En el amplio balcón del Observatorio soplaba libre el viento. Traía de África, a través del mar, el incitante aroma de las flores tropicales, que despertaba inquietos anhelos.

Mven Mas, por muchos esfuerzos que hacía no lograba adquirir esa serena firmeza, exenta de toda duda, tan necesaria la víspera de una gran prueba. Ren Boz le había comunicado desde el Tíbet que el reequipamiento de la instalación de Kor Yull estaba terminado. Los cuatro observadores del satélite artificial 57 habían accedido de buen grado a arriesgar su vida con tal de colaborar en una experiencia que desde hacía largos años no se efectuaba en la Tierra.

Pero el experimento se realizaba sin autorización del Consejo y una amplia discusión previa de todas las posibilidades, lo que daba a la empresa el agridulce aliciente de una reserva furtiva, tan impropia de los hombres contemporáneos.

El grandioso fin que perseguían parecía justificar todas aquellas medidas, y sin embargo… ¡mejor hubiera sido tener completamente limpia la conciencia! Surgía el antiquísimo conflicto humano entre el fin y los medios para conseguirlo. La experiencia de miles de generaciones demostraba que había que saber determinar el límite de transición con igual exactitud que lo hacía el cálculo repagular en las abstractas cuestiones de las matemáticas. Mas ¿cómo conseguir esa exactitud en el dominio de la intuición y la moral?…

El caso de Bet Lon le quitaba el sueño al africano. Hacía treinta y dos años, Bet Lon, célebre matemático de nuestro planeta, había descubierto que ciertos síntomas de desviación en la acción recíproca de potentes campos de fuerza debían obedecer a la existencia de dimensiones paralelas. El matemático aquél hizo una serie de curiosas experiencias sobre la desaparición de objetos. La Academia de los Límites del Saber encontró un error en sus fórmulas y dio una explicación completamente distinta en cuanto a los orígenes de los fenómenos observados. Bet Lon era hombre de gran inteligencia, hipertrofiada a expensas de la moral, débilmente desarrollada en él, y de la inhibición de los deseos. Enérgico y egoísta, decidió continuar sus experiencias en el mismo sentido.

Para obtener pruebas decisivas, incorporó a sus experiencias a unos jóvenes voluntarios, gente intrépida, dispuesta a cualquier sacrificio con tal de servir a la ciencia. Aquellos muchachos desaparecían sin dejar rastro alguno, lo mismo que los objetos, y ni uno solo dio desde «el más allá» las señales de vida que esperaba el cruel matemático. Después de haber enviado a «la nada», es decir, a una muerte cierta, a un grupo de doce personas, Bet Lon fue entregado a los tribunales. El delincuente supo demostrar su convicción de que los desaparecidos seguían vagando, vivos, por otra dimensión y afirmó que había actuado únicamente con el asentimiento de sus víctimas. Condenado al exilio, pasó diez años en Mercurio y luego se recluyó en la isla del Olvido, apartándose del mundo. En opinión de Mven Mas, el caso de Bet Lon se parecía al suyo. En aquella ocasión también se trataba de una experiencia secreta, prohibida por razones científicas, y la similitud desagradaba grandemente al director de las estaciones exteriores.

Dos días más tarde tendría lugar la transmisión por el Circuito, y después quedaría libre una semana para llevar a cabo la experiencia.

Mven Mas alzó los ojos al cielo. Las estrellas le parecieron más brillantes y entrañables que nunca. A muchas las conocía por sus antiguos nombres, como a viejas amigas. ¿No eran acaso, desde tiempos inmemoriales, amigas del hombre, al que guiaban en su camino, elevando sus pensamientos y alimentando sus sueños?

Allí estaba una estrellita pálida que declinaba hacia el horizonte del Norte: la Polar o Gama de Cefeo. En la Era del Mundo Desunido formaba parte de la Osa Menor, pero el viraje del extremo de la Galaxia, en unión del sistema solar, se efectuaba en dirección a Cefeo. Arriba, en la Vía Láctea, desplegadas las alas, el Cisne, una de las constelaciones más interesantes del cielo boreal, tendía ya hacia el Sur su largo cuello. En ella relucía la bella estrella doble que los antiguos árabes llamaban Albireo. En realidad, eran tres estrellas, la doble, Albireo I y Albireo II, enorme, azul y lejana, con un gran sistema planetario. Ésta se encontraba casi a la misma distancia de la Tierra que Deneb, gigantesco astro blanco, situado a la cola del Cisne y cuatro mil ochocientas veces más luminoso que nuestro Sol. En la última transmisión, nuestro fiel amigo 61 del Cisne había captado una advertencia de Albireo II, que conservaba extraordinario interés, a pesar de haber sido recibida cuatrocientos años después de su emisión. Un célebre explorador cósmico de Albireo II, cuyo nombre, transcrito en letras terrestres, era Vlijj oz Ddiz, había perecido en la región de la Lira al encontrar el más terrible peligro del Universo: la estrella Ookr. Los científicos de la Tierra incluían esos astros en la clase E, llamada así en honor de Einstein, ilustre físico de la antigüedad, que había previsto la existencia de esos cuerpos celestes. Su suposición fue largamente discutida e incluso se llegó a establecer un límite de masa estelar, denominado límite Chandrasekahr. Pero este astrofísico de los tiempos antiguos basaba solamente sus cálculos en la mecánica elemental de la atracción y la termodinámica general, sin tener absolutamente en cuenta la compleja estructura electromagnética de las estrellas gigantes y supergigantes. Y precisamente las fuerzas electromagnéticas eran las que condicionaban la existencia de las estrellas E, que competían en magnitud con colosos rojos de la clase M como Antarés y Betelgeuse, aunque se distinguían de ellos por una mayor densidad, aproximadamente igual a la del Sol. Su descomunal fuerza de atracción detenía la emisión de rayos, impidiendo que la luz abandonase la estrella para expandirse por el espacio. Aquellas enormes masas misteriosas existían en el Universo desde los tiempos más remotos, absorbiendo furtivas en su océano inerte todo cuanto caía en los irresistibles tentáculos de su atracción. En la antiquísima mitología hindú se llamaba «Noches de Brahma» a los períodos de inacción del Dios supremo; a ellos sucedían, según creencia de los antiguos, los «Días» o períodos de actividad creadora. Aquello se asemejaba en realidad al largo proceso de acumulación de materia que culminaba con el caldeamiento de la superficie de la estrella hasta llegar a la clase O — cero, es decir, a cien mil grados, aunque dicho proceso no tuviera relación alguna con la divinidad —. El resultado final era una deflagración formidable que lanzaba y esparcía por el espacio nuevas estrellas con nuevos planetas.

Así había hecho explosión en un tiempo la nebulosa del Cangrejo, cuyo diámetro era de cincuenta billones de kilómetros. Su explosión igualaba en fuerza a la simultánea de un cuatrillón de mortíferas bombas de hidrógeno de la Era del Mundo Desunido.

Las estrellas E, completamente oscuras, se adivinaban en el espacio tan sólo por su fuerza de atracción y la astronave que pasaba cerca de uno de aquellos monstruos estaba irremisiblemente perdida. Las estrellas invisibles infrarrojas de la clase espectral T constituían también un peligro en la ruta de los navíos cósmicos, así como las nubes opacas de grandes partículas y los cuerpos completamente enfriados de la clase TT.

Mven Mas consideraba que la creación del Gran Circuito, que enlazaba los mundos poblados de seres racionales, había sido una grandiosa revolución para la Tierra y cada uno de los planetas habitados. Además, significaba ante todo una victoria sobre el tiempo, sobre la corta duración de la vida humana, cuya brevedad no permitía a los terrenos ni a sus otros hermanos de pensamiento penetrar en las profundidades del espacio. Cada mensaje enviado por el Circuito era un mensaje al porvenir, porque el pensamiento humano remitido en esta forma seguiría atravesando el espacio hasta llegar a sus regiones más alejadas. La posibilidad de explorar estrellas muy remotas se hacía real, se trataba solamente de una cuestión de tiempo. Recientemente se había recibido una comunicación de una estrella inmensa, pero muy distante, denominada la Gama del Cisne, y la comunicación había tardado en llegar más de nueve mil años; sin embargo, era comprensible para los terrenos y había podido ser descifrada por los miembros del Circuito, cuya mentalidad era de un carácter afín. En cambio, la cuestión variaba por completo cuando el mensaje procedía de sistemas y cúmulos estelares globulares más antiguos que nuestros sistemas planos.

Lo mismo ocurría con respecto al centro de la Galaxia, en cuya nube estelar axial había una colosal zona de vida en millones de sistemas planetarios que no conocían las sombras de la noche y estaban eternamente iluminados por las irradiaciones de dicho centro. De allí se habían recibido incomprensibles mensajes, cuadros de estructuras complejas, inexplicables con arreglo a los conceptos terrestres. La Academia de los Límites del Saber llevaba ya cuatrocientos años tratando en vano de descifrarlos. Tal vez… — y al africano se le cortó el aliento ante la inesperada conjetura —. Tal vez las informaciones que llegaban de los sistemas planetarios cercanos, miembros del Circuito, fuesen de la vida interna de cada uno de los planetas habitados, de sus ciencias, técnica y obras de arte, mientras que los viejos mundos lejanos de la Galaxia mostrasen el movimiento externo, cósmico, de su ciencia y de su vida. ¿Cómo reorganizaban a su albedrío los sistemas planetarios?… «Barrían» el espacio limpiándolo de meteoritos que estorbaban el vuelo de las astronaves, los arrojaban en unión de los planetas exteriores, fríos, inhóspitos, sobre el astro central y prolongaban las irradiaciones de éste o elevaban de intento la temperatura de sus soles. Y cuando aquello no era suficiente, se reorganizaban los sistemas planetarios vecinos, donde creábanse condiciones óptimas para el desarrollo de civilizaciones gigantescas.

Mven Mas se puso en comunicación con el depósito de grabaciones mnemotécnicas del Gran Circuito y marcó la cifra correspondiente a una información lejana. Por la pantalla empezaron a pasar lentamente unos cuadros extraños, llegados a la Tierra procedentes del cúmulo estelar globular de la Omega del Centauro, el segundo en proximidad al sistema solar, del que le separaban tan sólo seis mil ochocientos parsecs. La luz de sus claras estrellas había atravesado el Universo durante veintidós mil años hasta llegar a los ojos del hombre terrestre.

Una compacta niebla azul se extendía en capas iguales hendidas por negros cilindros verticales que giraban con bastante rapidez. De modo apenas perceptible, los cilindros se estrechaban de vez en cuando por el medio formando unos conos de poca altura unidos por sus vértices. Entonces, la niebla azul se desgarraba en nítidas hoces de fuego que daban vertiginosas vueltas alrededor del eje de los conos; el color negro ascendía esfumándose en la altura, mientras se alzaban unas enormes columnas de cegadora blancura, entre las cuales asomaban, como oblicuos bastidores, unos alargados prismas verdes de afiladas aristas.

El africano se frotó la frente, haciendo esfuerzos para captar algo asequible a la mente terrena.

Los alargados prismas verdes se enrollaron en espirales a las columnas blancas y se deshicieron de pronto en una cascada de brillantes bolas que relucían con metálico fulgor y se iban juntando hasta formar un amplio anillo. El anillo aquel empezó a aumentar de tamaño, tornándose más ancho y alto.

Mven Mas sonrió enigmático y, luego de desconectar la grabación, abismóse de nuevo en sus meditaciones.

«Por falta de mundos habitados o, más bien, de contacto con ellos en las latitudes superiores de la Galaxia, los hombres de la Tierra no podemos aún desgajarnos de nuestra oscurecida zona ecuatorial galáctica. No podemos emerger del polvo cósmico en que están sumidas nuestra estrella-Sol y sus vecinas. Por ello, nos es más difícil que a otros conocer el Universo…» Volvió la mirada hacia el horizonte. Al Sur de la Osa Mayor, bajo los Lebreles, esparcíase la Cabellera de Berenice. Aquello era el «polo norte» de la Galaxia.

Precisamente en aquella dirección se abría una gran puerta al anchuroso espacio exterior, como asimismo en el punto opuesto del cielo, en el Taller del Escultor, no lejos de la célebre estrella Fomalhaut, donde se encontraba el «polo sur» del sistema. En la región periférica que contenía nuestro Sol, el espesor de las espiras de la Galaxia era sólo de seiscientos parsecs. Bastaba con atravesar de trescientos a cuatrocientos parsecs, perpendicularmente al plano del ecuador de la Galaxia, para elevarse sobre el nivel de aquella colosal rueda estelar. Aquel camino, infranqueable para las astronaves, no era un insuperable obstáculo para las transmisiones del Circuito. Pero ningún planeta de las estrellas situadas en aquellas regiones había conectado hasta la fecha con la gran red de comunicación…

Las eternas conjeturas y preguntas sin respuesta quedarían solventadas para siempre si se consiguiese llevar a cabo otra grandiosa revolución científica: vencer por completo al tiempo, salvar cualquier distancia en cualquier lapso, posar la planta del dueño y señor del Universo en los infinitos espacios del Cosmos. Y entonces, no sólo nuestra Galaxia, sino los demás archipiélagos siderales estarían tan próximos a nosotros como aquellos islotes del Mediterráneo, que chapoteaba, abajo, en las tinieblas de la noche. Allí estaba la justificación de la temeraria empresa ideada por Ren Boz, y que iba a realizar él, Mven Mas, director de las estaciones exteriores de la Tierra. Pero ¡si hubieran podido fundamentar mejor el proyecto para obtener la autorización del Consejo…

Las luces anaranjadas de la Vía Espiral se habían tornado blancas: eran las dos de la madrugada, hora en que se intensificaba el tráfico. Mven Mas recordó que al día siguiente era la Fiesta de las Copas Flamígeras, a la que había sido invitado por Chara Nandi. No podía olvidar a aquella muchacha de piel rojo broncínea y exquisita flexibilidad juncal que conociera a orillas del mar. Era como una flor de sinceridad y apasionados impulsos, rara en una época de sentimientos bien disciplinados. El director de las estaciones exteriores volvió a su despacho, llamó al Instituto de Metagaláctiea, que prestaba servicio nocturno, y pidió que le enviaran a la noche siguiente los estereo-telefilmes de varias galaxias.

Recibida la conformidad, subió a la azoteílla de la fachada interior, donde se encontraba su aparato de saltos a gran distancia. Le gustaba aquel deporte, no muy extendido, en el que había alcanzado bastante maestría. Después de ajustarse a la cintura la correa del balón de helio, el africano, de un ágil salto, se lanzó al espacio, poniendo en marcha por un segundo la hélice, que funcionaba con un acumulador ligero. Describió en el aire una curva de unos seiscientos metros, se posó en un saledizo de la Casa de la Alimentación y saltó otra vez. En cinco saltos, llegó a un pequeño jardín que se encontraba en la escarpada falda de una montaña caliza, quitóse el aparato sobre una torreta de aluminio y deslizóse a tierra por una pértiga, hacia su duro lecho, al pie de un enorme plátano.

Arrullado por el susurro de las anchas hojas, se quedó dormido.

La Fiesta de las Copas Flamígeras debía su nombre a un conocido poema del poeta e historiador Zan Sen, que había descrito una antigua costumbre hindú. Se elegía a las mujeres más bellas, y éstas ofrecían a los héroes que marchaban a la guerra espadas y copas con llameante resina aromosa. Las espadas y las copas habían caído en desuso hacia tiempo, y perduraban solamente como símbolo del heroísmo. Las hazañas se multiplicaban sin límite entre la intrépida población, plena de energías, de nuestro planeta.

La enorme capacidad de trabajo — que en el pasado únicamente poseían hombres de singulares dotes a los que se llamaba genios —, dependía por entero de la fortaleza física y abundancia de hormonas estimulantes. El cuidado de la salud, durante miles de años, había hecho que el hombre corriente fuera semejante a los héroes antiguos, ávidos de proezas, amor y saber.

La Fiesta de las Copas Flamígeras era la fiesta primaveral de la mujer. Todos los años, en el cuarto mes después del solsticio de invierno — o sea en abril del calendario antiguo — las más encantadoras mujeres de la Tierra mostraban en público sus danzas, canciones y ejercicios gimnásticos. Los finos matices de belleza de las diferentes razas, que se manifestaban en la mezclada población del planeta, resplandecían allí en inagotable diversidad, como múltiples facetas de maravillosas gemas, proporcionando inmenso deleite a los espectadores, entre los que figuraban desde los hombres de ciencia e ingenieros, fatigados de una labor asidua, hasta los inspirados artistas o los alumnos, todavía adolescentes, de las escuelas del tercer ciclo. No menos hermosa era la fiesta otoñal masculina de Hércules, que se celebraba en el noveno mes. Los jóvenes que habían llegado a su mayoría de edad rendían cuentas de sus «trabajos de Hércules».

Posteriormente, se tomó la costumbre de someter al juicio público en esos días las obras y realizaciones notables efectuadas durante el año. La fiesta pasó a ser general — de las mujeres y de los hombres — y se dividió en los días de la Bella Utilidad, del Arte Superior, de la Audacia Científica y de la Fantasía. En un tiempo, Mven Mas había sido proclamado héroe del primero y tercer día…

El africano llegó a la monumental Sala Solar del Estadio Tirreno en el preciso momento en que actuaba Veda. Encontró el noveno sector del cuarto radio, donde estaban sentadas Evda Nal y Chara Nandi, y se puso a la sombra de una arcada a escuchar la voz grave de Veda. Toda vestida de blanco, muy alzada la cabeza de cabellos claros, tendido el rostro hacia las gradas altas, cantaba una jubilosa tonada, y a Mven Mas le parecía que ella era la encarnación de la primavera.

Cada espectador oprimía uno de los cuatro botones instalados ante él. En el techo se encendían unas luces doradas, azules, esmeralda o rojas que indicaban al artista la apreciación que se daba a su trabajo, sustituyendo así los ruidosos aplausos de los antiguos tiempos.

Veda, al terminar su canción, fue recompensada con un vivo resplandor de luces doradas y azules, entre las que se perdían algunas esmeraldas. Arrebolada, como siempre que se emocionaba, se unió a sus amigas. Entonces se acercó Mven Mas, que fue acogido afectuosamente.

Buscó con la mirada a su maestro y antecesor, pero Dar Veter no aparecía por parte alguna.

— ¿Dónde han escondido ustedes a Dar Veter? — preguntó en broma a las tres mujeres.

— ¿Y dónde ha metido usted a Ren Boz? — repuso Evda Nal, y el africano rehuyó la penetrante mirada.

— Veter está escarbando el suelo de América del Sur, para extraer titanio — explicó caritativa Veda Kong, y un temblor impreciso estremeció su rostro.

Chara Nandi, con ademán protector, atrajo hacia sí a la bellísima historiadora y, cariñosa, apretó su mejilla contra la de ella. Los rostros de las dos mujeres, tan diferentes, se asemejaban, hermanados por la misma dulce ternura.

Las cejas de Chara, rectas bajo la despejada frente, parecían las desplegadas alas de un pájaro cernido en el espacio y armonizaban con los alargados ojos. Las de Veda se alzaban hacia las sienes.

«Una ave levanta el vuelo», comparó mentalmente el africano.

La espesa cabellera de Chara, negra y brillante, que caía sobre la nuca, esparciéndose por los hombros, acentuaba el tono severo de los alisados cabellos de Veda, recogidos en alto peinado.

Chara miró al reloj de la cúpula de la sala y se levantó.

Su vestido asombró a Mven Mas. Una estrecha malla de platino rodeaba los tersos hombros de la muchacha dejando ver el cuello. Bajo las clavículas, la malla se cerraba con un reluciente broche de turmalina roja.

Los pechos, firmes, turgentes, como dos espléndidas pomas de maravilloso trazo, estaban casi descubiertos. Una franja de terciopelo morado pasaba entre ellos, desde el broche hasta el cinturón. Otras franjas iguales, que mantenían tensas unas cadenillas enlazadas en la desnuda espalda, cruzaban por en medio cada seno. Ceñía el breve talle un albo cinturón, tachonado de estrellas negras, con una hebilla de platino en forma de media luna. Sujeta por atrás al cinturón pendía una especie de media falda larga de gruesa seda blanca, ornada igualmente de negras estrellas. La danzarina no llevaba joya alguna, salvo las refulgentes hebillas de sus zapatitos negros.

— Pronto me toca a mí — dijo Chara imperturbable, dirigiéndose hacia los arcos de la entrada a escena. Lanzó una mirada al africano y desapareció seguida de un murmullo de interés y de millares de ojos.

En el escenario apareció una gimnasta. Era una muchacha, admirablemente formada, que no tendría más de dieciocho años. Aureolada por una luz de oro, ejecutó al compás de la música una verdadera cascada de saltos, vuelos y rápidas vueltas en el aire para quedar inmóvil, en inconcebible equilibrio, durante los pasajes armoniosos y lentos de la melodía. Los espectadores manifestaron su aprobación encendiendo infinidad de luces doradas, y Mven Mas pensó que a Chara Nandi no le sería fácil actuar después de un éxito semejante. Un poco inquieto, observó a la multitud de enfrente, y de pronto vio en el tercer sector al pintor Kart San. Éste le saludó con una alegre despreocupación que el africano consideró inoportuna, pues ¿quién, sino él, que había pintado «La hija del Mediterráneo», tomando a Chara como modelo, debía sentir mayor preocupación por la suerte de ella en aquel momento?

Apenas hubo decidido el africano que en cuanto terminase la experiencia iría a ver el cuadro, se apagaron las luces de arriba. El transparente suelo de cristal orgánico iluminóse con resplandor grana, como el hierro candente. De las candilejas brotaron surtidores de luces rojas que se agitaban y corrían en oleadas al ritmo de la melodía, donde el canto agudo de los violines era acompañado por los graves sones de las cuerdas de cobre. Levemente aturdido por el ímpetu y la fuerza de la música, Mven Mas no advirtió al pronto que en el centro de aquel suelo en llamas había surgido Chara y empezado su danza con una cadencia tan rápida, que mantenía en suspenso a los espectadores.

Mven Mas se preguntó con espanto qué iba a ocurrir si la música requería aún mayor celeridad de movimientos. Ella danzaba no sólo con los pies y los brazos, todo su cuerpo respondía a la llamada de la ardiente música con el aliento, no menos cálido, de la vida. Y el africano pensó que si todas las mujeres de la antigua India eran como Chara, el poeta tenía razón al compararlas con copas flamígeras y dar este nombre a la fiesta femenina.

Los reflejos del escenario y el suelo daban al bronceado rojizo de Chara tonos de refulgente cobre. Y el corazón de Mven Mas empezó a palpitar con violencia. Aquella tonalidad de piel la había visto por vez primera en los habitantes del maravilloso planeta de la Épsilon del Tucán. Precisamente entonces había conocido la existencia de cuerpos humanos tan espiritualizados, que eran capaces de transmitir con sus movimientos, con sutilísimos cambios de bellas formas, los más hondos matices del sentimiento, de la fantasía, de la pasión, de la jubilosa plegaria…

El africano, que tenía puesto todo su afán en aquella inaccesible lejanía de noventa parsecs, acababa de comprender que en el inmenso tesoro de belleza de la humanidad terrena podían hallarse flores tan divinas como la admirable visión del lejano planeta, guardada por él con sumo cuidado. Pero aquel irrealizable anhelo, acariciado largamente, no podía desaparecer tan pronto. Al tomar el aspecto de la mujer de piel roja, hija de la Épsilon del Tucán, Chara había hecho aún más fuerte la tenaz decisión del director de las estaciones exteriores.

Evda Nal y Veda Kong, que eran excelentes bailarinas y veían por primera vez las danzas de Chara, estaban maravilladas de su arte. Veda, en la que alentaba el antropólogo y el historiador de las razas antiguas, llegó a la conclusión de que en el pasado remoto las mujeres de Gondwana, de países meridionales, habían sido siempre más numerosas que los hombres, diezmados por las luchas con multitud de terribles fieras. Más tarde, cuando en los países meridionales de densa población se formaron los Estados despóticos del antiguo Oriente, muchísimos hombres morían también en las continuas guerras frecuentemente provocadas por el fanatismo religioso o los caprichos de los tiranos. Las hijas del Sur llevaban una vida dura, en la que se iba puliendo su perfección. En cambio en el Norte, donde los habitantes eran pocos y la naturaleza pobre, no existía el despotismo estatal de los Siglos Sombríos. Los hombres se conservaban en mayor número y las mujeres, más apreciadas, vivían con más dignidad.

Veda observaba cada ademán de Chara y advertía en sus movimientos una sorprendente dualidad: eran a la vez dulces y rapaces. La dulzura provenía de su cadencia suave y de la flexibilidad prodigiosa de su cuerpo, mientras que la impresión de rapacidad era debida a las bruscas transiciones, vueltas y paradas, que realizaba con vertiginosa rapidez de fiera. Aquella agilidad furtiva la habían heredado las morenas hijas de Gondwana en milenios de enconada lucha por la existencia. Y sin embargo, ¡cuan armoniosamente se conjugaba en Chara con los rasgos, firmes y suaves, cretensehelenos!

A la breve lentitud del adagio se unieron los sones discordantes, cada vez más acelerados, de unos instrumentos de percusión. El impetuoso ritmo de ascenso y descenso de los sentimientos humanos se reflejaba en la danza con movimientos plenos de emoción que alternaban con inmovilidades de estatua. El despertar de los sentimientos adormecidos, su explosión fulminante, una extenuación agotadora, la muerte, y, de nuevo, el renacer; otra vez las pasiones tumultuosas e ignotas, la vida encadenada y en lucha con la marcha irrefrenable del tiempo, con la determinación, precisa e indeclinable, del deber y el destino. Evda Nal percibía cuan entrañable le era el fondo psicológico de aquella danza, y un cálido arrebol coloreaba sus mejillas, mientras se le cortaba el aliento… Mven Mas ignoraba que la suite del ballet había sido compuesta expresamente para Chara Nandi, pero no temía ya a aquel ritmo huracanado que la muchacha seguía sin esfuerzo. Las olas rojas envolvían su cuerpo de cobre, arrancando destellos grana de sus fuertes piernas, para perderse en los sombríos pliegues del vestido entre los rosados reflejos de la blanca seda. Sus brazos, echados hacia atrás, iban quedando inmóviles, lentamente, sobre la cabeza. Y de pronto, el torbellino de impetuosas notas altas se interrumpió, sin final alguno, y se apagaron las luces rojas. En la elevada cúpula encendióse la luz corriente. La muchacha, cansada, inclinó la cabeza, y sus espesos cabellos le cubrieron el semblante. Al momento, un resplandor iluminó la sala — en dorado centelleo de miles de luceros — y oyóse un rumor sordo: los espectadores, en pie, tributaban a Chara el más alto honor que se podía rendir a un artista, alzando y bajando las manos, juntas sobre la cabeza. Y Chara, impasible antes de su actuación, se turbó, apartó del rostro los cabellos y echó a correr, fija la mirada en las gradas superiores.

Los directores de la fiesta anunciaron un entreacto. Mven Mas salió lanzado en busca de Chara, mientras Veda Kong y Evda Nal se dirigían hacia la monumental escalinata, de opaco cristal — esmalte azul celeste y un kilómetro de anchura —, que descendía del estadio al mismo mar. El crepúsculo, claro y fresco, invitaba a las dos mujeres a bañarse, siguiendo el ejemplo de miles de espectadores.

— No en vano me llamó la atención Chara Nandi, en cuanto la conocí — dijo Evda Nal —. Es una gran artista. ¡Acabamos de ver la danza de la fuerza de la vida! Eso debía de ser el Eros de los antiguos…

— Ahora comprendo la razón que tenía Kart San al afirmar que la belleza es más importante de lo que nos parece. En ella está la dicha y el sentido de la vida. ¡Certeras palabras! Y su definición también es cierta — asintió Veda, quitándose los zapatos y hundiendo los pies en el agua tibia que chapoteaba en los escalones.

— Cierta cuando la fuerza psíquica es engendrada por un cuerpo sano, pleno de energía — rectificó Evda Nal, en tanto se despojaba del vestido, y arrojóse a las transparentes olas.

Veda le dio alcance y ambas nadaron hacia una enorme isla de caucho, que brillaba argentada a kilómetro y medio del estadio. Su superficie plana, al mismo nivel del mar, estaba bordeada de hileras de conchas de nacarado plástico, lo suficientemente grandes para proteger del sol y del viento a tres o cuatro personas, aislándolas por completo de sus vecinos.

Ambas mujeres se echaron sobre el blando fondo balanceante de la «concha», a respirar el aire eternamente fresco del mar.

— Desde que nos vimos en la costa, ¡se ha tostado usted mucho! — comentó Veda, observando a su amiga —. ¿Ha estado junto al mar o ha tomado píldoras de pigmentación broncínea?

— Es de las píldoras PB — confesó Evda —. Sólo he estado al sol ayer y hoy.

— ¿No sabe verdaderamente dónde está Ren Boz? — inquirió Veda.

— Sobre poco más o menos, lo sé, y ello es bastante para sentirme intranquila — repuso quedo Evda Nal.

— ¿Es que usted querría?… — Veda no terminó la pregunta, y Evda, alzando lentamente los ojos, la miró de frente, a la cara.

— Ren Boz me parece un chiquillo inexperto, desvalido — prosiguió, vacilante, Veda —.

En cambio, usted es una mujer entera y con una gran inteligencia que no desmerece de la de cualquier hombre. Se percibe siempre en usted una voluntad tensa, de acero.

— Eso mismo me dijo Ren Boz. Pero su apreciación acerca de él es errónea y tan unilateral como el propio Ren Boz. Es un hombre audaz con un talento extraordinario y una enorme capacidad de trabajo. Incluso hoy día, hay pocas personas como él en nuestro planeta. En comparación con sus aptitudes, sus demás cualidades parecen poco desarrolladas, porque son análogas a las de la gente media e incluso más infantiles.

Tiene usted razón al calificarle de chiquillo, lo es pero al propio tiempo se trata de un héroe, en toda la acepción de la palabra. Fíjese en Dar Veter, él también tiene algo de chiquillo, pero ello se debe a exceso y no a falta de fuerza física, como le pasa a Ren.

— ¿Y qué opina usted de Mven? — indagó Veda —. Ahora ya le conoce usted mejor, ¿verdad?

— Mven Mas es una bella combinación de inteligencia fría y ardientes pasiones arcaicas.

Veda Kong soltó una carcajada.

— ¿Cómo aprendería yo a caracterizar con tanta exactitud?

— La psicología es mi profesión — dijo Evda, encogiéndose de hombros —. Pero permítame que le haga a mi vez una pregunta. ¿Sabe usted que Dar Veter me agrada mucho?…

— ¿Y teme las soluciones a medias? — repuso Veda arrebolándose —. Esté tranquila, en este caso no habrá esas fatales soluciones. Todo está claro como el agua… — y, bajo la escrutadora mirada de la psicóloga, continuó serena —: En cuanto a Erg Noor…

nuestros caminos se separaron hace tiempo. Mas yo no podía ceder a un nuevo amor mientras él estuviera en el Cosmos, no podía alejarme de él, debilitando así la esperanza, la fe en su regreso. Ahora, esto es ya una realidad. Erg Noor lo sabe todo, pero sigue su camino.

Evda Nal abarcó con su fino brazo los rectos hombros de Veda.

— Entonces, ¿es Dar Veter?…

— ¡Sí! — contestó Veda con firmeza.

— ¿Y él lo sabe?

— No. Más tarde, cuando la Tantra esté aquí… Bueno, ¿no es hora ya de volver? — se inquietó Veda.

— Para mí ya es hora de dejar la fiesta — contestó Evda Nal —. Mi permiso se acaba.

Me espera un nuevo y gran trabajo en la Academia de las Penas y de las Alegrías, y aún tengo que ir a ver a mi hija.

— ¿Tiene usted una hija mayorcita?

— De diecisiete años. Mi hijo es mucho mayor. Yo he cumplido el deber de toda mujer normalmente desarrollada y fecunda: tener dos hijos como mínimo. Me gustaría tener un tercero, ¡pero ya criado! — exclamó, mientras una sonrisa de amoroso cariño iluminaba su rostro, pensativo, y entreabría sus labios, de curvo trazo.

— Pues yo me imaginaba un lindo niño de ojos grandes… con una boquita tan acariciadora y sorprendida como la de usted… pero con pecas y chatillo — dijo picara Veda, perdida la mirada en la lejanía.

Luego de una pausa, su amiga le preguntó:

— ¿No tiene usted aún nuevo trabajo?

— No, espero a la Tantra. Después habrá una expedición larga.

— ¿Quiere venir conmigo a ver a mi hija? — Le propuso Evda, y Veda aceptó de buena gana.

Todo un muro del Observatorio estaba ocupado por una pantalla semiesférica, de siete metros, para la proyección de fotografías y filmes tomados por los potentes telescopios.

Mven Mas puso una vista panorámica de un sector del cielo, cercano al polo norte de la Galaxia, banda meridional de constelaciones desde la Osa Mayor hasta el Cuervo y el Centauro. Allí, en los Lebreles, la Cabellera de Berenice y Virgo, se encontraban multitud de galaxias, islas siderales del Universo en forma de ruedas planas o discos. Muchas de ellas se habían descubierto sobre todo en la Cabellera de Berenice: aislados, regulares e irregulares, en distintas posiciones y proyecciones, a veces a inimaginables distancias de miles de millones de parsecs y en ocasiones formando enormes «nubes» de decenas de miles de galaxias. Las más grandes llegaban a tener de veinte a cincuenta mil parsecs de diámetro, como nuestra isla estelar o galaxia NN891G5 + SB23, que antiguamente se llamaba M — 31 o Nebulosa de Andrómeda. Esta se divisa desde la Tierra, a simple vista, como una nubécula borrosa de débil luminosidad. Hacía mucho tiempo que los hombres habían desentrañado el misterio de aquella nubécula. Se trataba de un gigantesco sistema estelar, de forma de rueda y una vez y media mayor que nuestra enorme Galaxia.

El estudio de la Nebulosa de Andrómeda, a pesar de estar separada por cuatrocientos cincuenta mil parsecs de los observadores terrestres, había contribuido grandemente al conocimiento de nuestra propia Galaxia.

Mven Mas recordaba desde su infancia magníficas fotografías de distintas galaxias, obtenidas por inversión electrónica de las imágenes ópticas o mediante radiotelescopios que penetraban aún más lejos en las profundidades del Cosmos, como los de Pamir y la Patagonia, cada uno de los cuales tenía cuatrocientos kilómetros de diámetro. Las galaxias, inmensas acumulaciones de miríadas de estrellas, situadas a millones de parsecs unas de otras, siempre habían despertado en él un ardiente deseo de conocer las leyes de su estructura, la historia de su surgimiento y su ulterior destino. Interesábale ante todo la cuestión que apasionaba a todos los habitantes de la Tierra: la vida en los innumerables sistemas planetarios de aquellas islas del Universo, las llamas del pensamiento y del saber que allí brillaban, las civilizaciones humanas en aquellos espacios del Cosmos infinitamente lejanos. Tres estrellas, denominadas por los antiguos árabes Sirrhah, Mirrhah y Alrnah-alfa, beta y gamma de Andrómeda — situadas en línea recta ascendente — surgieron en la pantalla. A ambos lados de aquella línea se extendían dos galaxias cercanas: la colosal Nebulosa de Andrómeda y la bella espiral M — 33 en la constelación del Triángulo. Mven Mas no quiso contemplar de nuevo sus conocidos contornos luminosos y cambió el cliché metálico.

Ya estaba allí, en la constelación de los Lebreles, otra galaxia conocida desde la remota antigüedad y denominada entonces NGK5194 o M — 51. Situada a millones de parsecs, era una de las pocas que se veían desde nuestro globo «de plano», perpendicular al de la «rueda». Era un núcleo denso y refulgente, de millones de estrellas, con dos ramas espirales. Los largos extremos, que partían en sentido opuesto a través de decenas de miles de parsecs, se hacían cada vez más tenues y confusos hasta desaparecer en la noche sideral. Entre las ramas principales, alternando con los negros abismos de las masas de materia opaca, extendíanse cortas cadenas de condensaciones estelares y nubes de gas fosforescente, curvadas como alabes de una turbina.

Bellísima era la gigantesca galaxia NGK 4565, en la constelación de la Cabellera de Berenice. Se la veía de canto a una distancia de siete millones de parsecs. Inclinada hacia un lado, como un pájaro que planea, expandía lejos su fino disco, que debía de constar de ramas espirales, mientras en su centro brillaba un núcleo esférico, muy comprimido, semejante a una compacta masa luminosa. Advertíase con nitidez que aquellas islas estelares eran sumamente planas, y la galaxia podía compararse con la fina rueda de un mecanismo de relojería. Los bordes de la rueda se columbraban borrosos, como si se esfumaran en las insondables tinieblas del espacio. En uno de los bordes de nuestra Galaxia, igual a aquéllos, se encontraban el Sol y una minúscula partícula de polvo — la Tierra —, ligada por la fuerza del saber a multitud de mundos habitados, que desplegaba las alas del pensamiento humano sobre la eternidad del Cosmos.

Dando vuelta a una manija, Mven Mas cambió de cuadro y proyectó la galaxia NGK 4594, de la constelación de Virgo, que siempre le había interesado más que ninguna y también se veía en su plano ecuatorial. Aquella galaxia, situada a diez millones de parsecs, se parecía a una gruesa lente de ígnea masa estelar envuelta en gas luminoso.

Cruzaba la convexa lente, por su ecuador, una gruesa franja negra de densa materia opaca. La Galaxia se asemejaba a una misteriosa linterna que alumbrara desde el fondo de un abismo.

¿Qué mundos se ocultaban en sus radiaciones, más intensas que las de otras galaxias y que alcanzaban, por término medio, la clase espectral F? ¿Había allí habitantes de poderosos planetas, cuyo pensamiento luchase, como el nuestro, por desentrañar los misterios de la naturaleza?

El mutismo absoluto de las inmensas islas siderales crispaba los puños de Mven Mas.

Y el africano se daba cuenta de la descomunal distancia: ¡la luz tardaba treinta y dos millones de años en llegar a aquella galaxia! ¡Para el intercambio de informaciones se necesitaban sesenta y cuatro millones de años!

Mven Mas rebuscó afanoso entre las bobinas, y en la pantalla se encendió un gran círculo de clara luz entre espaciadas y mortecinas estrellas. Una negra franja irregular lo dividía en dos, acentuando el fulgor de las ígneas masas que se extendían a ambos lados de la negrura. Esta se ensanchaba por sus extremos oscureciendo el vasto campo de gas incandescente que aureolaba el círculo luminoso. Tal era la fotografía — obtenida con los más inverosímiles artificios de la técnica — de las galaxias en choque de la constelación del Cisne. Aquella colisión de gigantescas galaxias, iguales por su tamaño a la nuestra o a la Nebulosa de Andrómeda, se conocía de antiguo como fuente de radiactividad — quizá la más poderosa — de la parte del Universo accesible a los terrenos. Colosales torrentes de gas corrían raudos engendrando campos electromagnéticos de una potencia tan inconcebible, que expandían por todo el ámbito del Universo la noticia de una catástrofe titánica. La propia materia enviaba aquella señal de desgracia por una emisora natural de mil quintillones de kilovatios. Mas la distancia hasta las galaxias era tan grande, que aquella fotografía proyectada en la pantalla sólo mostraba el estado en que se encontraban hacía cientos de millones de años. El aspecto actual de aquellas galaxias, que se interpenetraban, lo verían únicamente los terrícolas al cabo de infinidad de tiempo, si para entonces existía aún la humanidad. El africano dio un salto y apoyó las manos en la maciza mesa con tal fuerza, que sus articulaciones crujieron.

Los plazos de millones de años para el intercambio de mensajes, inaccesibles a decenas de miles de generaciones y que significaban el fatal «nunca» incluso para nuestros más lejanos descendientes, podrían desaparecer del golpe de una varita mágica.

Y la varita mágica era el descubrimiento de Ren Boz y la experiencia que iban a hacer.

¡Puntos del Universo situados a las más inconcebibles distancias quedarían al alcance de la mano!

Los astrónomos de la antigüedad consideraban que las galaxias corrían en distintas direcciones. La luz de las lejanas islas estelares que llegaban a los telescopios terrestres se alteraba: las ondas luminosas se dilataban, convirtiéndose en ondas rojas. Aquel enrojecimiento de la luz era testimonio de que las galaxias se alejaban del observador.

Los antiguos, acostumbrados a interpretar los fenómenos de un modo rígido y unilateral, habían ideado la teoría de la dispersión o de la explosión del Universo, sin comprender aún que veían solamente un aspecto del gran proceso de destrucción y creación.

Precisamente un solo aspecto — la destrucción y la dispersión, es decir, el paso de la energía a los grados inferiores según la segunda ley de la termodinámica — era percibido por nuestros sentidos y los aparatos destinados a ampliarlos. El otro aspecto — la acumulación, la concentración y la creación — pasaba desapercibido para los hombres, ya que la propia vida extraía su fuerza de la energía difundida por las estrellas-soles, lo que condicionaba nuestra percepción del mundo circundante. Sin embargo, el potente cerebro humano logró también penetrar en los enigmáticos procesos de creación de los mundos en nuestro Universo. Pero en aquellos remotos tiempos se creía que cuanto más lejos de la Tierra se encontraba una galaxia, tanto mayor era la velocidad de su alejamiento.

Según ellos, con el adentramiento de las galaxias en el espacio, su velocidad llegaba a ser cercana a la de la luz. El límite de visibilidad del Universo era la distancia desde donde las galaxias parecían haber alcanzado la velocidad de la luz, pero en realidad, los terrenos no recibirían de ellas luz alguna y no podrían verlas nunca. Se conocían ya las verdaderas causas del enrojecimiento de la luz. Éstas eran varias. De las lejanas islas siderales sólo llegaba la luz que emitían sus brillantes centros. Aquellas colosales masas de materia estaban cercadas por campos electromagnéticos anulares que actuaban muy fuertemente sobre los rayos luminosos, tanto por su potencia como por su extensión, la cual iba amortiguando gradualmente las vibraciones de la luz, convirtiéndolas en ondas que se distendían y tornaban rojas. Los astrónomos sabían desde hacía mucho tiempo que la luz de las estrellas muy compactas enrojecía, las rayas del espectro se desplazaban hacia la extremidad roja, y la estrella correspondiente daba la impresión de que se alejaba. Así ocurría, por ejemplo, con la segunda componente de Sirio, el enanillo blanco Sirio B. Cuanto más se alejaba la galaxia, mayor era la centralización de las radiaciones que nos llegaban y más pronunciado su desplazamiento hacia el extremo rojo del espectro.

Por otro lado, las ondas luminosas, en su inmenso recorrido por el espacio, «se balanceaban» fuertemente, y los quantos de luz perdían parte de su energía. Ahora, el fenómeno estaba ya estudiado: las ondas rojas podían ser también ondas fatigadas, «viejas» de luz ordinaria. Y si hasta ondas luminosas que todo lo penetraban «envejecían» en el inacabable camino, ¿qué esperanza tenía el hombre de salvarlo si no atacaba a la misma gravitación por su antítesis, siguiendo los cálculos matemáticos de Ren Boz? La zozobra había disminuido. ¡Tenía razón al realizar el inaudito experimento!

Mven Mas, como de ordinario, salió al gran balcón del Observatorio y empezó a pasear por él con rápidas zancadas. En sus cansados ojos brillaban aún las remotas galaxias que enviaban a la Tierra sus olas rojas como señales en demanda de socorro y llamamientos al cerebro omnipotente del hombre. Mven Mas rió por lo bajo, lleno de confianza en sí mismo. Aquellos rayos rojos estarían un día tan próximo del ser humano como los que arrancaban destellos de roja luz escarlata, plena de vida, del cuerpo de Chara Nandi en la Fiesta de las Copas Flamígeras, aquella Chara que inesperadamente se le había aparecido como la imagen de la cobriza hija de la Épsilon del Tucán, la muchacha de sus sueños.

Y al orientar el vector de Ren Boz, lo haría precisamente hacia la Épsilon del Tucán, no sólo con la esperanza de ver aquel mundo espléndido, sino además, ¡en honor de ella, su representante en la Tierra!