La instalación de Kor Yull se encontraba en la cumbre de una montaña lisa, solamente a un kilómetro del Observatorio del Tíbet del Consejo de Astronáutica. La altura, de cuatro mil metros, no permitía allí la existencia de ninguna clase de vegetación leñosa, a excepción de unos árboles negro-verdosos, traídos de Marte, carentes de follaje y con ramas retorcidas hacia arriba. La hierba, amarilla clara, se inclinaba en el valle al embate del viento, mientras que aquellos representantes de otro mundo, macizos como el hierro, permanecían completamente inmóviles. Por las laderas de las montañas descendían trozos de rocas desmoronadas, semejantes a ríos de piedra. Mantos, capas y franjas de nieve brillaban con singular e impoluta blancura bajo el cielo resplandeciente.

Tras los restos de los muros de agrietada diorita — ruinas de un monasterio erigido en aquella altura con sorprendente audacia —, se alzaba una torre tubular de acero que sostenía dos arcos con calados. Sobre ellos, como una parábola tendida hacia el cielo, refulgía una enorme espiral de bronce de berilio, constelado de los centelleantes puntos blancos de unos contactos de renio. Adosada a la primera espiral, había otra dirigida hacia el terreno y que cubría ocho grandes conos de borazón verdusco. Hacia allí partían las ramificaciones de unos tubos, de seis metros de sección, conductores de la energía.

Cruzaban el valle unos postes con anillos de guía, derivación de la línea principal del Observatorio, la cual recibía durante su funcionamiento la corriente de todas las estaciones del planeta. Ren Boz, hundiendo los dedos en los revueltos cabellos, contemplaba satisfecho los cambios efectuados en la instalación. El nuevo equipamiento de la misma lo habían realizado los voluntarios en un plazo increíble. Lo más difícil había sido abrir profundas trincheras en la roca dura sin tener grandes máquinas perforadoras, pero aquello quedaba atrás. Los voluntarios, que esperaban, naturalmente, presenciar como recompensa el espectáculo del grandioso experimento, se habían alejado de la instalación lo más posible y elegido para sus tiendas un suave declive de montaña al Norte del Observatorio.

Mven Mas, en cuyas manos se encontraban todas las comunicaciones del Cosmos, estaba sentado en una fría piedra frente al físico y, un poco estremecido por el frescor, contaba las novedades del Circuito. El sputnik 57 se utilizaba últimamente para mantener el enlace con las astronaves y las planetonaves, y no trabajaba para el Circuito. Cuando Mven Mas dio la noticia del perecimiento de Vlijj oz Ddiz, cerca de la estrella E, el cansado físico se reanimó.

— La tensión máxima de la atracción hacia la estrella E da lugar a un fortísimo caldeamiento en el curso de la evolución del astro. Resulta un supergigante violeta, dotado de una fuerza monstruosa, que vence a la atracción colosal. No tiene ya parte roja en su espectro, porque, a pesar de la potencia del campo de gravitación, las ondas de los rayos luminosos se acortan, en vez de alargarse.

— Sí, pasan al extremo violado — asintió Mven Mas — y se convierten en ultravioletas.

— No es sólo eso. El proceso va más lejos. Cada vez aumenta más la potencia de los quantas hasta que se sobrepasa el campo cero y se llega a la zona del antiespacio, segundo aspecto del movimiento de la materia, que desconocemos en la Tierra debido a la pequeñez de sus dimensiones. Nosotros no podríamos conseguir nada semejante, aunque quemásemos todo el hidrógeno de los océanos.

Mven Mas hizo con rapidez un cálculo mental.

— Quince mil trillones de toneladas de agua, convertidas en energía del ciclo hidrógeno, según el principio de la relatividad masa-energía, hacen, en números redondos, un trillón de toneladas por minuto, ¡y eso es un decenio de radiación solar!

Ren Boz sonrió contento.

— ¿Y cuánta dará el supergigante azul?

— Es difícil de calcular. Pero juzgue usted mismo. En la Gran Nube de Magallanes que contiene la acumulación estelar NKG 1910, cerca de la Nebulosa de la Tarántula…

Perdone, estoy acostumbrado a operar con las antiguas denominaciones y signos estelares.

— Eso no tiene importancia alguna.

— En general, la Nebulosa de la Tarántula es tan luminosa, que si se encontrase en el lugar de la de Orión, de todos conocida, alumbraría igual que la Luna llena. El cúmulo estelar 1910, cuyo diámetro es de setenta parsecs solamente, cuenta con no menos de un centenar de estrellas supergigantes. Allí se encuentra el coloso doble azul ES de la Dorada, con claras rayas de hidrógeno violeta del mismo. ¡Es mayor que la órbita de la Tierra y su luminosidad equivale a la de medio millón de nuestros soles! ¿Era esa estrella la que usted tenía en cuenta? En esa misma acumulación las hay mayores, con un diámetro igual al de la órbita de Júpiter, pero todavía sólo empiezan a caldearse después de permanecer en el estado E.

— Bueno, dejemos ya a los supergigantes. En el decurso de milenios los hombres observaron a las nebulosas anulares de Acuario, la Osa Mayor y la Lira sin comprender que tenían delante campos neutrales de gravitación cero, que, según la ley repagular, son el estado transitorio entre la atracción y la antiatracción. Y allí precisamente estaba el enigma del espacio cero…

Ren Boz se levantó bruscamente del umbral del puesto blindado de comando, construido de grandes bloques recubiertos de silicato.

— Ya he descansado. ¡Podemos empezar!

A Mven Mas empezó a palpitarle el corazón con violencia, mientras se le hacía un nudo en la garganta. El africano dio un suspiro, entrecortado y profundo. Ren Boz estaba tranquilo, únicamente el febril brillo de sus ojos denotaba la gran concentración de voluntad y pensamiento que encerraba el físico al iniciar una empresa peligrosa.

Mven Mas estrechó con su gran mano la pequeña y firme de Ren Boz. Una inclinación de cabeza, y ya estaba la alta silueta del director de las estaciones exteriores descendiendo por la ladera, camino del Observatorio. Un viento frío aullaba lúgubre al batir los heleros de las montañas, pétreos colosos que guardaban el valle. Mven Mas sentíase estremecido por profundo temblor. Involuntariamente, apretó aún más el rápido paso, aunque no tenía prisa alguna, pues la experiencia no daría comienzo hasta después de la puesta del sol.

En seguida, Mven Mas logró ponerse en comunicación, por la radio de diapasón lunar, con el sputnik 57. Las instalaciones reflectoras y aparatos de guía de su estación localizaron la ¡Épsilon del Tucán en los minutos de desplazamiento del satélite artificial, entre el 33 de latitud norte y el Polo Sur, en que la estrella era visible desde su órbita.

Mven Mas ocupó su sitio ante el pupitre de comando, en una sala subterránea muy parecida a la del Observatorio del Mediterráneo.

Revisando por milésima vez los datos sobre el planeta de la Épsilon del Tucán, comprobó metódicamente el cálculo de su órbita y se puso de nuevo en comunicación con el 57 para acordar que en el momento en que se conectase el campo, los observadores de aquél cambiasen muy lentamente la dirección, siguiendo un arco cuatro veces mayor que la paralasis de la estrella.

El tiempo se alargaba interminable. Mven Mas, por muchos esfuerzos que hacía, no lograba apartar el recuerdo de Bet Lon, el matemático criminal. Pero, de pronto, en la pantalla de la TVF apareció Ren Boz junto al cuadro de comando de la instalación experimental. Sus sedosos cabellos cortos estaban más erizados que de ordinario.

Los advertidos dispatchers de las centrales energéticas comunicaron que estaban preparados. Mven Mas empuñó las palancas del pupitre de comando, pero un ademán de Ren Boz, en la pantalla, le detuvo.

— Hay que avisar a la central Q, de reserva, de la Antártida. La energía de que disponemos es insuficiente.

— Ya lo he hecho, está preparada.

El físico reflexionó unos segundos más:

— En la península de Chukotka y en la del Labrador hay centrales de energía F. ¿Y si nos pusiéramos de acuerdo con ellos para que conectasen en el momento de la inversión del campo? Temo que el aparato no sea perfecto…

— Ya lo he hecho.

Ren Boz, resplandeciente de alegría, bajó la mano.

La formidable columna de energía alcanzó el sputnik 57. En la pantalla hemisférica de la estación surgieron los emocionados y juveniles rostros de los observadores.

Después de saludar a aquellos audaces muchachos, Mven Mas comprobó que la columna seguía exactamente al satélite. Entonces, transmitió la corriente a la instalación de Ren Boz. La cara del físico desapareció de la pantalla.

Los indicadores del débito de potencia inclinaban sus agujas hacia la derecha, registrando el constante aumento de la condensación de la energía. Las luces de señales brillaban cada vez más claras y blancas. En cuanto Ren Boz conectaba uno tras otro los emisores del campo, los indicadores de cantidad descendían a bruscos saltos hacia el trazo cero. Un repiqueteo metálico, que llegaba de la instalación experimental, hizo estremecer a Mven Mas. El africano sabía lo que tenía que hacer. Un movimiento de palanca, y la corriente en torbellino de la central Q afluyó iluminando los ojos de los aparatos, que se apagaban, y dando impulso a sus desfallecientes agujas. Pero apenas hubo conectado Ren Boz el inversor general, las saetas volvieron a saltar hacia cero. Casi instintivamente, Mven Mas conectó a un tiempo las dos centrales F.

Le pareció que los aparatos se apagaban y que una extraña luz blanca inundaba el subterráneo. Los sonidos cesaron. Un segundo más, y la sombra de la muerte oscureció la conciencia del director de las estaciones exteriores, embotando sus sentidos. Aferrado al borde del pupitre, luchaba contra el vértigo, jadeando del esfuerzo y del espantoso dolor en la columna vertebral. La pálida luz aquella empezó a hacerse más intensa en un lado de la cámara subterránea, sin que el africano pudiera determinar cuál era: tal vez fuera el de la pantalla o el de la instalación de Ren Boz…

De pronto, una cortina ondulante pareció desgarrarse, y Mven Mas oyó con nitidez sonoro rumor de olas. Un olor indefinible, nuevo, penetró por sus dilatadas fosas nasales.

La cortina se descorrió hacia la izquierda, mientras un cendal gris continuaba ondulando en el rincón opuesto. Con sorprendente realismo, se alzaron unas montañas cobrizas, festoneadas de bosques azul turquí, y las olas del mar violeta chapotearon a los mismos pies de Mven Mas. La cortina se desplazó más a la izquierda, y el africano vio la viva imagen de su sueño: la mujer de la roja piel, acodada a una mesa de piedra blanca y pulida superficie, contemplaba el océano desde el rellano superior de la escalinata.

Inesperadamente, ella le advirtió; sus espaciados ojos reflejaron sorpresa y admiración.

Levantóse, irguiendo el cuerpo con soberbia elegancia, y le tendió a Mven Mas la mano abierta. La frecuente respiración agitaba el pecho de la espléndida mujer, y en aquel minuto alucinante, el africano recordó a Chara Nandi.

¡Offaallikor!

Aquella voz melodiosa, dulce y sonora a un tiempo, penetró hasta el corazón de Mven Mas. Despegó los labios para responderle, pero en el lugar de la visión se alzó una llamarada verde y un tremendo chasquido silbante hizo retemblar toda la sala. En tanto iba perdiendo el conocimiento, el director de las estaciones exteriores sentía que una fuerza blanda, pero irresistible, le plegaba en tres y le hacía girar, como el rotor de una turbina, para aplastarle finalmente contra algo duro… Y el último pensamiento de Mven Mas fue de zozobra por la suerte de la estación del 57 y de Ren Boz…

El personal del Observatorio y los constructores, que se encontraban a distancia del lugar del suceso, en una ladera, habían visto muy poco. En el profundo cielo Tíbetano habíase encendido de súbito un resplandor tan intenso, que eclipsaba la luz de las estrellas. Una fuerza invisible se abatió desde gran altura sobre la montaña donde se hallaba la instalación experimental. Allí tomó la forma de una tromba que levantó consigo una enorme cantidad de piedras. Aquel embudo negro, de un kilómetro de ancho, partió raudo, como disparado por un gigantesco cañón hidráulico, hacia el edificio del Observatorio; remontóse y volvió a la montaña para golpear de nuevo la instalación, destrozando todos los aparatos y barriendo sus restos, hechos añicos. Un instante más tarde renacía la calma. El aire polvoriento guardaba un olor a piedra ardiente y un tufo acre, mezclados con un extraño aroma que recordaba el de las floridas costas de los mares tropicales.

En el lugar de la catástrofe, la gente observó que una ancha zanja de calcinados bordes surcaba el valle y que la vertiente de la montaña había sido arrancada por completo. El edificio del Observatorio permanecía indemne. La zanja había llegado al muro sudeste y, después de destruir la galería de distribución de las máquinas mnemotécnicas, se había empotrado en la cúpula de la cámara subterránea, recubierta de una capa de cuatro metros de basalto fundido. El basalto estaba desgastado y brillante, como bruñido por una pulimentadora gigantesca. Pero una buena parte había quedado intacta salvando la vida a Mven Mas y protegiendo la cámara subterránea.

Un arroyuelo de plata se había solidificado hundiéndose en el terreno: eran los fusibles, completamente fundidos, de la central energética de recepción.

Poco después se consiguió restablecer los cables del alumbrado suplementario. El faro de la vía de acceso iluminó un espectáculo sorprendente: el metal de las construcciones de la instalación experimental se extendía por la zanja, que parecía cromada, en refulgente placa. Del escarpe de la montaña vertical y liso, como cortado por un cuchillo, emergía un trozo de espiral de bronce. La piedra se había derretido, igual que el lacre bajo el sello candente, y formaba una capa vidriosa. Las espiras del rojizo metal, con los blancos dientes de los contactos de renio, se incrustaban en ella brillando a la luz eléctrica como una flor de esmalte. Y al ver aquella colosal joya de doscientos metros de diámetro, sentíase espanto ante la fuerza ignota que la había fabricado.

Cuando se hubo desbrozado la entrada a la cámara subterránea, encontraron a Mven Mas de rodillas, postrada la frente sobre el escalón inferior.

Por lo visto, el director de las estaciones exteriores, al recobrar el conocimiento por un instante, había intentado salir de allí. Entre los voluntarios se hallaron médicos. El robusto organismo del africano y unas medicinas no menos potentes triunfaron de la contusión.

Mven Mas se levantó, temblando y tambaleándose, sostenido por ambos lados.

— ¿Y Ren Boz?…

La gente que rodeaba al sabio se ensombreció. El director del Observatorio repuso con voz ronca:

— Ren Boz ha sufrido terribles lesiones. Lo más probable es que muera pronto…

— ¿Dónde está?

— Lo han encontrado al otro lado de la montaña, en su vertiente oriental. Debió de ser lanzado desde su instalación. En la cumbre no queda nada… hasta las ruinas han sido arrasadas por completo.

— ¿Y él yace allí?

— No se le puede tocar. Tiene fracturados los huesos y rotas las costillas…

— ¿Cómo?

— Y el vientre abierto, se le han salido las entrañas…

A Mven Mas se le doblaron las piernas y agarróse convulsivamente al cuello de los que le sostenían. Pero la voluntad y la razón no le fallaron.

— ¡Hay que salvar a Ren Boz a toda costa! ¡Es un gran sabio!..

— Lo sabemos. Cuatro doctores le asisten. Está dentro de una tienda esterilizada, puesta allí para la intervención quirúrgica. Al lado, esperan dos donadores de sangre. El tiratrón, el corazón y el hígado artificiales funcionan ya.

— Entonces llévenme al puesto de conferencias. Pónganse en comunicación con la red mundial y llamen al centro de información de la zona Norte. ¿Qué ha sido del sputnik 57?

— Le hemos llamado. No contesta.

— Busquen el sputnik con el telescopio y examínenlo con el inversor electrónico a la ampliación máxima… Comprueben las máquinas mnemotécnicas y la calidad de las grabaciones de la experiencia.

— Las máquinas están muy averiadas y en el indicador no hay nuevas grabaciones.

— ¡Todo se ha perdido! — barbotó Mven Mas, agachando la cabeza.

El hombre de guardia nocturna en el centro Norte de información vio en la pantalla un rostro ensangrentado y unos ojos que brillaban febriles. Después de mirar atentamente, reconoció al director de las estaciones exteriores, personalidad célebre en todo el planeta.

— Necesito hablar con Grom Orm, presidente del Consejo de Astronáutica, y con la psicóloga Evda Nal.

El de guardia asintió con la cabeza y empezó a pulsar los botones y a girar los bornes de la máquina mnemotécnica. La respuesta vino al cabo de un minuto.

— Grom Orm está preparando unos materiales en la casa-vivienda del Consejo, donde pasa las noches. ¿Le llamo?

— Llámele. ¿Y Evda Nal?

— Está en la escuela cuatrocientos diez, en Irlanda. Si es preciso, intentaré llamarla…

— el de guardia consultó un es quema — al puesto de conferencias 5654 SP.

— ¡Muy preciso! ¡Es asunto de vida o muerte!

El de guardia apartó los ojos de los esquemas.

— ¿Ha ocurrido alguna desgracia?

— ¡Una gran desgracia!

— Le entregaré la guardia a mi ayudante, y yo mismo me ocuparé de su asunto.

¡Espere!

Mven Mas se derrumbó sobre el sillón que le habían acercado e hizo un esfuerzo para concentrar sus pensamientos y energías. En la estancia entró presuroso el director del Observatorio.

— Acabamos de fijar la posición del sputnik 57. ¡No existe ya!

Mven Mas se levantó como si no hubiera recibido lesión alguna.

— Queda un trozo de la parte delantera, el puerto para el arribo de naves cósmicas — prosiguió el terrible informe —. Vuela siguiendo la misma órbita. Seguramente, hay también otros trozos pequeños, pero todavía no han sido encontrados.

— Por consiguiente, los observadores…

— ¡Han perecido sin duda!

Mven Mas se apretó con los puños las sienes, que le dolían insoportablemente.

Pasaron unos minutos de torturante silencio. La pantalla se iluminó de nuevo.

— Grom Orna está al aparato de la Casa de los Consejos — dijo el de guardia, dando vuelta a una manija.

En la pantalla, que reflejaba una sala grande, débilmente alumbrada, surgió la cabeza, característica y conocida de todos, del presidente del Consejo de Astronáutica. Allí estaba su rostro afilado, que parecía cortar el espacio, de gran nariz corva, ojos profundos, bajo unas cejas alzadas en ángulo con gesto de escepticismo, y labios prietos fruncidos en muda interrogante.

Bajo la mirada de Grom Orm, Mven Mas bajó la cabeza como un chiquillo que ha cometido una falta.

— ¡Acaba de perecer el sputnik 57! — se lanzó a la confesión como el que se tira a un agua oscura.

Grom Orm estremecióse; su rostro se tornó aún más afilado.

— ¿Y cómo ha podido ocurrir eso?

Con concisión y exactitud, Mven Mas lo refirió todo, sin omitir la clandestinidad del experimento ni tratar de atenuar su culpa. Las cejas del presidente del Consejo se juntaron severas, mientras en torno a la boca se formaban unas largas arrugas, pero la mirada continuó serena.

— Espere, voy a ocuparme de la asistencia a Ren Boz. ¿Cree usted que Af Nut?…

— ¡Oh, si él pudiera venir!..

La pantalla se había oscurecido. La espera se hacía interminable. Mven Mas, con un supremo esfuerzo, se mantenía firme. No importaba, era preciso aguantar, pronto reaparecería… ¡Por fin, ya estaba allí Grom Orm!

— He encontrado a Af Nut y puesto a su disposición una planetonave. Necesita una hora como mínimo para preparar los aparatos y prevenir a sus ayudantes. Dentro de dos horas, estará en el Observatorio. Ahora, hablemos de usted. ¿Ha tenido éxito la experiencia?

La pregunta cogió desprevenido al africano. Indudablemente, él había visto la Épsilon del Tucán. ¿Pero había sido aquello un contacto real con el inaccesible mundo lejano? ¿O la nefasta influencia del experimento sobre el organismo y el ardiente deseo de ver se habían aunado en manifiesta alucinación? ¿Podía él anunciar al mundo entero que la experiencia se había logrado y que eran precisos nuevos esfuerzos, sacrificios y gastos para repetirla? ¿Que el camino elegido por Ren Boz era más acertado que los de sus predecesores? Confiando en las máquinas mnemotécnicas, habían realizado la experiencia los dos solos. ¡Necios! ¿Y qué habría visto Ren, qué podría contar?… ¡Si pudiera… si hubiera visto!..

Mven Mas mostró aún mayor franqueza:

— Yo no tengo pruebas del éxito. E ignoro lo que haya visto Ren Boz…

Una sincera tristeza se reflejó en el semblante de Grom Orm. Atento hacía un minuto, era, además, severo.

— ¿Y qué propone usted?

— Pido que se me permita entregar inmediatamente las estaciones a Yuni Ant. Yo no soy digno de dirigirlas. Luego, estaré al lado de Ren Boz hasta el fin… — el africano quedó cortado y rectificó —: hasta el fin de la operación. Después… me retiraré a la isla del Olvido, hasta que me juzguen… ¡Aunque yo mismo me he condenado ya!

— Puede que tenga usted razón. Sin embargo, para mí no están claras muchas circunstancias y me abstengo de emitir juicios. Su conducta será examinada en la próxima sesión del Consejo. ¿A quién cree usted más capaz para sustituirle, sobre todo en el restablecimiento del sputnik?

— ¡No conozco mejor candidato que Dar Veter!

El presidente del Consejo asintió con la cabeza. Observó al africano unos instantes, dispuesto a decir algo más, pero se limitó a despedirse con un gesto. La pantalla se apagó, y a tiempo, porque a Mven Mas se le nubló la vista.

— Informe usted mismo a Evda Nal — balbució dirigiéndose al director del Observatorio, que se encontraba a su lado, y cayó al suelo, donde quedó inmóvil después de vanos intentos de levantarse.

En el Observatorio del Tíbet atrajo en seguida la atención general un hombre de media estatura, rostro amarillo, alegre sonrisa e imperativos ademanes y palabras. Sus ayudantes, llegados con él, le obedecían con la gozosa diligencia con que los fieles soldados de la antigüedad iban, seguramente, en pos de sus grandes capitanes. Pero la autoridad del maestro no anulaba sus propios pensamientos e iniciativas. Era aquél un grupo extraordinariamente compenetrado de gente fuerte, digna de sostener la lucha contra el más espantoso e implacable enemigo de la humanidad: la muerte.

Al saber que la ficha de herencia de Ren Boz no se había recibido aún, Af Nut prorrumpió en exclamaciones de indignación, pero en cuanto se enteró de que Evda Nal haría dicha ficha y la traería ella misma, se tranquilizó con igual facilidad.

El director del Observatorio le preguntó con precaución para qué servía aquella ficha y qué ayuda podían prestar a Ren Boz sus antepasados. Af Nut entornó los ojos con picardía como si fuera a confiarle un íntimo secreto.

— El exacto conocimiento de la estructura hereditaria de cada persona es necesario para comprender su constitución psíquica y hacer pronósticos en este terreno. No menos importantes son los datos relativos a las particularidades neurofisiológicas, la resistencia del organismo, la inmunidad, la reacción sensitiva a los traumatismos y la alergia a las medicinas. La elección del tratamiento adecuado es imposible sin conocer previamente la estructura hereditaria y las condiciones en que vivieron los antepasados.

El director quiso preguntar algo más, pero Af Nut le detuvo:

— Ya le he dicho bastante para que usted medite por su cuenta. ¡No tengo tiempo para más!

El astrónomo barbotó unas palabras de disculpa, que el cirujano no se paró a escuchar.

Sobre una plataforma, llevada al pie de la montaña, se estaba erigiendo un gran quirófano transportable, al que se suministraba agua, fluido eléctrico y aire comprimido.

Muchísimos obreros se habían ofrecido a porfía para realizar el montaje, y éste quedó terminado en tres horas. Entre los médicos ex constructores de la instalación experimental, los ayudantes de Af Nut eligieron quince para el servicio de aquella clínica quirúrgica instalada tan rápidamente. Ren Boz fue trasladado a ella dentro de una campana de plástico translúcido, completamente aséptica, en la que habían insuflado aire esterilizado a través de unos filtros especiales. Af Nut y cuatro ayudantes entraron en el primer compartimiento de la sala de operaciones y permanecieron allí varias horas para desinfectarse con ondas bactericidas y el aire saturado de emanaciones antisépticas, hasta que su propio aliento quedó también esterilizado. Entre tanto, el cuerpo de Ren Boz se había enfriado considerablemente. Rápidos y seguros de sí mismos, los cirujanos pusieron manos a la obra.

Los huesos fracturados y vasos rotos del físico eran unidos con grapas y puntos de tántalo que no irritaban los tejidos vivos. Af Nut examinó las lesiones de las entrañas. Los intestinos y el estómago reventados, una vez liberados de partes gangrenosas, fueron recosidos y puestos en un baño de solución cicatrizante BZ 14, que correspondía a las facultades somáticas del organismo. Después de ello, Af Nut emprendió la labor más delicada. Extrajo del hipocondrio el hígado ennegrecido, horadado por las esquirlas de las costillas, y en tanto los ayudantes tenían la víscera suspendida, extrajo con sorprendente precisión los tenues hilos de los nervios autónomos pertenecientes a los sistemas simpático y parasimpático. La menor lesión de la más fina ramilla podía dar lugar a destrucciones gravísimas, irreparables. Con movimiento rápido y certero, el cirujano cortó la vena porta y adaptó a sus extremos los tubillos de dos vasos artificiales. Luego de hacer lo propio con las arterias, Af Nut puso el hígado — unido solamente al cuerpo por los nervios — en un recipiente aparte, lleno de solución BZ. Al cabo de cinco horas de operación, la sangre artificial afluía ya a los vasos del cuerpo de Ren Boz impulsada por el corazón natural y por una bomba automática o corazón doble. Era ya posible esperar que se curasen los órganos extraídos. Af Nut no podía reemplazar simplemente el hígado lesionado por otro de los conservados en el depósito quirúrgico del planeta, debido a que para la regeneración de los nervios se requerían nuevas investigaciones y el estado del paciente no permitía perder ni un minuto. Un cirujano quedó velando el cuerpo, rígido e inmóvil como un cadáver dispuesto para la autopsia, hasta que el equipo siguiente acabara de esterilizarse.

La puerta de la mampara protectora que circundaba la sala de operaciones abriose con estrépito y Af Nut, guiñando y estirándose elástico como un felino al despertarse, apareció escoltado de sus ayudantes manchados de sangre. Evda Nal, pálida y fatigada, le recibió tendiéndole la ficha de herencia. Af Nut la tomó con ansiedad y, luego de examinarla de una ojeada, lanzó un suspiro de alivio.

— Al parecer, todo acabará felizmente. ¡Ahora vamos a descansar!

— Pero… ¿Y si recobra el conocimiento?

— ¡Vamos! No puede recobrarlo. ¿Somos acaso tan obtusos para no prever eso?

— ¿Cuánto habrá que esperar?

— Cuatro o cinco días. Si los análisis biológicos son exactos y los cálculos justos, podremos operar de nuevo para reintegrar los órganos a su sitio. Luego, volverá en sí…

— ¿Cuánto tiempo podrá usted permanecer aquí?

— Unos diez días. Por suerte, la catástrofe me ha cogido en una pausa de mis ocupaciones. Aprovecharé la ocasión para ver el Tíbet, pues nunca había estado aquí. Mi sino es vivir donde hay más gente, es decir, ¡en la zona de viviendas!

Evda Nal miró con admiración al cirujano. Af Nut sonrió y dijo hosco:

— Me mira usted como se debía contemplar antaño a la imagen de Dios. ¡Eso no es propio de la más inteligente de mis discípulas!

— En realidad, le veo de un modo nuevo. Es la primera vez que la vida de un ser para mí muy querido se encuentra en manos de un cirujano, y comprendo bien las emociones de quienes, por azares del destino, han tenido que presenciar su arte… ¡El saber se conjuga con una maestría incomparable!

— Bueno, admírese cuanto quiera. Entre tanto, yo tendré tiempo de hacerle a su físico no sólo una segunda operación sino una tercera…

— ¿Una tercera? — se alarmó Evda Nal. Af Nut, entornando con picardía los ojos, señaló al sendero que se remontaba desde el Observatorio.

Por aquel sendero, gacha la cabeza, renqueando, venía Mven Mas.

— Ahí tiene usted otro adorador de mi arte… adorador a la fuerza. Hable con él si no puede usted descansar, pero a mí me es muy necesario hacerlo…

El cirujano desapareció tras un repliegue de la colina, donde se encontraba la vivienda provisional de los médicos llegados en la planetonave. Desde lejos, Evda Nal observó ya cuánto había adelgazado y envejecido el director de las estaciones exteriores… El africano, desde luego, no dirigiría nada más. Evda Nal le refirió todo lo que le había dicho Af Nut acerca del herido, y Mven Mas respiró aliviado.

— Entonces, ¡me iré dentro de diez días!

— ¿Procede usted bien, Mven? Yo estoy demasiado anonadada aún para meditar sobre lo ocurrido, pero me parece que su culpa no merece un castigo tan severo.

Mven Mas contrajo el rostro, con gesto de dolor.

— Me entusiasmé con la brillante teoría de Ren Boz. Yo no tenía derecho a poner en la primera prueba toda la energía de la Tierra.

— Pero Ren Boz había demostrado que con menos era inútil hacer el intento… — objetó Evda.

— Eso es cierto, mas se debía haber empezado por experimentos indirectos. Me devoraba una impaciencia insensata, y no quería esperar años. No trate de consolarme.

El Consejo confirmará mi decisión, ¡y el Control del Honor y del Derecho no la revocará!

— ¡Yo misma soy miembro de ese Control!

— Sí, pero en él hay otras diez personas. Y como mi delito afecta al planeta entero, tendrán ustedes que decidir conjuntamente con los Controles del Sur y del Norte; en total, dictarán el fallo veintiún miembros, aparte de usted…

Evda Nal puso su mano en el hombro de Mven Mas.

— Sentémonos un rato, le flaquean las piernas. ¿Sabe usted que cuando los primeros médicos reconocieron a Ren querían convocar un concilio de la muerte?

— Lo sé. Sólo faltaron dos votos. Los médicos son gente conservadora y, según el viejo reglamento, que aún no se les ha ocurrido derogar, únicamente pueden acordar la muerte leve del enfermo veintidós personas.

— ¡Pues no hace mucho el concilio constaba de sesenta médicos!

— Aquello era un vestigio de ese temor al abuso que hacía que los médicos antiguos condenasen a los enfermos a largos sufrimientos inútiles, y a sus familiares a dolorosísimos padecimientos morales, cuando no había ya esperanza alguna y la muerte habría podido ser leve e instantánea. Pero en este caso, ya ve lo beneficiosa que ha resultado ser la tradición; faltaban dos médicos, y yo conseguí llamar a Af Nut… gracias a Grom Orm.

— Precisamente eso es lo que quiero recordarle. ¡Su concilio de la muerte social consta por ahora de una sola persona!

Mven Mas tomó la mano de Evda y posó en ella sus labios. Evda le permitió tal muestra de íntima y gran amistad. Estaba a solas con aquél hombre fuerte, pero abatido por la responsabilidad moral. A solas con él… ¿Y si Chara se encontrase en su lugar? No, no era posible. Para estar con Chara, el africano necesitaba una elevada exaltación espiritual, de la que ahora era incapaz, faltábanle fuerzas aún. ¡Que todo siguiera así hasta el restablecimiento de Ren Boz y la sesión del Consejo de Astronáutica!

— ¿Sabe usted qué tercera operación le espera a Ren? — preguntó Evda, cambiando de tema.

Mven Mas reflexionó unos instantes, haciendo memoria de su entrevista con Af Nut.

— El cirujano quiere aprovechar esta ocasión, en que Ren Boz está abierto en canal, para limpiarle el organismo de la entropía acumulada en él. Lo que se hace con lentitud y dificultad mediante la fisiohemoterapia, es muchísimo más rápido y eficaz aunado a una intervención quirúrgica tan completa.

Evda Nal recordó todo lo que sabía sobre los principios de la longevidad: la limpieza del organismo de la entropía. Los antepasados del hombre, peces y saurios, habían legado al organismo humano vestigios de estructuras fisiológicas contradictorias, cada una de las cuales tenía sus propiedades de formación de residuos entrópicos de la actividad vital.

Estudiadas durante milenios, aquellas antiguas estructuras — focos en un tiempo del envejecimiento y de enfermedades — acabaron por ceder a una depuración energética: el lavado químico y radiactivo, acompañado de una estimulación, por medio de ondas, del organismo envejecido.

En la naturaleza, para liberar de la creciente entropía a los seres vivos, era preciso que nacieran de especímenes heterogéneos y procedentes de distintos sitios, es decir, de diferentes líneas de herencia. Aquella mezcla de la herencia en la lucha contra la entropía y la extracción de nuevas fuerzas del medio ambiente constituía el enigma más complejo de la ciencia, por cuya comprensión se afanaban los biólogos, físicos, paleontólogos y matemáticos desde hacía miles de años. Pero sus esfuerzos bien valían la pena: la duración posible de la vida era ya de casi doscientos años y — lo principal — había desaparecido la decrepitud extenuante.

Mven Mas adivinó los pensamientos de la psicóloga.

— Yo he meditado sobre una nueva y gran contradicción de nuestra vida — dijo el africano, lentamente —. Una poderosa medicina biológica, que llena el organismo de nuevas energías, y una actividad creadora, cada vez mayor, del cerebro, que consume con rapidez al ser humano. ¡Cuan complejo es todo en las leyes de nuestro mundo!

— Cierto, y por ello frenamos de momento el desarrollo del tercer sistema de señales del hombre — asintió Evda —. La lectura de los pensamientos facilita mucho las relaciones mutuas entre los individuos, pero requiere un gran gasto de energías y debilita los centros de inhibición. Y esto último es lo más peligroso…

— Sin embargo, debido a la fuerte tensión nerviosa, la mayoría de la gente, los verdaderos trabajadores, vive sólo la mitad de los años que podría vivir. A mi entender, la medicina es incapaz de luchar contra esto; sólo queda prohibir el trabajo. Pero ¿quién se avendría a dejar el trabajo para vivir unos años más?

— Nadie, porque el miedo a la muerte hace aferrarse a la vida únicamente cuando ésta ha transcurrido en una estéril y nostálgica espera de alegrías no experimentadas — dijo soñadora Evda Nal, pensando sin querer que en la isla del Olvido tal vez la gente viviera más tiempo.

Mven Mas, que había vuelto a adivinar sus pensamientos, le propuso, severo, ir al Observatorio a descansar. Y ella accedió sumisa.

…Dos meses más tarde, Evda Nal encontró a Chara Nandi en la sala superior del Palacio de la Información, semejante, por sus altas columnas, a una iglesia gótica. Los inclinados rayos de sol que caían de arriba se entrecruzaban, a media altura de la sala, en bella claridad, bajo la que reinaba una dulce penumbra.

La muchacha, con las manos a la espalda, cruzados los pies, se apoyaba en una columna. Y Evda Nal, como siempre, no pudo menos de apreciar debidamente su sencillo vestido corto, gris, con adornos azules, y muy escotado.

Al acercarse Evda, Chara miró por encima del hombro, y sus tristes ojos se animaron al verla.

— ¿Qué hace usted aquí, Chara? Yo creía que se estaba preparando para maravillarnos con una nueva danza, y resulta que le atrae la geografía.

— Los tiempos de las danzas han pasado — repuso seria —. Ahora estoy eligiendo trabajo en la esfera que me es conocida. Hay una plaza vacante en una fábrica de cueros artificiales, situada en los mares interiores de las Célebes, y otra en un centro de cultivo de plantas vivaces, en el lugar donde antes se encontraba el desierto de Atacama. El trabajo en el Atlántico me gustaba. ¡Cuánto fulgor y luminosidad, qué gozo produce la fuerza del océano, la comunión instintiva con él, el juego diestro y la competición hábil con sus poderosas olas, que están siempre allí al lado, y en cuanto se termina el trabajo, a ellas!..

— A mí también, cuando me entrego a la añoranza, me asalta al instante el recuerdo del sanatorio psicológico de Nueva Zelanda donde yo empecé a trabajar de enfermera. Y Ren Boz, después de sus espantosas heridas, declara ahora que nunca fue tan dichoso como en los tiempos en que era mecánico ajustador de girópteros. Pero usted misma comprenderá, Chara, ¡que eso es debilidad! Cansancio, de la enorme tensión que se requiere para mantenerse a esa altura creadora que usted, auténtica artista, ha conseguido alcanzar. Y mayor será ese cansancio cuando su cuerpo haya perdido su magnífica carga de energía vital. Pero mientras no la pierda, concédanos a todos nosotros la alegría de su arte y su belleza.

— Usted no sabe, Evda, lo que yo siento. Cada preparación de una nueva danza es una jubilosa búsqueda. Me doy cuenta de que la gente recibirá una vez más algo preciado que le reportará gozo y hondas emociones… Entonces, vivo sólo para eso. Y cuando llega el instante de realizar mi pensamiento, me entrego toda a una pasión ardiente, desenfrenada… Seguramente, eso se transmite a los espectadores y hace que la danza sea percibida con tanta fuerza. Me doy toda a todos vosotros…

— ¿Y luego? Viene una brusca depresión, ¿verdad?

— ¡Sí! Soy como una canción que vuela y se desvanece en el aire. Yo no creo nada que lleve la huella del pensamiento.

— Lleva algo más: ¡su aporte al alma de las gentes!

— Eso es muy inmaterial y transitorio, ¡yo me refiero a mí misma!

— ¿Todavía no ha amado usted nunca, Chara?

La muchacha bajó los ojos.

— Así parece — preguntó, en vez de contestar.

Evda Nal negó con la cabeza.

— Yo tengo en cuenta el gran amor de que es usted capaz, y no todo el mundo, ni mucho menos…

— Ya comprendo; mi gran pobreza de vida intelectual me da una gran riqueza de emociones.

— En general, el pensamiento es justo, pero yo lo aclararía agregando que usted está tan bien dotada en el aspecto emocional, que el otro aspecto no será nunca pobre, aunque sea más débil por ley natural de las contradicciones. Bueno, estamos divagando sobre cosas abstractas, y yo tengo que hablarle de un asunto urgente, directamente relacionado con nuestra conversación. Mven Mas…

La muchacha se estremeció.

Evda Nal la tomó del brazo y la llevó a un ábside lateral de la sala, cuyo revestimiento de madera oscura armonizaba severo con la policromía, azul y oro, de los cristales de las anchas ventanas en ojiva.

— Chara, querida, usted es una florecilla terrestre amante de la luz y trasplantada a un planeta de una estrella doble. Dos soles, uno azul y el otro rojo, van por el cielo, y la florecilla no sabe hacia cuál volverse. Pero usted es hija del sol rojo, ¿y para qué tender hacia el azul?

Con fuerza y ternura, Evda Nal atrajo a la muchacha hacia su hombro, y ella, inesperadamente, se apretó contra su pecho. La famosa psicóloga acarició con maternal cariño aquellos abundantes cabellos, un poco ásperos, pensando que milenios de educación habían conseguido sustituir las mezquinas alegrías personales por otras grandes, comunes. Mas ¡qué lejos se estaba aún de la victoria sobre la soledad del alma, especialmente de una alma como aquélla, rebosante de sentimientos e impresiones, alimentada por un cuerpo lleno de vida!.. Y dijo en voz alta:

— Mven Mas… ¿Sabe usted lo que le ha ocurrido?

— ¡Claro: ¡Toda la Tierra discute su fracasado experimento!

— ¿Y usted qué opina?

— ¡Que él tiene razón!

— Yo creo lo mismo. Por ello hay que sacarlo de la isla del Olvido. Dentro de un mes, tendrá lugar la reunión anual del Consejo de Astronáutica. Se examinará su culpa y el fallo será sometido a la sanción del Control del Honor y del Derecho, que vela por el destino de cada uno de los habitantes de la Tierra. Yo tengo fundadas esperanzas de que la condena sea leve, pero es preciso que Mven Mas esté aquí. A un hombre que es tan emotivo como usted, no le conviene permanecer largo tiempo en la isla, ¡y mucho menos en soledad!

— ¿Acaso soy yo una mujer tan chapada a la antigua para trazar los planes de mi vida en dependencia de los asuntos de un hombre, aunque este hombre sea el elegido por mí?

— Chara, hija mía, no me diga nada. Yo los he visto juntos y sé lo que usted significa para él… Y él para usted. No censure a Mven por haberse marchado sin verla, ocultándose de usted. Comprenda que una persona como él, y como usted misma, no podía ir así a ver a su amada, ¡no le quepa duda, Chara! Mísero, vencido, esperando el juicio y el exilio, ¿cómo iba a presentarse ante usted que es uno de los ornatos del Gran Mundo?

— Yo no me refiero a eso, Evda. ¿Me necesita él ahora, cuando está cansado, roto?…

Yo temo que tal vez le falten fuerzas para una gran exaltación espiritual; en este caso no se trata de la razón, sino de los sentimientos necesarios… para esa creación que es el amor, de un sublime amor del que a mi parecer somos los dos capaces… Entonces, vendría para él una segunda pérdida de fe en sí mismo, ¡y no soportaría la divergencia con la vida! Por eso, yo pensaba que lo mejor para mí ahora sería estar en el desierto de Atacama.

— Tiene usted razón, Chara, pero solamente en un aspecto. Hay además el de la soledad y la autocondena excesiva en un gran hombre apasionado que no tiene hoy ningún apoyo, puesto que ha dejado nuestro mundo. Yo misma habría ido allá… Pero tengo a Ren Boz medio muerto, y él, como herido grave, goza de más derecho. Dar Veter ha sido designado para construir el nuevo sputnik; ésa será su aportación a Mven Mas. Y no me equivocaré si le digo a usted, con firmeza: vaya a su lado y no le exija nada, ni siquiera una mirada cariñosa, ni planes para el futuro, ni ningún amor. Limítese a ayudarle, siembre en él la duda acerca de su propia razón, y luego, vuélvalo a nuestro mundo. Usted es capaz de hacerlo, Chara. ¿Irá?

La muchacha, anhelante, alzó hacia Evda Nal los ojos, cándidos, infantiles, cuajados de lágrimas.

— ¡Hoy mismo!

La psicóloga besó fuertemente a Chara.

— Hace bien, hay que apresurarse. Por la Vía Espiral, iremos juntas hasta Asia Menor.

Visitaré a Ren Boz, que está en un sanatorio quirúrgico de la isla de Rodas, y a usted la enviaré a Deir ez Zor, base de los espirópteros de asistencia técnico sanitaria que realizan viajes a Australia y Nueva Zelanda. Me imagino el placer con que el piloto llevará a Chara, a la danzarina y no a la bióloga, a cualquier punto que ella quiera…

El jefe del tren invitó a Evda Nal y a su acompañante al puesto central de comando.

Sobre los techos de los enormes vagones, en sentido longitudinal, había un pasillo cubierto de silicol. Por él, los empleados de guardia iban y venían de un extremo a otro del convoy, observando los indicadores de PCE (protección de los contactos electrónicos). Las dos mujeres subieron por una escalera de caracol, siguieron a lo largo del pasillo superior y fueron a parar a una gran cabina que pendía sobre la delantera aerodinámica del primer vagón. Dentro de aquella elipsoide de cristal, a siete metros sobre el nivel de la vía, estaban sentados en unos sillones dos maquinistas, separados por el alto fanal, en forma de pirámide, donde se encontraba el robot-conductor electrónico. Unas pantallas parabólicas de TV permitían ver todo lo que pasaba a ambos lados y detrás del tren. En el techo de la cabina, la antena del aparato advertidor debía anunciar, con sus temblantes varillas, la aparición de algún obstáculo en el camino, a cincuenta kilómetros de distancia, aunque tal caso sólo podía darse por una coincidencia excepcional de circunstancias.

Evda y Chara se sentaron junto a la pared posterior de la cabina, en un diván, a medio metro de altura sobre los asientos de los maquinistas. Y las dos quedaron como hipnotizadas, fijos los ojos en el ancho camino que venía raudo a su encuentro. La gigantesca Vía Espiral hendía las cordilleras, atravesaba veloz las llanuras, deslizándose por colosales ramblas, cruzaba los estrechos y las bahías por bajas estacadas a flor de agua. La velocidad de doscientos kilómetros por hora convertía los bosques, a ambos lados de los enormes taludes, en continuos tapices, que eran rojizos, de color de malaquita o verde oscuro, según la especie de los árboles: pinos, eucaliptos u olivos. El mar sereno del Archipiélago se rizaba, a derecha e izquierda de la estacada, al soplo del viento levantado por los vagones de aquel tren de diez metros de anchura. Y las grandes ondas se expandían en abanico oscureciendo la transparente agua azul celeste.

Las dos mujeres, mirando al camino, sumidas en sus pensamientos, plenos de zozobra, guardaban silencio. Transcurrieron así cuatro horas. Otras cuatro las pasaron sentadas en los blandos sillones del salón del segundo piso, entre otros viajeros, y se separaron en una estación, no lejos de la costa occidental de Asia Menor. Evda tomó un electrobús, que la conduciría al puerto más cercano, y Chara continuó en el tren hasta la estación del Tauro Oriental, arranque de la primera rama meridional. Dos horas más de viaje, y la muchacha se encontró en una planicie tórrida, envuelta en la neblina del aire seco, ardiente. Allí, en las inmediaciones del antiguo desierto de Siria, se hallaba Deir ez Zor, aeropuerto de los espirópteros, aparatos peligrosos para los lugares poblados.

Siempre recordaría Chara Nandi las angustiosas horas pasadas en Deir ez Zor, a la espera de un espiróptero. La muchacha meditaba sin cesar sus acciones y palabras futuras, procurando imaginarse la entrevista con Mven Mas, trazaba planes de búsquedas en la isla del Olvido, donde todo se esfumaba en la sucesión de unos días anodinos, monótonos.

Por fin, allí abajo, en los desiertos de Nefud y de Rub-el-Halí, extendíanse interminables los campos de termoelementos, formidables centrales que convertían el calor solar en energía eléctrica. Veladas por los esteres de la noche y el polvo, las centrales se alineaban en correcta formación sobre las grandes dunas, compactas y lisas, las cortadas mesetas con vertiente hacia el Sur y los laberintos de los barrancos llenos de arena. Eran monumentos de la grandiosa lucha de la humanidad por la energía. La amplia utilización de nuevas clases de energía nuclear — P, Q y F — había puesto fin hacía tiempo al riguroso régimen de economías. Inmóviles, alzábanse los bosques de aeromotores — otra reserva de energía para la zona Norte de viviendas — a lo largo de la costa meridional de la Península Arábiga. El espiróptero cruzó en un segundo el litoral del continente, que se divisaba apenas allí abajo, y pasó como una centella sobre el Océano Indico. Cinco mil kilómetros eran una distancia insignificante para un aparato tan rápido.

Poco después, Chara Nandi, acompañada de invitaciones a regresar pronto, bajaba del espiróptero con vacilante andar.

El jefe del campo de aterrizaje encargó a su hija que llevase la viajera a la isla del Olvido en una pequeña lat, motora de fondo plano. Y unos instantes más tarde las dos muchachas se deleitaban en alta mar con la impetuosa marcha de la minúscula embarcación sobre las grandes olas. La lat iba derecha hacia la orilla oriental de la isla del Olvido, proa a la gran bahía donde se encontraba una de las estaciones sanitarias del Gran Mundo.

Los cocoteros, inclinando sus palmas sobre las rumorosas olas, saludaban la llegada de Chara. La estación estaba desierta, todo el personal había ido al interior de la isla para exterminar unos arácnidos descubiertos en unos roedores del bosque.

Cerca de la estación, había unas cuadras. Los caballos para el trabajo y el transporte eran criados en los lugares como la isla del Olvido o en los sanatorios, donde la utilización de los girópteros estaba prohibida a causa de su ruido, y los carros eléctricos no podían circular por falta de caminos adecuados. Chara descansó un poco, se cambió de traje y fue a ver a aquellos hermosos y raros animales. Allí encontró a una mujer que dirigía hábilmente las máquinas encargadas de distribuir el pienso y de hacer la limpieza del local. Chara se puso a ayudarla, y ambas trabaron conversación. La muchacha le preguntó cómo se podía encontrar, con más rapidez y facilidad, a una persona en la isla.

La mujer le aconsejó que se incorporase a alguna de las unidades sanitarias que recorrían toda la isla y conocían el lugar mejor que los mismos aborígenes. El consejo agradó a Chara.