulación sanguínea y de respiración artificiales. El jefe de la expedición apartó los cortinones, que llegaban hasta el techo, y se adentró en la penumbra. Una débil claridad, de luna, tomaba tonos cálidos en el cristal rosáceo de silicol. Dos estimulantes tiratrónicos, enchufados para el caso de un colapso súbito, mantenían, con un chasquido apenas perceptible, el latir del corazón de la muchacha paralizada. Dentro del fanal, a la luz rosáceo-argentada, la inmóvil Niza aparecía sumida en plácido sueño. Muchas generaciones de antepasados, que llevaron una vida sana, holgada y limpia, habían ido cincelando, con suma perfección de orfebres, las líneas flexibles y vigorosas del cuerpo de la mujer, la más bella obra de la pujante vida terrestre. Desde tiempos remotos, las gentes sabían que les había cabido en suerte un planeta extraordinariamente rico en agua. El agua estimulaba la exuberancia de la vida vegetal, y ésta creaba enormes reservas de oxígeno libre. Entonces, empezó a fluir, como un torrente impetuoso, la vida animal, que durante cientos de millones de años fue perfeccionándose gradualmente, hasta que apareció el ser pensante: el hombre. La enorme experiencia histórica del desarrollo de la vida en los sistemas planetarios de innumerables mundos, vino a demostrar que cuanto más penoso y largo era el ciego camino evolutivo de la selección, más bellas resultaban las formas de los seres superiores, pensantes, y con mayor sutileza se perfilaba la conveniencia de su adaptación a las condiciones circundantes y a las exigencias de la vida, armonía en que reside precisamente la belleza.

Todo lo existente se mueve y evoluciona en espiral. Erg Noor se imaginaba, como si la estuviera viendo, esa grandiosa espiral de general ascenso, aplicada a la vida y a la sociedad humana. Y por primera vez comprendió, con sorprendente claridad, que cuanto más difíciles son las condiciones de vida y funcionamiento de los organismos, como máquinas biológicas, tanto más penoso es el camino de desarrollo de la sociedad, más se aprieta la espiral del ascenso y más se juntan sus espiras. Por consiguiente, cuanto más lento y homogéneo es el proceso, más se parecen unas a otras las formas que surgen.

El no tenía razón al correr en pos de los maravillosos planetas de los soles azules. ¡Mal había enseñado a Niza! El vuelo a los nuevos mundos no debía perseguir el fin de buscar y descubrir unos planetas deshabitados cualesquiera, que se habían formado por sí mismos, de un modo casual; lo importante era que la humanidad avanzase paso a paso, con sensatez, por toda la rama de la Galaxia en una marcha triunfal del saber y la belleza de la vida… de una belleza como la de Niza…

Abrumado por una súbita pena, se arrodilló ante el sarcófago de silicol en que yacía Niza. La respiración de la muchacha era imperceptible, las pestañas proyectaban unas sombras lilas bajo los ojos, muy cerrados, y los labios, un poco entreabiertos, mostraban el brillante blancor de los dientes. En el hombro izquierdo, junto al codo y en el comienzo del cuello, se divisaban unas pálidas manchas azuladas: huellas de la nociva corriente.

— ¿Ves, recuerdas algo a través de tu sueño? — preguntaba acongojado, en un acceso de dolor, sintiendo que su voluntad se tornaba blanda como la cera, en tanto se le hacía un nudo en la garganta, que le impedía respirar.

Erg Noor, apretándose las entrelazadas manos con tal fuerza, que los dedos se amorataban, intentaba transmitir a Niza sus pensamientos, su ardiente llamada a la vida y a la dicha. Pero la muchacha de los cabellos rojizos y ondulados continuaba inmóvil, como una estatua de mármol rosado que reprodujera con toda perfección el modelo vivo.

La médica Luma Lasvi entró sin hacer ruido en la enfermería y presintió la presencia de alguien. Al apartar con cuidado los cortinones, vio al jefe de rodillas, inmóvil, como un monumento a los millones de hombres que hubieron de llorar a sus amadas. No era la primera vez que le encontraba allí, y una profunda compasión agitó su alma. Erg Noor se levantó sombrío. Luma se acercó presurosa a él y le dijo en emocionado susurro:

— Tengo que hablar con usted.

Erg Noor asintió con la cabeza y, entornando los ojos, pasó a la sala anterior de la enfermería. Sin aceptar la silla que la médica le ofrecía, siguió en pie, apoyada la espalda contra el soporte de un emisor de radiaciones en forma de cúpula.

Luma Lasvi, que era de pequeña estatura, enderezó el cuerpo afanosa de parecer más alta y grave en la conversación que se avecinaba. La mirada del jefe cortó sus preparativos.

— Usted sabe — empezó a decir la médica, vacilante — que la neurología moderna ha profundizado en el proceso de surgimiento de las emociones en el consciente y el subconsciente de la psiquis. El subconsciente cede a la acción que los remedios inhibitivos ejercen a través de las antiguas regiones del cerebro encargadas de la regulación química del organismo, incluido el sistema nervioso y, parcialmente, la actividad nerviosa superior.

Erg Noor arqueó las cejas. Y Luma Lasvi se dio cuenta de que su preámbulo era demasiado largo y detallado.

— Quería decir que la medicina tiene posibilidades de acción sobre los centros cerebrales que rigen las emociones fuertes. Yo podría…

El fulgor de los ojos de Erg Noor y su fugaz sonrisa denotaban que había comprendido.

— ¿Usted quiere ejercer influencia sobre mi amor, liberándome así de mis padecimientos? — inquirió rápido.

La médica asintió con la cabeza.

Erg Noor le tendió la mano, agradecido, y denegó:

— Yo no renuncio a la riqueza de mis sentimientos por mucho que me hagan sufrir. Los padecimientos, cuando no son superiores a las propias fuerzas, llevan a la comprensión, y ésta, al amor. Tal es el ciclo… Gracias, Luma, es usted muy buena, ¡pero no hace falta ese remedio!

E impetuoso como siempre, salió de la estancia.

Con la premura de los casos de avería, los ingenieros y los mecánicos electrónicos reinstalaron en el puesto central y en la biblioteca, igual que trece años antes, las pantallas de TVF para transmisiones terrestres. La astronave había entrado en la zona donde se podían captar las radioondas de la red universal de la Tierra, difundidas por la atmósfera.

Las voces, los sonidos, las formas, los colores del planeta natal y querido reanimaban a los viajeros, aguijoneando su impaciencia, y la duración del vuelo cósmico se hacía cada vez más insoportable.

La astronave llamaba al satélite artificial 57 por la onda habitual de los largos espacios intersiderales y esperaba, de hora en hora, la respuesta de aquella potente estación entre la Tierra y el Cosmos.

Por fin, la llamada de la astronave llegó a la Tierra.

Toda la tripulación permanecía en vela junto a los receptores de radio. ¡Era el retorno a la vida después de trece años terrestres, o nueve dependientes, sin comunicación con el planeta en que nacieran! La gente escuchaba con insaciable avidez las informaciones terrestres. Por la red universal se discutían las nuevas e importantes cuestiones que, como de costumbre, planteaba todo el que quería.

Una propuesta, captada casualmente, del agrólogo Heb Ur había suscitado una discusión de seis semanas y los cálculos más complejos.

«Propuesta de Heb Ur. ¡Examínenla!» — resonaba la voz de la Tierra —. «Todos los que hayan meditado sobre el particular y trabajado en este aspecto, cuantos tengan ideas coincidentes o hayan llegado a conclusiones opuestas, ¡que digan su opinión!» La fórmula acostumbrada de las amplias discusiones públicas llenaba de júbilo a los viajeros. Heb Ur había propuesto al Consejo de Astronáutica un estudio sistemático de los planetas accesibles de las estrellas azules y verdes. A su parecer, aquellos eran mundos singulares, con radiaciones de gran potencia capaces de estimular químicamente los compuestos minerales, inertes en las condiciones terrestres, a la lucha contra la entropía, es decir, a la vida. Ciertas formas especiales de vida de minerales más pesados que los gases se tornarían activas bajo los efectos de las elevadas temperaturas e intensas radiaciones de las estrellas de las clases espectrales superiores. Heb Ur consideraba natural el fracaso de la expedición a Sirio, que no descubrió allí rastro alguno de vida, porque esta estrella de rápida rotación era doble y carecía de un campo magnético potente. Nadie discutía con Heb Ur respecto a que las estrellas dobles no podían ser generadoras de sistemas planetarios del Cosmos, pero la esencia de la propuesta suscitó una viva oposición por parte de los tripulantes de la Tantra.

Los astrónomos de la expedición, con Erg Noor a la cabeza, redactaron y enviaron un mensaje en el que se expresaba la opinión de los primeros hombres que habían visto Vega en el filme rodado por los del Argos.

Y los terrícolas oyeron maravillados la voz de la astronave que se aproximaba.

La Tantra era contraria al envío de una expedición siguiendo los principios de Heb Ur.

Las estrellas azules emitían en efecto una cantidad de energía, por unidad de superficie de sus planetas, suficiente para la vida de compuestos pesados. Pero cualquier organismo vivo era un filtro y una presa de energía que contrarrestaba la segunda ley de la termodinámica o entropía, creando estructuras, propiciando una gran complicación de las moléculas minerales y gaseosas simples. Esa complicación sólo podía surgir en un proceso de desarrollo histórico de enorme duración y, por consiguiente, a base de condiciones físicas muy constantes. Y precisamente esas condiciones faltaban en los planetas de las estrellas de elevadas temperaturas, donde las ráfagas y torbellinos de potentísimas radiaciones destruían rápidamente los compuestos complejos. Allí no había nada largamente duradero, ni podía haberlo, pese a que los minerales adquirían la estructura cristalina más estable en la red atómica cúbica.

En opinión de la Tantra, Heb Ur repetía el razonamiento unilateral de los antiguos astrónomos, que no comprendían la dinámica del desarrollo de los planetas. Cada planeta perdía sus elementos ligeros, los cuales lanzábanse al espacio para dispersarse en él.

Dicho fenómeno se producía especialmente bajo el tremendo calor de los soles azules y la presión de sus irradiaciones.

La Tantra citaba ejemplos y terminaba afirmando que el proceso de aumento de pesantez de los planetas de las estrellas azules impedía que surgiesen en ellos formas de vida.

El satélite artificial 57 transmitió directamente las objeciones de los científicos de la astronave al observatorio del Consejo.

Al fin llegó el instante que con tanta impaciencia esperaban Ingrid Ditra y Key Ber, como, por cierto, todos los miembros de la expedición. La Tantra empezó a aminorar la velocidad sublumínica de su vuelo y, dejando atrás el cinturón gélido del sistema solar, se aproximó a la estación para astronaves situada en Tritón. Aquella velocidad no era ya precisa, pues desde allí, desde el satélite de Neptuno, la Tantra, volando solamente a novecientos millones de kilómetros por hora, podría llegar a la Tierra en menos de cinco horas. Sin embargo, la aceleración de la arrancada se prolongaba tanto tiempo que, durante él, la nave que emprendiese el vuelo desde Tritón sobrepasaría el Sol y se alejaría a enorme distancia de éste.

A fin de economizar el precioso anamesón y de liberar a los navíos cósmicos de pesados equipos, dentro del sistema se volaba en planetonaves iónicas. Su velocidad no excedía de ochocientos mil kilómetros por hora para los planetas interiores y de dos millones y medio para los exteriores. Un viaje ordinario de Neptuno a la Tierra duraba de setenta y cinco a noventa días.

Tritón, casi tan voluminoso como los gigantescos satélites tercero y cuarto de Júpiter — Ganímedes y Calixto — y el planeta Mercurio, poseía por ello una fina capa atmosférica, compuesta especialmente de ázoe y ácido carbónico.

Erg Noor aterrizó en un polo de Tritón, en el sitio señalado, a cierta distancia del edificio — de anchas cúpulas — de la estación. Los cristales del sanatorio-lazareto refulgían sobre una planicie, al borde de un barranco horadado por las dependencias subterráneas. Allí, en pleno aislamiento de la gente, los viajeros debían guardar cuarentena. Durante la misma, expertos médicos examinaban atentamente sus cuerpos, en los que podía haber anidado alguna nueva infección. El peligro era demasiado grande para menospreciarlo.

Por ello, cuantos habían aterrizado en otros planetas, incluso deshabitados, eran sometidos ineludiblemente a dicha observación, por mucho tiempo que hubieran permanecido en la astronave. El interior de ésta también era inspeccionado por los científicos del sanatorio, antes de que la estación autorizase el regreso a la Tierra. En cuanto a los planetas explorados por la humanidad desde hacía tiempo, como Venus, Marte y algunos asteroides, la cuarentena se guardaba en sus respectivas estaciones, antes de emprender dicho vuelo.

De todos modos, la estancia en el sanatorio era mucho más soportable que en la astronave. Laboratorios de estudios, salas de conciertos, baños combinados de electricidad, música, agua y oscilaciones ondulares, paseos cotidianos, con escafandras ligeras, por las montañas y alrededores del lazareto… Y, por último, se disfrutaba de la comunicación con el planeta natal, no siempre regular, cierto, ¡pero los mensajes sólo tardaban cinco horas en llegar a la Tierra!

El sarcófago de silicol en que yacía Niza lo trasladaron al sanatorio con toda clase de precauciones. Erg Noor y el biólogo Eon Tal fueron los últimos en abandonar la Tantra.

Caminaban con facilidad, a pesar del lastre con que se habían cargado para no dar súbitos saltos a causa de la débil fuerza de gravedad de aquel planeta.

Se apagaron los proyectores que rodeaban el campo de aterrizaje. Tritón pasaba frente a la parte de Neptuno iluminada por el Sol. Y por débil que fuera la luz grisácea reflejada por Neptuno, el gigantesco espejo de este inmenso planeta, que se encontraba solamente a trescientos cincuenta mil kilómetros de Tritón, disipaba las tinieblas creando en su satélite una clara penumbra semejante al crepúsculo primaveral de las altas latitudes de la Tierra. Tritón daba una vuelta en torno a Neptuno — en sentido inverso a la rotación de éste, es decir, de Oriente a Occidente — en casi seis días terrestres, y sus períodos «diurnos» duraban cerca de setenta horas. Entre tanto, Neptuno tenía tiempo de dar cuatro vueltas alrededor de su eje; también la sombra del satélite se deslizaba rauda, perceptiblemente, por el borroso disco.

Casi a la vez, el jefe y el geólogo vieron una pequeña nave posada en la planicie, lejos del borde del barranco. No era un navío cósmico con su mitad posterior abultada y grandes crestas de equilibrio. A juzgar por su muy afilada proa y su estrecho casco, debía ser una planetonave, pero se diferenciaba de los conocidos contornos porque tenía un grueso anillo en la popa y una alta superestructura en forma de huso.

— ¿Hay aquí otra nave en cuarentena? — inquirió Eon en tono casi afirmativo —.

¿Habrá cambiado el Consejo su costumbre?…

— ¿De no enviar nuevas expediciones astrales antes del regreso de las anteriores? — añadió Erg Noor —. En realidad, hemos cumplido los plazos fijados, pero el mensaje que debíamos enviar desde Zirda se ha retrasado dos años.

— Tal vez se trate de una expedición a Neptuno… — conjeturó el biólogo.

Recorrieron los dos kilómetros de camino hasta el sanatorio y subieron a la amplia terraza, revestida de basalto rojo. En el cielo brillaba el diminuto disco del Sol, más refulgente que todas las estrellas. Se le veía bien desde allí, desde el polo del satélite sin movimiento de rotación. Un frío terrible, de ciento setenta grados bajo cero, se sentía a través de la caldeadora escafandra como los habituales rigores de un invierno polar de la Tierra. Grandes copas de amoniaco o de ácido carbónico congelados caían lentamente en la atmósfera inmóvil, dando a los alrededores la serena calma de un nevado paisaje terrestre.

Erg Noor y Eon Tal, como hipnotizados, seguían con la mirada la caída de los copos, igual que hicieran en remotos tiempos sus antepasados, habitantes de las latitudes templadas, para quienes las primeras nieves significaban el fin de las labores agrícolas.

También aquella nieve extraordinaria anunciaba a los dos astronautas la terminación de sus trabajos y de su viaje.

El biólogo, obedeciendo a un sentimiento subconsciente, tendió la mano al jefe.

— Han terminado nuestras peripecias, ¡y estamos sanos y salvos gracias a usted!

Erg Noor denegó con brusco ademán.

— ¿Acaso estamos todos sanos y salvos? ¿Y gracias a quién estoy yo vivo?

Eon Tal no se turbó.

— ¡Estoy convencido de que Niza se salvará! Los médicos de aquí quieren empezar inmediatamente el tratamiento. Han recibido instrucciones del propio Grim Shar, el director del laboratorio de parálisis generales…

— ¿Se sabe ya qué tiene ella?

— Todavía no. Pero está claro que Niza ha sido lesionada por una corriente de un género que altera el quimismo de los ganglios nerviosos de los sistemas autónomos. Si se encuentra el medio de neutralizar su efecto, extraordinariamente prolongado, la muchacha será curada. Pues nosotros hemos descubierto ya el mecanismo de las parálisis psíquicas persistentes, que durante tantos siglos se consideraron incurables. Éste es algún mal análogo, pero causado por un agente externo. Cuando se hagan experimentos con mis cautivos, estén vivos o muertos, ¿recobraré el movimiento de mi brazo?

La vergüenza contrajo el rostro del jefe de la expedición. En su dolor, se había olvidado de lo mucho que el biólogo hiciera por él. ¡Aquello era impropio de un hombre cabal!

Tomó la diestra de Eon Tal, y los dos científicos se expresaron su mutua simpatía con un fuerte apretón de manos, siguiendo la antigua costumbre varonil.

— ¿Cree usted que los órganos mortíferos de los acalefos negros y de esa asquerosidad cruciforme son del mismo género? — preguntó Erg Noor.

— No lo dudo. La prueba la tengo en mi brazo y en la mano — repuso el biólogo, sin advertir el retruécano —. En la acumulación y la modificación de la energía eléctrica se expresa la adaptación vital de esos seres negros, moradores de un planeta rico en electricidad. Son auténticos carniceros; en cuanto a sus víctimas, no las conocemos por ahora.

— Sin embargo, recuerde usted lo que nos ocurrió a todos, cuando Niza…

— Eso es otra cosa. He meditado mucho sobre el particular. Al aparecer la terrible cruz, se expandió un infrasonido potentísimo, emanante de ella, que anuló nuestra voluntad. En ese mundo de las tinieblas hasta los sonidos son también negros, inaudibles. Luego de subyugar la conciencia con el infrasonido, ese ser actúa con un poder hipnótico más fuerte que el de nuestras grandes serpientes, hoy desaparecidas, como la anaconda. Ahí tiene lo que estuvo a punto de costamos la vida, de no haber sido por Niza…

El jefe de la expedición miró al lejano Sol, que también iluminaba en aquellos instantes la Tierra. El Sol, eterna esperanza del hombre, desde los tiempos prehistóricos de su existencia en medio de una naturaleza implacable. El Sol, símbolo de la fuerza luminosa de la razón, que disipa las tinieblas y ahuyenta los monstruos de la noche. Y un jubiloso rayo de esperanza alumbró su alma hasta el fin del viaje…

El director de la estación de Tritón fue al sanatorio en busca de Erg Noor. La Tierra llamaba al jefe de la expedición, y la llegada del director al prohibido recinto del lazareto significaba que el aislamiento había terminado y que la Tantra podía coronar su vuelo de trece años. El jefe regresó en seguida, más concentrado que de ordinario.

— Hoy mismo emprendemos el vuelo. Me han pedido que tome seis hombres de la planetonave Amat, que se queda aquí para explorar unos nuevos yacimientos en Plutón.

Nosotros nos llevamos esa expedición y los materiales que ha recogido en dicho planeta.

— Esos seis hombres — continuó — reequiparon una planetonave corriente y han realizado con ella una hazaña sin par. Descendieron al fondo de un verdadero infierno, soportando la densa atmósfera neono-metánica en Plutón. Volaban entre tempestades de nieve amoniacal, con riesgo de estrellarse a cada instante, en la oscuridad, contra las gigantescas agujas de hielo de agua, firme como el acero. Y lograron hallar un lugar en que asomaban unas montañas. El enigma de Plutón ha sido al fin resuelto: ese planeta no pertenece a nuestro sistema solar. Fue capturado por él al paso del Sol a través de la Galaxia. Ésa es la causa de que su densidad sea bastante mayor que la de todos los demás planetas lejanos. Los exploradores han descubierto minerales raros, de un mundo completamente ajeno. Pero más importante aún es que, sobre una cordillera, se han hallado vestigios de unas edificaciones, casi completamente destruidas, que testimonian la existencia de una civilización antiquísima. Los datos recogidos por los exploradores deben ser comprobados, claro está. Todavía hay que demostrar que esos materiales de construcción son obra de seres pensantes… Pero la asombrosa hazaña es indudable. Me siento orgulloso de que nuestra astronave lleve a esos héroes a la Tierra y ardo en deseos de oír sus relatos. Su cuarentena terminó hace tres días… — Erg Noor calló, fatigado de la larga narración.

— ¡Pero ahí hay una grave contradicción! — exclamó Pur Hiss.

— ¡La contradicción es la madre de la verdad! — repuso tranquilamente Erg Noor al astrónomo, repitiendo el viejo aforismo —. Bueno, ¡ya es hora de preparar la Tantra!

La avezada astronave despegó de Tritón con facilidad y partió rauda, siguiendo una gigantesca curva perpendicular al plano de la eclíptica. El camino recto hacia la Tierra era impracticable: cualquier nave habría perecido en la vasta zona de meteoritos y asteroides, fragmentos del planeta Faetón, que existiera en tiempos entre Marte y Júpiter y al que la fuerza de atracción de este coloso del sistema solar había hecho pedazos.

Erg Noor aceleraba. Aprovechando la enorme fuerza de la astronave y con el gasto mínimo de anamesón, había decidido llevar los héroes a la Tierra en cincuenta horas, en vez de en los setenta y dos días señalados habitualmente para ese viaje.

La emisión radiofónica de la Tierra llegaba a la astronave a través del espacio; el planeta aclamaba la victoria sobre las tinieblas de la estrella de hierro y sobre la noche del Plutón glacial. Los compositores ejecutaban sus romanzas y sinfonías en honor de la Tantra y de la Amat.

Triunfales melodías resonaban en el Cosmos. Las estaciones de Marte, de Venus y de los asteroides llamaban a la nave, sumando sus acordes al coro general de gloria a los héroes.

— Tantra, Tantra — oyóse al fin la voz del puesto del Consejo —. ¡Aterrice en El Homra!

El cosmopuerto central se encontraba en África del Norte, en el lugar de un antiguo desierto. Y la astronave se precipitó hacia allá, rasgando la atmósfera terrestre, bañada de sol.