El out-board cruzó el estrecho de Palk con fuerte viento en contra y salvando a saltos las lisas olas. Hacía mil años, había allí una barrera de bancos de arena y de arrecifes de coral denominada Puente de Adán. Recientes procesos geológicos habían formado en aquel lugar una profunda sima de chapoteantes aguas negras que separaba a la humanidad activa, anhelosa de avances, de los amantes de la tranquilidad.

Mven Mas, afianzado en las piernas, muy abiertas, estaba en pie ante la barandilla, viendo cómo se iba agrandando en el horizonte la isla del Olvido. Aquella enorme isla, rodeada de un océano templado, era un paraíso natural. El paraíso, en el primitivo concepto religioso del hombre, venía a ser un delicioso refugio póstumo, sin preocupaciones ni trabajos. La isla del Olvido era también un refugio para quienes no sentían ya la atracción de la intensa actividad del Gran Mundo o no querían trabajar al igual que todos.

De nuevo en el seno de la Tierra-Madre, pasaban allí años de calma, dedicados a sencillas y monótonas labores: la agricultura, la pesca o la cría de ganado al modo de la remota antigüedad.

Aunque la humanidad había entregado a sus débiles hermanos un gran trozo de tierra fértil, maravillosa, la economía primitiva de la isla no podía asegurar por completo a su población una vida de hartura, sobre todo en las épocas de mala cosecha o de otras anormalidades propias de las fuerzas productivas poco desarrolladas. Por ello, el Gran Mundo entregaba siempre a la isla del Olvido una parte de sus reservas.

Por tres puertos — en el Noroeste, el Sur y el Este de la isla — llegaban los productos alimenticios conservados para largos años, así como los medicamentos, medios de defensa biológica y otros artículos de primera necesidad. Los tres administradores principales de la isla residían en aquellos puntos y se denominaban, respectivamente, jefes de los ganaderos, de los agricultores y de los pescadores.

En tanto observaba las montañas azules que se alzaban en la lejanía, a Mven Mas le acometió de pronto una amarga duda: ¿no pertenecería él a la categoría de los «toros», gentes que siempre habían causado a la humanidad serias complicaciones? El hombre perteneciente a esa categoría era fuerte y enérgico, pero cruel, sin compasión alguna ante los sufrimientos y penas ajenos, y sólo pensaba en la satisfacción de sus necesidades. En los tiempos remotos de la humanidad, los padecimientos, discordias y calamidades se habían agravado por culpa de aquellos individuos, que se proclamaban, bajo distintos títulos, conocedores exclusivos de la verdad y se consideraban con derecho a aplastar toda discrepancia con sus ideas y a extirpar toda forma de pensamiento o vida diferente de la suya. Desde entonces, la humanidad empezó a evitar la más leve manifestación de absolutismo en las opiniones, deseos y gustos y a temer especialmente a los «toros», que, sin tener en cuenta las inquebrantables leyes de la economía ni preocuparse del futuro, vivían solamente al día. Las guerras y la economía desorganizada de la Era del Mundo Desunido dieron lugar al saqueo del planeta. Se talaban los bosques, quemaban las reservas de hulla y petróleo acumuladas durante centenares de millones de años, se contaminaba el aire con el ácido carbónico y los fétidos desechos arrojados por las fábricas, se exterminaban hermosos animales inofensivos, como las jirafas, las cebras y los elefantes, hasta que el mundo logró llegar a la organización de la sociedad. La Tierra estaba emporcada; los ríos y los mares, sucios de petróleo y de residuos químicos.

Y solamente después de una depuración radical del agua, el aire y la tierra, consiguió la humanidad dar al planeta el aspecto que tenía, dejándolo tan desbrozado y limpio, que se podía caminar descalzo, por todas partes, sin temor a lastimarse los pies.

En cambio él, Mven Mas, que había estado en un cargo de responsabilidad menos de dos años, había ya destruido un satélite artificial, creado con el esfuerzo conjunto de miles de personas y sorprendentes artificios de ingeniería, causando la muerte de cuatro científicos capaces, cada uno de los cuales habría podido llegar a ser un Ren Boz… Hasta el propio Ren Boz había sido salvado a duras penas. Y de nuevo, la imagen de Bet Lon, que se ocultaba allí, en algún lugar de las montañas o los valles, surgió ante él, viva, suscitándole una intensa compasión. Poco antes de partir, Mven Mas había visto unos retratos del matemático, y en su memoria habíanse grabado para siempre el rostro de enérgicas facciones, gran mentón, estrecho entrecejo y ojos penetrantes y hundidos, toda su figura atlética y corpulenta.

El mecánico del out-board acercóse al africano.

— Hay mucha marejada. No podremos atracar, las olas saltan por encima del muelle.

Habrá que ir al puerto Sur.

— No vale la pena. ¿Tienen ustedes balsillas salvavidas? Pondré en una la ropa y ganaré a nado la costa.

El mecánico y el timonel le miraron con respeto. Las turbias olas abatíanse una tras otra sobre un banco de arena, fundiéndose en fragorosa cascada. Más cerca de la orilla, se adentraban profundamente, en confuso tropel, en la playa de suave declive, espumeantes, removiendo la arena. Unos nubarrones bajos esparcían una lluvia menuda, tibia, oblicua del viento, que se mezclaba con la agitada espuma. A través de aquella red brumosa, se columbraban unas siluetas grises.

Los dos marinos cambiaron una mirada, mientras Mven Mas se desnudaba y plegaba su ropa. Los que partían para la isla del Olvido quedaban sin la tutela de una sociedad en la que cada uno protegía y ayudaba a los demás. La personalidad de Mven Mas infundía involuntario respeto, y el timonel decidió advertirle del gran peligro. El africano se encogió de hombros despreocupado. El mecánico le trajo un paquete pequeño, herméticamente cerrado.

— Tome, aquí tiene alimentos concentrados, para un mes.

Mven Mas reflexionó un instante y metió el paquete, junto con la ropa, en la cámara impermeable, cerró cuidadosamente la válvula y, con la pequeña balsa bajo el brazo, saltó la barandilla.

— ¡Vire! — ordenó.

El out-board se inclinó de costado, en redondo viraje, y Mven Mas, lanzado de la embarcación, entabló una furiosa lucha con el mar. Desde el out-board se le veía elevarse sobre las crestas de las encrespadas olas para hundirse al instante en sus abismos y resurgir de nuevo.

— Llegará — aseguró el mecánico con un suspiro de alivio —. El mar nos arrastra, hay que marcharse.

Zumbó sonora la hélice, y la embarcación, dando un salto, avanzó alzada por una ola que venía a su encuentro. La negra figura de Mven Mas apareció en la orilla, en toda su talla, y esfumóse en la neblina de la lluvia.

Por la arena, apisonada por el temporal, venía un grupo de hombres sin más ropas que unos taparrabos. Traían, con aire triunfante, un gran pescado, que se debatía aún. Al ver a Mven Mas, se detuvieron para saludarle amistosos.

— Uno nuevo, venido del otro mundo — comentó sonriente uno de los pescadores —. ¡Y qué bien nada! ¡Vente a vivir con nosotros!

Mven Mas, que los miraba franco y afectuoso, negó con la cabeza.

— Me sería penoso vivir aquí, a orillas del mar, otear su infinita lejanía, añorando mi hermoso mundo perdido.

Otro pescador — de espesa y canosa barba, que debía considerarse allí ornato masculino — puso su mano sobre el mojado hombro del forastero.

— ¿Es que le han mandado aquí a la fuerza?

Mven Mas, con sonrisa de amargura, trató de explicar las causas de su llegada.

El barbudo le dirigió una mirada compasiva y triste.

— Tú y yo no nos entenderemos. Ve allí — el hombre señaló hacia el Sudeste, donde, en un desgarrón de las nubes, se perfilaban los escalones azules de unas lejanas montañas —. El camino es largo, pero aquí no hay más medio de locomoción que ésta…

— y se dio unas palmadas en la musculosa pierna.

Ansioso de alejarse, Mven Mas echó a andar a grandes pasos, sin esfuerzo, por el serpenteante sendero que ascendía hacia unas colinas de suave pendiente.

Aunque hasta el centro de la isla había doscientos kilómetros y pico de camino, Mven Mas no se apresuraba. ¿Para qué? Lentamente se deslizaban los días, largos, vacíos, sin ninguna actividad provechosa. Al principio, hasta que no se repuso por completo del accidente, su cansado cuerpo demandaba reposo, la caricia de la naturaleza. Si no hubiera tenido conciencia de la terrible pérdida, se habría deleitado con el silencio de las desiertas mesetas, oreadas por los vientos, con las sombras y la calma primitiva de las calurosas noches tropicales.

Pero pasaron los días, y el africano, que vagaba por la isla en busca de una ocupación de su agrado, empezó a sentir agudamente la nostalgia del Gran Mundo. No le alegraban ya los apacibles valles, donde la mano del hombre cultivaba vergeles de árboles frutales, ni le arrullaba el rumoreo de los cristalinos ríos montañeros, a cuyas orillas podía pasar incontables horas en los bochornosos mediodías o en las noches de luna.

Incontables horas… Y en realidad, ¿para qué contar lo que él allí no necesitaba en absoluto? Había cuanto tiempo se quisiera, océanos enteros, y sin embargo, ¡cuan mísera era su parte individual!.. Un breve instante, ¡olvidado al momento!

Únicamente ahora percibía Mven Mas toda la exactitud del nombre de la isla. La isla del Olvido, ¡oscuro anónimo de la vida antigua, de los hechos y sentimientos egoístas del hombre! Hechos olvidados por sus descendientes porque habían sido realizados sólo para satisfacer necesidades personales, sin hacer mejor y más fácil la vida de la sociedad ni ornarla con las audaces obras de un arte creador.

Sorprendentes proezas habían caído en la nada anónima.

El africano había sido admitido en una comunidad de ganaderos del centro de la isla, y desde hacía dos meses apacentaba un rebaño de gaúros-búfalos gigantes, al pie de una colosal montaña que llevaba un nombre interminable, en la lengua de los remotos aborígenes.

Guisaba largamente al fuego, en un puchero ahumado, unas gachas negras, y un mes atrás había tenido que ir al bosque a la busca de bayas, nueces y avellanas, rivalizando con los glotones monos que le arrojaban los restos de esos alimentos. Aquello ocurrió porque les había dado las provisiones que trajera del out-board a dos viejos, en un apartado valle, siguiendo las normas del mundo del Circuito, donde la mayor felicidad consistía en proporcionar satisfacciones a los demás. Y entonces comprendió lo que era buscar el sustento en lugares desiertos, inhabitados. ¡Qué absurda pérdida de tiempo!..

Mven Mas se levantó de la piedra en que estaba sentado y miró en derredor. A la izquierda, el sol se ocultaba en el límite de la meseta; detrás, se alzaba la redonda cima, en forma de cúpula, de una montaña coronada de bosque.

Abajo, en la penumbra, brillaba un impetuoso arroyuelo entre enormes y empenachados bambúes. Allá lejos, a una media jornada de camino, se encontraban las milenarias ruinas, cubiertas de maleza, de la antigua capital de la isla. Había también otras ciudades abandonadas, mayores y mejor conservadas que aquélla. Mas, por el momento, no le interesaban.

Las bestias, acostadas sobre la hierba ensombrecida, eran como negros montículos.

La noche venía rauda. Encendíanse temblantes millares de estrellas en el cielo oscurecido. Se extendían las sombras, familiares para el astrónomo, y los trazos, bien conocidos, de las constelaciones; brillaban los grandes astros con vivo fulgor. Allí estaba también el fatídico Tucán… ¡Pero los sencillos ojos humanos eran tan débiles! Jamás volvería él a ver los grandiosos espectáculos del Cosmos, las espirales de las gigantescas galaxias, los enigmáticos planetas ni los soles azules. Todo aquello eran solamente para él lucecillas, infinitamente lejanas. ¿Qué más daba que fuesen estrellas o lámparas fijadas a una bóveda de cristal, como creían los antiguos? ¡A su mirada le era igual!

El africano, bruscamente, empezó a amontonar la ramiza recogida. Ya tenía en la mano otro objeto que se había hecho indispensable: un pequeño encendedor. Tal vez, siguiendo el ejemplo de ciertos habitantes del lugar, empezara pronto a aspirar el humo de algún narcótico para matar un tiempo agobiador, pegajoso.

Las lengüecillas de fuego comenzaron a danzar, ahuyentando las sombras y apagando las estrellas. Cerca, resollaban pacíficos los búfalos. Mven Mas, pensativo, fijó sus ojos en el fuego.

¿Se habría convertido el luminoso planeta en una celda oscura para él?

No; su orgullosa renunciación del mundo no era más que la vanidad de la ignorancia.

Ignorancia de sí mismo, menosprecio de la vida elevada, plena de creación, que llevaba hasta ahora, desconocimiento de la fuerza de su amor a Chara. ¡Más valía entregar la vida en una hora, dedicada a una excelsa obra del Gran Mundo, que vivir allí un siglo entero!

Había en la isla del Olvido cerca de doscientas estaciones sanitarias, cuyo personal, médicos voluntarios del Gran Mundo, ponía a disposición de los habitantes todos los poderosos medios de la medicina moderna. Jóvenes de aquel mismo mundo trabajaban también en los destacamentos de sanidad, para que la isla no se convirtiese en vivero de antiguas enfermedades o de animales dañinos. Mven Mas rehuía el encuentro con aquellas personas para no sentirse un proscrito del mundo del saber y la belleza.

Al amanecer, Mven Mas fue relevado por otro pastor. Y el africano, que quedaba libre por dos días, decidió ir a la ciudad cercana para recibir una capa, pues las noches eran ya frescas en las montañas.

Hacía un calor bochornoso y reinaba la calma, cuando Mven Mas descendía de la meseta a una ancha planicie, semejante a un compacto mar de flores, liláceas y amarillas como el oro, sobre el que volaban policromos insectos. Las ráfagas del leve viento balanceaban las plantas, y las corolas rozaban suavemente las rodillas del africano. Al llegar al centro del inmenso campo, se detuvo cautivado por la radiante belleza natural de aquel jardín silvestre y aromoso. Luego de inclinarse pensativo, acarició unos pétalos, trémulos del viento, sintiéndose como en un bello sueño de la infancia.

Un suave golpeteo rítmico, apenas perceptible, alteró la calma. Mven Mas alzó la cabeza y vio a una muchacha que, hundida en las flores hasta la cintura, caminaba de prisa. La muchacha se apartó de la senda y el africano contempló con satisfacción su armoniosa figura emergiendo de aquel mar florido. Una aguda pena le punzó el corazón:

ella habría podido ser Chara si… si las cosas hubieran tomado otro giro. Su espíritu observador, de hombre de ciencia, le advirtió que la muchacha estaba inquieta. Con frecuencia, volvía la cabeza y apretaba el paso, como si la persiguieran. Mven Mas cambió de dirección y acercóse rápidamente a la muchacha, alzándose ante ella en toda su enorme talla.

La desconocida se detuvo. Un polícromo pañuelo, anudado en cruz, ceñía su torso, el borde de su falda roja estaba humedecido por el rocío. Las finas pulseras tintinearon más fuerte cuando alzó los desnudos brazos para apartarse de la cara los negros cabellos cortos, revueltos por el viento. Sus ojos, tristes, miraban concentrados entre los ricillos que se esparcían rebeldes por la frente y las mejillas. Estaba jadeante, sin duda de la larga carrera. Unas gotas de sudor perlaban espaciadas su cara, morena y bonita. La muchacha dio unos pasos vacilantes, avanzando hacia él.

— ¿Quién es usted? ¿Adonde va tan de prisa? — le preguntó Mven Mas —. ¿Necesita usted ayuda?

Ella le miró escudriñadora y dijo con voz entrecortada: — Soy Onar, de la quinta barriada. ¡No necesito ninguna ayuda!

— Pues no lo parece. Está usted cansada, algo la atormenta. ¿Qué es lo que la amenaza? ¿Por qué rehúsa mi ayuda?

La desconocida volvió a alzar los ojos, que brillaban profundos, límpidos, como los de las mujeres del Gran Mundo.

— Yo sé quién es usted… Un gran hombre, venido de allá — y señaló en dirección a África —. Una persona buena y confiada.

— Sea usted lo mismo. ¿La persigue alguien?

— ¡Sí! — contestó impetuosa, con acento de desesperación —. Él me acosa…

— ¿Y quién es el que se atreve a asustarla, a perseguirla?

La muchacha enrojeció y bajó la mirada.

— Un hombre que… quiere que yo sea su…

— Pero el corresponderle o no es de su libre elección. ¿Acaso se puede imponer el amor? Como le vea por aquí, ya le diré yo…

— ¡No, no! Él también ha venido del Gran Mundo, pero hace tiempo, y es también fuerte… Aunque no tanto como usted… ¡Es espantoso!

Mven Mas rió despreocupado y alegre.

— ¿Adonde va usted?

— A la quinta barriada. Iba a la ciudad, y le encontré…

El africano ladeó la cabeza, indicándole que siguiera el camino y tomó de la mano a la muchacha. Ella, sumisa, no hizo resistencia, y ambos echaron a andar por el sendero lateral que conducía a la barriada.

La muchacha, de vez en cuando, volvía inquieta la cabeza y aseguraba que el hombre aquel la acechaba por todas partes.

Su temor de hablar con entera franqueza indignaba a Mven Mas. Él no podía tolerar la opresión, ¡por muy casuales que fueran los casos de ella en la Tierra organizada!

— ¿Por qué sus convecinos no hacen nada y no dan cuenta al Control del Honor y del Derecho? ¿Es que no enseñan historia en sus escuelas y no saben ustedes a lo que pueden conducir los más pequeños focos de violencia?

— La enseñan… y lo sabemos — repuso Onar, mirando hacia adelante.

La florida llanura terminaba, y el sendero, describiendo una curva cerrada, ocultábase tras los matorrales. De la curva surgió un hombre alto y sombrío, interceptando el camino.

Estaba desnudo hasta la cintura, y sus músculos de atleta se tensaban bajo el vello canoso que le cubría el pecho. La muchacha, convulsa, retiró su mano, murmurando quedo: — ¡Váyase, hombre del Gran Mundo, temo por usted!..

— ¡Deteneos! — rugió una imperiosa voz.

Nadie hablaba con tanta rudeza en la época del Circuito.! Mven Mas, instintivamente, protegió con su cuerpo a la muchacha.

El hombre alto se acercó y trató de apartarle, pero el africano permanecía firme como una roca.

Entonces, el desconocido, con la celeridad del rayo, le asestó un puñetazo en la cara.

Mven Mas se tambaleó. Jamás había recibido golpes premeditadamente crueles, asestados para ocasionar un terrible dolor a un ser humano, para aturdirle y agraviarle, ni presenciado nada semejante.

Mven Mas, aturdido, oyó confusamente el grito angustiado de Onar y arremetió contra su adversario, pero fue derribado por otros dos terribles puñetazos. Onar se hincó de rodillas, cubriéndole con su cuerpo, pero el enemigo, lanzando un alarido de triunfo, agarró a la muchacha. Retorciéndole los brazos, le sujetó las manos atrás; ella, roja de ira, encorvóse gimiendo de dolor.

Pero Mven Mas ya se había repuesto. En sus años mozos, durante los «trabajos de Hércules», había tenido encuentros más serios con enemigos no sujetos a la ley humana.

Recordó cuanto le enseñaran para la lucha cuerpo a cuerpo con animales peligrosos.

Se levantó despacio y dirigió una mirada al rostro de su atacante, demudado por la rabia, eligiendo el punto apropiado para un golpe demoledor, pero de pronto, irguióse y retrocedió. Había reconocido aquel rostro que venía obsesionándole tan largo tiempo en sus torturantes pensamientos sobre la razón de la experiencia del Tíbet.

— ¡Bet Lon!

Éste soltó a la muchacha y quedó inmóvil, clavados los ojos en aquel hombre de oscura piel a quien no conocía y que había perdido de pronto toda su bondad natural.

— ¡Bet Lon, mucho pensaba en una entrevista con usted, considerándole un compañero de infortunio — exclamó Mven Mas —, pero nunca imaginaba que nos veríamos en estas circunstancias!

— ¿En qué circunstancias? — preguntó cínico Bet Lon, ocultando el rencor que brillaba en sus ojos.

El africano le rechazó con un ademán.

— ¿Para qué sirven las palabras vanas? En aquel mundo usted no las pronunciaba, y sus actos, aunque criminales, eran una gran obra. Pero aquí, ¿en nombre de qué procede así?

— ¡En nombre de mí mismo, y nada más que de mí mismo! — replicó con desprecio Bet Lon, mordiendo las palabras —. ¡Bastante tiempo he tenido en cuenta a los demás, el bien común! El hombre no necesita nada de eso, me he convencido de ello. Eso ya lo sabían también algunos sabios de la antigüedad…

— Usted no ha pensado nunca en los demás, Bet Lon — le interrumpió el africano —.

Cediendo a todas sus pasiones, ¿en qué se ha convertido usted? En un opresor, ¡en casi una bestia!

El matemático hizo un movimiento para arrojarse de nuevo sobre Mven Mas, pero se contuvo.

— ¡Basta! ¡Habla usted demasiado!

— Y yo creo que usted ha perdido demasiado, por eso quiero…

— ¡Pues yo no quiero! ¡Apártese de mi camino!

Mven Mas no se inmutó. Inclinada la cabeza, permanecía firme y amenazador ante Bet Lon, sintiendo el roce del trémulo hombro de la muchacha. Y aquel temblor le infundía mucho más coraje que los golpes recibidos.

El matemático, inmóvil, observaba los ojos del africano, centelleantes de rabia.

— Váyase — dijo, con fuerte jadeo, dejándole paso.

Mven Mas volvió a tomar de la mano a la muchacha y la condujo por el sendero, entre los matorrales, percibiendo en la nuca la mirada de odio de Bet Lon. Al entrar en la curva, se detuvo tan bruscamente que Onar chocó contra su espalda.

— ¡Bet Lon, volvamos juntos al Gran Mundo!

El matemático rió con igual desenfado, pero el agudo oído del africano captó un dejo de amargura en la insolente bravata: — ¿Y quién es usted para proponerme eso? ¿No sabe que yo?…

— Lo sé. Yo también he hecho un experimento prohibido que ha costado la vida a personas que confiaron en mí. En las investigaciones, yo iba por un camino cercano al de usted… ¡Y usted y yo, y otros, estamos ya en vísperas de la victoria! Las gentes le necesitan, pero no en ese estado…

El matemático dio un paso hacia Mven Mas y bajó los ojos, pero al instante volvióse y profirió despectivo, por encima del hombro, unas groseras palabras de negación. Mven Mas, en silencio, echó a andar por el sendero.

Hasta la quinta barriada quedaban cerca de diez kilómetros.

Al saber que la muchacha no tenía familia, el africano le propuso que se trasladase a la orilla oriental, a uno de los poblados costeros, para no encontrarse más con aquel hombre grosero y cruel. El famoso científico de ayer se convertía en un tirano en la vida dispersa y tranquila de los pueblecillos montañeros. Para prevenir funestas consecuencias, Mven Mas decidió ir inmediatamente a la pequeña ciudad y pedir que se vigilase a aquel sujeto.

Despidióse de Onar a la entrada de la barriada. La muchacha le contó que, recientemente, habían aparecido en la montaña de forma de cúpula unos tigres, escapados del coto o antiguos moradores de las intrincadas selvas que rodeaban el pico más alto de la isla. Estrechándole con fuerza la mano, Onar le pidió que tuviera cuidado y no fuese de noche, por nada del mundo, a través de las montañas. Mven Mas emprendió a paso rápido el regreso. Reflexionando sobre lo ocurrido, recordó la última mirada de la muchacha, llena de inquietud y devoción a él. Y por primera vez pensó en los verdaderos héroes de los tiempos remotos, gente que, sometida a humillaciones, odios y sufrimientos físicos, realizaba la mayor proeza: la de continuar siendo buena, humana, pese a que el medio circundante contribuía al desarrollo de un egoísmo animal.

La dualidad de la vida siempre había puesto de manifiesto ante los hombres sus contradicciones. En el mundo antiguo, entre los peligros y las vejaciones, el amor, la fidelidad y la ternura se hacían más grandes precisamente al borde de la muerte, en un ambiente hostil y rudo. La sumisión a los caprichos de la fuerza bruta hacía todo fugaz e inestable. La suerte de una persona podía variar radicalmente en cualquier momento, frustrando sus planes, esperanzas y pensamientos, porque en la sociedad mal organizada de antaño mucho dependía de gentes casuales. Pero aquella fugacidad de las esperanzas, del amor y de la dicha, lejos de debilitar, reforzaban los sentimientos.

Por eso, lo mejor del ser humano no había perecido, a pesar de los terribles padecimientos de la esclavitud de los Siglos Sombríos o de la Era del Mundo Desunido.

Por primera vez, el africano pensaba que en la vida antigua, que tan dura parecía a todos los contemporáneos, había habido también dichas, esperanzas, creadora labor, y a veces, tal vez más fuertes que ahora, en la orgullosa Era del Circuito.

Mven Mas recordaba casi con enojo a los teóricos de la ciencia de aquellos tiempos que, basándose en la lentitud mal comprendida de la transformación de las especies en la naturaleza, auguraban que la humanidad no sería mejor durante un millón de años.

¡Si hubieran amado más al ser humano y conocido la dialéctica de la evolución, no se les habría pasado jamás por la cabeza semejante absurdo!

Tras el redondo hombro de la gigantesca montaña, el crepúsculo teñía de púrpura su nebuloso manto. Mven Mas se tiró al riachuelo.

Refrescado y tranquilizado por completo, se sentó sobre una piedra plana a secarse y descansar un poco. Como no lograría llegar a la pequeña ciudad antes de la noche, pensaba atravesar la montaña a la salida de la luna. En tanto con templaba pensativo el agua, agitada y rumorosa entre las piedras, inesperadamente sintió que le miraban, pero no vio a nadie. Aquella sensación de unos ojos acechantes le siguió agobiando incluso cuando cruzó el riachuelo y empezó el as censo.

Por una senda surcada de carriles, Mven Mas subió con rapidez a una meseta de mil ochocientos metros de altura y continuó ascendiendo, de escalón en escalón, para remontar un contrafuerte cubierto de bosque y llegar a la ciudad por el camino más corto.

La estrecha hoz de la luna nueva no podía iluminar el camino más que durante una hora y media. Escalar aquella empinada trocha en la noche oscura sería muy difícil. Y Mven Mas tenía prisa. Los árboles, espaciados y bajos, proyectaban largas sombras que se extendían en negras franjas sobre la tierra seca, esclarecida por la luna. En tanto caminaba, mirando atentamente el terreno para no tropezar con las innumerables raíces salientes, el africano continuaba pensando.

Un rugido amenazador se expandió por la tierra, conmoviéndola; resonó lejos, a la derecha, donde la vertiente del contrafuerte se alzaba en suave pendiente para perderse en las profundas tinieblas. Le respondió otro rugido, grave, en el bosque, entre los rodales y franjas de luz lunar. Aquellas terribles voces tenían una fuerza penetrante, que llegaba hasta el fondo del alma despertando sentimientos dormidos hacía mucho: el espanto fatal de la víctima elegida por el invencible carnicero. Y como para contrarrestar aquel milenario terror, empezó a encenderse en el pecho del africano la pasión ancestral de la lucha, herencia de innumerables generaciones de héroes anónimos que defendieran el derecho del género humano a la vida entre los mamuts, los leones, los osos gigantescos, los toros bravos y las implacables manadas de lobos en los días de caza extenuante y en las noches de tenaz defensa. Permaneció parado unos instantes conteniendo la respiración y escudriñando en torno. Nada se movía en la noche serena. Pero apenas hubo dado unos pasos por el vericueto, comprendió que le perseguían. ¿Serían tigres?

¿Y ciertas las noticias que le diera Onar?

Echó a correr, tratando de discernir lo que liaría cuando le acometiesen las fieras, que sin duda eran dos.

Subirse a uno de los bajos árboles, adonde los tigres trepaban con más facilidad que el hombre, era absurdo. ¿Luchar? En derredor sólo había piedras; ni siquiera era posible pertrecharse de un buen palo, pues desgajar una de aquellas ramas, fuertes y duras como el hierro, era empresa irrealizable. Y cuando los rugidos oyéronse potentes tras él, muy cerca, comprendió que estaba perdido. Las compactas ramas tendidas sobre el polvoriento sendero le oprimían, ahogándole. En sus postreros instantes, quiso sacar valor de las eternas profundidades del cielo, cuajado de estrellas, a cuyo estudio había consagrado toda su vida pasada. Corría raudo, a saltos colosales. La fortuna le protegió, llevándole a un gran calvero. En medio de él se alzaba un cúmulo de piedras desprendidas; abalanzóse a ellas, cogió una, de treinta kilos y afiladas aristas, y regresó al bosque. Vio deslizarse unas formas confusas, fantasmales, que avanzaban. Eran listadas, y sus rayas se confundían con los claroscuros del bosque ralo. El borde de la luna tocaba ya las copas de los árboles. Alargadas sombras cruzaban el calvero, y por aquellas negras sendas, dos enormes felinos se arrastraban hacia él. Y como entonces, en el subterráneo del Observatorio del Tíbet, Mven Mas sintió aproximarse la muerte.

Pero, en lugar de surgir de su interior, venía de fuera, ardía ya con verde llama en los fosforescentes ojos de los carniceros. El africano aspiró con ansia una pequeña ráfaga de aire, irrumpida en aquel asfixiante bochorno, miró a la altura, a la radiante gloria del Cosmos, y se irguió levantando el pedrusco sobre su cabeza.

— ¡Y estoy aquí, contigo, camarada!

Desprendiéndose de las sombras de la ladera, una alta silueta se lanzó veloz al calvero, enarbolando amenazadora una torcida rama. Y Mven Mas, estupefacto, olvidó por un instante a los tigres al reconocer al matemático. Bet Lon, jadeante de la desenfrenada carrera, plantóse junto al africano, abierta la boca, aspirando con ansia el aire. Las enormes fieras, que habían reculado bruscas, empezaron a avanzar de nuevo, implacables. El tigre de la izquierda estaba ya a treinta pasos. Encogióse, afianzándose sobre las patas traseras, dispuesto a dar el salto.

— ¡Pronto! — restalló por todo el calvero un sonoro grito.

Por tres lados, brillaron los pálidos fogonazos de unos lanzagranadas, tras Mven Mas, que, sorprendido, dejó caer el pedrusco. El tigre más cercano se alzó gigantesco sobre sus patas traseras, las granadas paralizadoras hicieron explosión con ruido sordo, como un redoble de tambores, y la fiera se derrumbó de espaldas. El otro tigre dio un salto hacia el bosque. Pero de allí surgieron otras tres siluetas de gente a caballo. Una granada de cristal, de potente carga eléctrica, se estrelló contra la frente del carnicero, que se abatió estirándose, hundiendo la pesada cabeza en la hierba seca.

Uno de los jinetes se adelantó a caballo. Nunca le había parecido a Mven Mas tan bonita la ropa de trabajo del Gran Mundo: unos pantalones anchos y cortos y una amplia camisa azul de lino artificial, con el cuello abierto y dos bolsillos en la pechera.

— ¡Mven Mas, me daba el corazón que estaba usted en peligro!

¿Podía él no reconocer aquella voz aguda en la que se percibía tan gran zozobra? ¡Era la de Chara Nandi!..

Olvidado de responder, quedó inmóvil, mientras la muchacha echaba pie a tierra y corría hacia él. En pos de ella, sus cinco acompañantes llegaron a caballo. Mven Mas no tuvo tiempo de verlos bien, porque la estrecha hoz de la luna se ocultó tras el bosque y el negro manto de la calurosa noche cubrió los árboles y el calvero. La mano de Chara Nandi encontró el brazo de Mven Mas. Él tomó la fina muñeca de ella y puso la suave palma sobre su pecho, donde palpitaba con fuerza el agitado corazón. Las puntas de los dedos de Chara acariciaron, apenas perceptibles, la prominencia del músculo pectoral, y aquella leve caricia colmó al africano de una placidez inefable, no sentida jamás.

— Chara, aquí está Bet Lon, mi nuevo amigo…

Al volverse, Mven Mas advirtió que el matemático había desaparecido, y gritó en la oscuridad, con todas sus fuerzas:

— ¡Bet Lon, no se vaya!

— ¡Volveré! — repuso a lo lejos su potente voz, y en ella no había ya amarga insolencia.

Uno de los acompañantes de Chara, que debía de ser el jefe del grupo, desató una linterna de señales, sujeta a la frontera de la silla. Una leve luz, acompañada de una radiación invisible, ascendió hacia el firmamento. Mven Mas dedujo que esperaban algún aparato de vuelo. Los cinco jinetes eran unos muchachos de un destacamento sanitario, que habían elegido como uno de sus «trabajos de Hércules» el servicio de vigilancia y lucha contra los animales dañinos en la isla del Olvido. Chara Nandi se había incorporado al destacamento para buscar a Mven Mas.

— Se equivoca usted al creernos tan perspicaces — dijo el jefe del grupo, cuando se hubieron sentado en torno a la linterna y el africano empezó a hacerles las naturales preguntas —. Nos ha ayudado una muchacha de nombre griego antiguo…

— ¡Onar! — exclamó Mven Mas.

— Sí, Onar. Nuestro destacamento se aproximaba a la quinta barriada, desde el Sur, cuando llegó corriendo, medio muerta de cansancio, una muchacha. Confirmó los rumores que corrían acerca de los tigres, noticia que nos había traído a estos lugares, y nos convenció de que partiéramos inmediatamente para aquí, temerosa de que le acometieran a usted los tigres al regresar a la ciudad por la montaña. Y ya ve, hemos estado a punto de no llegar a tiempo.

— Ahora vendrá un giróptero de carga y enviaremos en él al coto a sus enemigos, paralizados temporalmente. Si son en verdad antropófagos empedernidos, se los exterminará. Pero no se puede destruir a unos animales tan raros sin someterlos previamente a prueba.

— ¿A qué prueba?

El muchacho enarcó las cejas.

— Eso ya no es de nuestra competencia. Seguramente, empezarán por calmarlos… Se les inyectará un suero que disminuye la actividad vital. Y cuando el tigre queda temporalmente debilitado, aprende mucho…

Un sonido fuerte y vibrante interrumpió al joven. Una masa oscura descendía lentamente. El calvero se inundó de cegadora luz. Las listadas fieras fueron recluidas en blandos containers para cargamentos frágiles. La mole de la aeronave, poco visible en la sombra, desapareció dejando abierto el calvero a la serena luz de las estrellas. Con los tigres había marchado uno de los cinco muchachos, y su caballo se lo entregaron a Mven Mas.

Los caballos del africano y Chara iban juntos. El camino bajaba hacia el valle del río Galle, junto a cuya desembocadura, en la costa, se encontraba una estación sanitaria y la base del destacamento.

— Desde que estoy en la isla, es la primera vez que voy a la orilla del mar — dijo Mven Mas, rompiendo el silencio —. Hasta ahora el mar me parecía un muro que me apartaba para siempre de mi mundo.

— ¿La isla ha sido para usted una nueva escuela? — le preguntó, afirmativa y gozosa, Chara.

— Sí. En este breve lapso de tiempo he sentido y reflexionado mucho. Todos estos pensamientos vagaban en mi mente desde hace años…

El africano confió a Chara sus viejos temores de que la humanidad se desarrollaba de un modo demasiado racional, demasiado técnico, repitiendo — en una forma incomparablemente menos monstruosa, claro estaba — los errores de la antigüedad. Le parecía que en la Épsilon del Tucán, la población, muy parecida a la nuestra y tan magnífica como ella, se preocupaba más de perfeccionar el lado emocional de la psique.

— Yo también he sufrido mucho al percibir que no estaba en completa armonía con la vida — repuso la muchacha tras de unos instantes de silencio —. Necesitaba más de lo antiguo y bastante menos de todo lo que me rodeaba. Soñaba con la época de las fuerzas y los sentimientos no derrochados, que se habían ido acumulando, por selección primitiva, desde el Siglo de Eros que floreciera en la antigua cuenca del Mediterráneo. Y siempre he procurado despertar en mis espectadores una verdadera fuerza del sentimiento. Pero tal vez sólo Evda Nal me haya comprendido por entero.

— Y Mven Mas — agregó serio el africano, y le contó cómo se le había aparecido en forma de la hija cobriza del Tucán.

Ella alzó el rostro, y él, a la tímida luz del alba, vio sus ojos, tan grandes y profundos, que sintió un ligero vértigo y se apartó riendo.

— Hubo un tiempo en que nuestros antepasados nos presentaban en sus novelas acerca del futuro como unos seres febles, raquíticos, de cráneo desmesurado. A pesar de los millones de animales torturados y muertos por ellos, tardaron mucho en comprender el mecanismo cerebral humano, porque metían el bisturí donde hacían falta finos instrumentos de medición, sumamente precisos en escala molecular y atómica. Ahora sabemos ya que una gran actividad de la razón requiere un cuerpo robusto, pleno de energía vital, pero ese cuerpo engendra fuertes emociones.

— Y nosotros seguimos viviendo encadenados por la razón — asintió Chara.

— Mucho se ha hecho ya, y sin embargo, en nosotros el lado intelectual se ha adelantado, mientras que el emocional ha quedado a la zaga… De este último lado hay que cuidar para que no requiera las cadenas de la razón y para que, a veces, sea él quien encadene a ella. Esto me parece tan importante, que he decidido escribir un libro sobre el particular.

— ¡Muy bien, desde luego! — exclamó Chara con calor. Turbóse un poco y prosiguió —:

Pocos grandes hombres de ciencia se han consagrado a investigar las leyes de la belleza y de la plenitud de los sentimientos… No me refiero a la psicología.

— ¡La comprendo! — contestó el africano, contemplando involuntariamente a la muchacha, que, en su confusión, había erguido orgullosa la cabeza ofreciendo el rostro a los rayos del sol naciente. La luz del nuevo día volvía a dar a su piel un matiz de cobre rojizo.

Manteniéndose en la silla con naturalidad y sin esfuerzo, Chara montaba un caballo negro, de gran alzada, que acompasaba su paso al del bayo de Mven Mas.

— ¡Nos hemos quedado atrás! — dijo la muchacha aflojando las riendas del caballo, que al instante, avanzó impetuoso.

El africano la alcanzó, y ambos siguieron cabalgando, raudos y juntos, por el viejo camino. Cuando llegaron a la altura de sus jóvenes compañeros, refrenaron los brutos; Chara se volvió hacia Mven Mas.

— ¿Y esa muchacha?… Onar…

— Le convendría estar en el Gran Mundo. Usted misma ha dicho que ella se quedó en la isla casualmente, por cariño a la madre, la cual había llegado aquí y murió hace poco. A Onar le vendría bien trabajar con Veda, en las excavaciones, donde hacen falta las delicadas y sensibles manos femeninas. Aunque también son precisas en miles de otros asuntos. Y el nuevo Bet Lon, que volverá a nuestro seno, ¡la encontrará también renovada!

Chara frunció las cejas y clavó en Mven Mas sus ojos, penetrantes.

— ¿Y usted no abandonará a sus estrellas?

— Cualquiera que sea la decisión del Consejo, continuaré la obra de explorar el Cosmos. Pero antes, tengo que escribir acerca de…

— ¿Las estrellas de las almas humanas?

— ¡Cierto, Chara! Asombra y maravilla su gran diversidad… — y Mven Mas calló al advertir que ella le miraba con tierna sonrisa —. ¿No está usted de acuerdo con esto?

— ¡Claro que sí! Estaba pensando en su experimento. Lo hizo usted llevado por el ardiente deseo de ofrecer a las gentes la plenitud del mundo. En este aspecto usted es también un artista, y no un hombre de ciencia.

— ¿Y Ren Boz?…

— Para él, la experiencia era solamente un paso más en el camino de sus búsquedas.

— ¿Me disculpa usted, Chara?

— Por completo. Y estoy segura de que no soy yo sola, sino multitud de personas, ¡la mayoría!

Mven Mas se pasó las riendas a la mano izquierda y tendió la derecha a Chara. Ambos entraron en la pequeña barriada de la estación sanitaria.

Las olas del Océano Indico batían el acantilado de la costa. Y su fragor recordaba a Mven Mas la rítmica sucesión de notas graves en la sinfonía de Zig Zor dedicada a la vida, que tendía afanosa hacia el Cosmos. Un fa azul, la nota esencial de la naturaleza terrestre, cantaba potente sobre el mar obligando al hombre a responder, con toda su alma, fundiéndose con la Tierra que lo engendrara.

Espejeaba el océano transparente, no ensuciado ya por los desechos, limpio de feroces tiburones, de venenosos peces, de moluscos y peligrosas medusas, como estaba limpia del rencor y los miedos de los pasados siglos la vida del hombre moderno. Pero en la inmensidad del océano había aún escondidos, sin embargo, rincones donde germinaba la semilla, no destruida aún, de la vida perniciosa, y sólo a la vigilancia de los destacamentos sanitarios se debía la seguridad y la limpieza de las aguas oceánicas.

¿Acaso no surgían igualmente, de súbito, en la cristalina alma del joven la obstinación rencorosa, la petulancia del cretino, el egoísmo de la bestia? Y entonces, si el ser humano, en vez de someterse a la autoridad de una sociedad tendente a la sabiduría y al bien, cedía a sus ambiciones casuales y sus pasiones personales, el valor se convertía en ferocidad; la creación, en cruel astucia; la fidelidad y la abnegación, en base de la tiranía, de la explotación implacable y del ultraje desenfrenado… El velo de la disciplina y la cultura social se arrancaba fácilmente, bastaban para ello una o dos generaciones de vida mala. Mven Mas había visto aquella faz de la fiera allí, en la isla del Olvido. Y si no se la refrenaba y se le daba rienda suelta, renacería pujante el monstruoso despotismo, que todo lo pisoteaba e imponía, durante tantos siglos, al género humano una arbitrariedad desvergonzada.

Lo más sorprendente en la historia de la Tierra era el surgimiento del odio inextinguible al saber y la belleza, compañero inseparable de los ignorantes dañinos. El odio aquel, el temor y la desconfianza pasaban a través de todas las sociedades humanas, empezando por el miedo a los hechiceros y brujas primitivos y terminando por las torturas de los pensadores que se habían adelantado a su época en la Era del Mundo Desunido. Aquello había ocurrido también en otros planetas de civilizaciones muy desarrolladas, pero que no habían sabido preservar a su régimen social de los desmanes de pequeños grupos de individuos: de la oligarquía, que surgía de pronto, pérfidamente, bajo las más diversas formas… Mven Mas recordó las informaciones transmitidas por el Gran Circuito sobre mundos habitados donde las más grandes conquistas de la ciencia eran utilizadas para la intimidación, las torturas y el castigo, para leer los pensamientos y convertir a las masas en gentes sumisas, medio idiotas, dispuestas a cumplir cualquier orden por monstruosa que fuera. El angustioso clamor de uno de esos planetas, demandando ayuda, irrumpió en el Circuito y atravesó el espacio muchos siglos después de que perecieran tanto quienes habían lanzado el mensaje como sus crueles gobernantes.

Nuestro planeta se encontraba en un grado de desarrollo general tan elevado, que excluía para siempre la posibilidad de tales horrores. Pero el desarrollo espiritual del ser humano era todavía insuficiente, y en subsanar esto se esforzaban personas como Evda Nal…

— El pintor Kart San decía que la sabiduría es la unión de los conocimientos y los sentimientos. ¡Seamos sabios! — resonó atrás la voz de Chara.

Y, pasando rauda junto al africano, la muchacha se arrojó desde el acantilado a la fragorosa sima.

Mven Mas vio que, suavemente, daba la vuelta en el aire, extendía los brazos, como alas, y desaparecía al instante entre las olas. Los muchachos del destacamento sanitario, que se estaban bañando abajo, quedaron inmóviles, mientras por la espalda del africano corría un escalofrío de admiración, rayana en miedo. Aunque él no había saltado nunca desde tan espantosa altura, acercóse sin temor al borde del precipicio y se desnudó. Más tarde, recordaba que, en sus fugaces y confusos pensamientos, Chara le había parecido una diosa omnipotente de la antigüedad. Y puesto que ella había podido, ¡él podría también!

El grito de la muchacha, advirtiéndole del peligro, se alzó débil entre el fragor de las olas, pero Mven Mas, que se había lanzado ya al abismo, no lo oyó. La caída era deliciosamente larga. Excelente saltador, el africano penetró de cabeza, con precisión, en el agua y hundióse a gran profundidad. La asombrosa transparencia del mar le hizo creer que el fondo estaba peligrosamente cerca. Encogióse, y recibió tan tremendo golpe, a causa de la inercia, que, por un instante, perdió el conocimiento. Con la celeridad de un cohete subió a la superficie, echóse de espaldas y se entregó al balanceo de las olas. Al recobrarse por completo, vio que Chara se acercaba nadando. La palidez del espanto había atenuado por vez primera el reluciente bronceado de su piel. El reproche y la admiración brillaban en sus ojos.

— ¿Por qué ha hecho usted eso? — preguntó en un susurro, casi sin aliento.

— Porque usted lo había hecho antes. Yo la seguiré a todas partes… ¡para construir en nuestra Tierra nuestra Épsilon del Tucán!

— ¿Y volverá conmigo al Gran Mundo?

— ¡Sí!

Mven Mas se volvió para nadar más lejos y lanzó un grito de sorpresa. La inaudita transparencia del mar, que acababa de jugarle una mala pasada, era aún mayor allí, a distancia de la costa. Chara y él parecían planear a una altura de vértigo sobre el fondo, netamente visible hasta en sus menores detalles a través del agua, tan transparente como el aire. El arrojo triunfante de los que lograban sobrepasar los límites de la atracción terrestre se apoderó de Mven Mas. Aquellos vuelos en plena tempestad, sobre el océano encrespado, y los saltos en el negro abismo del Cosmos desde satélites artificiales suscitaban las mismas sensaciones de infinita intrepidez y seguro éxito. De un fuerte impulso, acercóse a Chara, susurrando su nombre y leyendo la ardiente respuesta en sus ojos claros, audaces. Y sus manos y sus labios se unieron sobre la sima de cristal.