Veinte días estuvo atareado el robot-minero, en la húmeda oscuridad, desbrozando la galería de decenas de miles de toneladas de escombros y entibando las desmoronadas bóvedas. El acceso a las profundidades de la cueva quedó al fin abierto. Sólo restaba comprobar sus condiciones de seguridad. Unas carretillas automáticas de orugas y un tornillo de Arquímedes deslizáronse silenciosos hacia abajo. Los aparatos comunicaban, a cada cien metros de avance, la composición del aire, la temperatura y el grado de humedad. Sorteando hábilmente los obstáculos, las carretillas llegaron a una profundidad de cuatrocientos metros. Entonces Veda Kong, en unión de un grupo de colaboradores, penetró en la misteriosa cueva. Hacía noventa años, durante una prospección de aguas subterráneas entre calizas y areniscas que no tenían nada de metalíferas, los indicadores habían señalado de pronto la presencia de una gran cantidad de metal. Poco después se puso en claro que el lugar coincidía con la descripción del que rodeaba la famosa cueva secular, denominada de Den-Of-Kul, lo que en una lengua desaparecida significaba «Refugio de la Cultura». Ante el peligro de una espantosa guerra, los pueblos que se consideraban más avanzados en la ciencia y en la cultura habían escondido en dicha cueva los tesoros de su civilización. En aquellos lejanos siglos, los secretos y los misterios estaban muy en boga…
Veda estaba tan emocionada como la más joven de sus colaboradoras cuando descendía por la húmeda arcilla roja que revestía el suelo de la rampa de entrada.
Se imaginaba grandiosas salas con herméticas cajas de caudales repletas de filmes y mapas; armarios con bobinas de grabaciones magnetofónicas o de películas de máquinas mnemotécnicas, y estanterías llenas de muestras de compuestos químicos, aleaciones y medicamentos; animales disecados, ya desaparecidos, en vitrinas transparentes e impenetrables a la humedad y al aire; herbarios, esqueletos petrificados de pueblos del planeta, ya extinguidos. Después, se figuraba placas de silicol protegiendo lienzos de los más famosos pintores, verdaderas galerías de esculturas de magníficos representantes de la humanidad, de sus más grandes hombres, y obras maestras de escultores animalistas… Maquetas de famosos edificios, inscripciones conmemorativas de célebres acontecimientos inmortalizados en la piedra y el bronce.
Entregada a sus sueños, Veda penetró en una gigantesca cueva de tres mil o cuatro mil metros cuadrados de superficie. El techo, que se perdía en las sombras, se alzaba en pronunciada bóveda de la que pendían largas estalactitas, relucientes a la luz eléctrica. La sala era en realidad grandiosa. Confirmando las suposiciones de Veda, en los nichos de las paredes, con abundantes vetas y concreciones calcáreas, se divisaban máquinas y armarios. Los arqueólogos se dispersaron por la sala subterránea, lanzando exclamaciones de júbilo. Muchas de aquellas máquinas, que guardaban aún, en algunos lugares, el brillo del cristal y del barniz, resultaron ser coches, tan del gusto de las gentes de la remota antigüedad y considerados en la Era del Mundo Desunido como el summum de la técnica alcanzado por el genio humano. Por entonces, no se sabía por qué causas, se construían muchísimos vehículos, capaces de transportar en sus blandos asientos a un pequeño número de personas. La elegancia de sus líneas se perfeccionaba hasta llegar a la exquisitez, los mecanismos de dirección y motrices eran cada vez más ingeniosos; pero, en todo lo demás, continuaban siendo completamente absurdos. Centenas de miles de ellos circulaban por las calles de las ciudades y por las carreteras, llevando y trayendo a gentes que, por ignoradas razones, trabajaban lejos de sus viviendas y cada día se apresuraban para llegar a tiempo al trabajo y regresar luego a sus casas. Aquellos automóviles eran peligrosos de conducir, mataban a multitud de personas y consumían miles de millones de toneladas de preciosas materias orgánicas acumuladas en el pasado geológico del planeta, envenenando la atmósfera de ácido carbónico. Los arqueólogos de la época del Circuito se sintieron decepcionados al ver que se destinaba tanto espacio en la cueva a aquellos extraños vehículos.
Pero sobre bajas plataformas se elevaban motores más potentes: de pistón, eléctricos, de turbinas, reactivos, nucleares… En unas vitrinas recubiertas de una fina capa calcárea, se alineaban en filas verticales diversos aparatos: televisores, cámaras fotográficas, máquinas de calcular y otros similares. Aquel museo de máquinas — algunas, corroídas por la herrumbre; otras, bien conservadas — era de un gran valor histórico, pues arrojaba luz sobre el nivel técnico de un tiempo lejano, cuyos documentos habían desaparecido, en su mayor parte, durante perturbaciones militares y políticas.
La fiel ayudante Miiko Eygoro, que había cambiado de nuevo el mar querido por la lobreguez y la humedad de los subterráneos, advirtió al fondo de la sala, tras una gruesa columna calcárea, la negra boca de un pasadizo. La columna era la armazón de una máquina, y al pie de su soporte se amontonaban los restos de la mampara de plástico que en tiempos cerrara la entrada. Siguiendo paso a paso los rojos cables de las carretillas automáticas de reconocimiento, los arqueólogos llegaron a una segunda cueva, situada casi al mismo nivel de la primera y llena de herméticos armarios de cristal y de metal. Una larga inscripción, en inglés y grandes letras, circundaba los muros cortados a pico, desmoronados en algunos lugares. Veda no pudo contener el deseo de descifrarla inmediatamente.
Con la presunción típica del antiguo individualismo, los constructores de la cueva anunciaban a las generaciones venideras que ellos habían llegado a la cima del saber y conservaban allí, para el futuro, sus gigantescas realizaciones.
Miiko se encogió de hombros despectivamente.
— Sólo por la inscripción se puede determinar ya que el «Refugio de la Cultura» corresponde a fines de la EMD, a los últimos años de existencia de la antigua forma de la sociedad. Tan característica es de las gentes de esa Era la insensata seguridad en lo eterno e inmutable de su civilización occidental, de su idioma, de las costumbres, moral y grandeza del llamado hombre blanco. ¡Yo odio esa civilización!
— Usted tiene una idea clara del pasado, pero unilateral. A través de la sombría osamenta del capitalismo muerto, yo entreveo a los que luchaban por el futuro. Su futuro es nuestro presente. Veo a multitud de mujeres y de hombres que buscaban la luz en la vida estrecha y pobre, siendo lo suficientemente buenos para ayudarse unos a otros, y lo bastante fuertes para no endurecerse en el ambiente de asfixia moral del mundo que los rodeaba. Y valerosos, ¡de una valentía extraordinaria!..
— Pero los que ocultaban aquí su cultura no eran iguales — objetó Miiko —. Fíjese, no hay más que objetos técnicos. Se jactaban de su técnica, sin advertir que se iban tornando más salvajes en el aspecto moral y emotivo. ¡Miraban con desprecio al pasado y no veían el futuro!
Veda pensó que Miiko tenía razón. La vida de los creadores de aquel refugio habría sido más fácil si hubieran sabido comparar lo conseguido con lo que les quedaba por hacer para lograr una auténtica estructuración del mundo y de la sociedad. Y entonces habrían visto con nitidez su planeta, sucio, ahumado, con los bosques talados, el suelo lleno de papeles y de vidrios rotos, de ladrillos partidos y de mohosa chatarra. Nuestros antepasados habrían comprendido mejor lo que había que hacer aún y dejado de cegarse por la soberbia.
Un estrecho pozo, de treinta y dos metros de hondura, llevaba a la tercera sala.
Después de enviar a Miiko y a dos ayudantes por el aparato gamma para la radioscopia de los armarios, Veda se puso a examinar la tercera cueva, libre de concreciones calcáreas y de aluviones de arcilla. Las bajas vitrinas rectangulares de cristal tallado estaban solamente empañadas por la humedad que había penetrado en su interior.
Pegados a sus cristales, los arqueólogos miraron con detenimiento los objetos de oro y platino, y cuajados de piedras preciosas.
A juzgar por los objetos, aquellas viejas reliquias habían sido reunidas en la época en que la gente no se había desprendido aún de la primitiva costumbre, derivada del culto a los manes, de considerar lo viejo más valioso que lo nuevo. Y Veda, como cuando leyera la inscripción, experimentó un sentimiento de enojo ante la necia petulancia de unas gentes que consideraban que sus conceptos del valor y sus gustos continuarían inmutables al cabo de decenas de siglos y serían acatados como ley por sus lejanos sucesores.
El extremo final de la cueva convertíase en un pasillo, alto de techo y recto, que descendía en suave pendiente a una profundidad ignota. Los contadores de las carretillas de reconocimiento marcaban, al comienzo del pasillo, trescientos cuatro metros bajo la superficie de la Tierra. Anchas fisuras dividían las bóvedas en enormes losas calcáreas que debían de pesar miles de toneladas. Veda sentía alarma. La experiencia adquirida en el estudio de muchos subterráneos le decía que la masa rocosa en las faldas de las cordilleras se encontraba en equilibrio inestable. Posiblemente, había sido desplazada por algún temblor de tierra o por el alzamiento general que había elevado las montañas en cincuenta metros desde la fundación de aquel museo. Entibar aquella enorme masa era empresa imposible para una expedición arqueológica ordinaria. Y únicamente objetivos importantes para la economía del planeta hubieran podido justificar tan colosales esfuerzos.
Pero, al propio tiempo, los secretos históricos guardados en una cueva tan profunda podían tener un valor técnico, como lo tenían las invenciones de la antigüedad, olvidadas al parecer, pero útiles en el presente.
La prudencia aconsejaba no seguir las exploraciones. Mas ¿por qué razón el científico debía guardar tanto su persona, cuando millones de seres humanos realizaban arriesgados trabajos y experiencias, cuando Dar Veter y sus compañeros trabajaban a cincuenta y siete mil kilómetros sobre la Tierra y Erg Noor se disponía a emprender un viaje sin regreso? Ninguno de aquellos dos hombres, tan estimados por Veda, habría retrocedido… Pues bien, ella no retrocedería tampoco…
Con baterías de repuesto, una cámara fotográfica electrónica y dos aparatos de oxígeno, irían las dos — Veda y Miiko, que no conocía el miedo —, dejando a sus compañeros el cuidado de estudiar la tercera sala.
Veda Kong aconsejó a sus colaboradores que tomaran algo para reponer fuerzas.
Sacaron las tabletas del explorador: unos comprimidos — de proteínas, y azúcares rápidamente asimilables — y unos preparados que destruían las toxinas del cansancio y contenían además una mezcla de vitaminas, hormonas y estimulantes del sistema nervioso. Veda, impaciente e inquieta, no tenía apetito. Miiko no apareció hasta pasados cuarenta minutos: no había podido resistir al deseo de hacer la radioscopia de algunos armarios para averiguar cuanto antes su contenido.
La descendiente de las buceadoras japonesas dio las gracias a su jefe de equipo con una mirada y estuvo presta en un abrir y cerrar de ojos.
Los finos cables rojos iban por el centro del pasadizo. La luz blanco-lilácea de las coronas de gas fosforescente, que las dos mujeres llevaban sobre la cabeza, no podía rasgar las milenarias tinieblas, delante, donde el declive se hacía cada vez más pronunciado. Con monótono y sordo ruido, grandes goterones fríos caían del techo. De los lados y arriba llegaba el murmullo del agua que fluía de las grietas. El aire, saturado de humedad, permanecía inmóvil, con quietud de sepulcro, en aquel recinto cerrado y negro. Tan sólo en las cuevas reina ese silencio absoluto guardado por la propia materia muerta, insensible e inerte, de la corteza terrestre. En la superficie, por profundo que sea el silencio, siempre se adivina en la naturaleza alguna vida oculta, escondida, el movimiento del agua, del aire o de la luz.
Miiko y Veda iban cediendo involuntariamente a la fascinación de aquella profunda cueva que aprisionaba a ambas en sus negras entrañas, como en las profundidades de un pasado muerto, barrido por el tiempo, y que sólo revivía en las fantasías de la imaginación.
Efectuaban el descenso con rapidez, a pesar de la gruesa capa de pegajosa arcilla que cubría el suelo del pasadizo. Bloques desprendidos de las paredes las obligaban a veces a encaramarse a ellos y deslizarse por el estrecho hueco que quedaba entre los mismos y el techo. En media hora Miiko y Veda descendieron ciento noventa metros y llegaron a un muro liso contra el que estaban apoyadas pacíficamente las dos carretillas automáticas de reconocimiento. Un leve rayito de luz fue suficiente para ver que aquello era una puerta maciza, herméticamente cerrada, de acero inoxidable. En el centro de la puerta sobresalían dos pequeños discos con unos signos, flechas doradas y mangos redondos.
Para abrir, era preciso componer con ellos una señal convencional. Los dos arqueólogos conocían tipos de cerraduras semejantes a aquélla, pero de una época anterior. Después de cambiar impresiones, Veda y Miiko la examinaron atentamente. Era muy parecida a los artificios, construidos con maligna astucia, con que las gentes del pasado creían proteger sus tesoros de las asechanzas de los «extraños», pues en la Era del Mundo Desunido las personas estaban divididas en «propias» y «extrañas». Con frecuencia, aquellas puertas, cuando se intentaba abrirlas, lanzaban proyectiles explosivos, gases venenosos o radiaciones cegadoras, y los confiados investigadores perecían.
Sus mecanismos, de metales resistentes o plásticos especiales, se conservaban durante miles de años y habían costado la vida a muchos arqueólogos hasta que se consiguió neutralizarlos, haciéndolos inofensivos.
Era evidente que para abrir la puerta aquella harían falta instrumentos especiales.
¡Había que volverse desde el mismo umbral del principal misterio de la cueva! ¿Quién podía dudar de que tras ella, tan sólida y hermética, tenía que encontrarse lo más importante y valioso para las gentes de los tiempos remotos? Luego de apagar las lámparas, limitándose así a la tenue luz de las coronas, Veda y Miiko se sentaron a descansar y a tomar un poco de alimento.
— ¿Qué puede haber ahí? — preguntó Miiko, dando un suspiro, sin apartar los ojos de la puerta, en la que rebrillaba orgulloso el oro de los signos —. Parece que se ríe de nosotras: no os dejaré entrar, ¡no os diré el secreto!..
— ¿Y qué ha conseguido usted ver en los armarios de la segunda sala? — inquirió Veda, rechazando el enojo, primitivo y pueril, ante el inesperado obstáculo.
— Diseños de máquinas, libros, impresos no en papel antiguo, de pasta de madera, sino en hojas metálicas. Y además, como unos rollos de películas cinematográficas, unas listas, cartas estelares y terrestres.
— En la primera sala, están los modelos de las máquinas; en la segunda, la documentación técnica correspondiente a las mismas, y en la tercera, ¿cómo diría yo?…
los valores de una época en que existía aún el dinero. Desde luego, coincide con los esquemas.
— ¿Y dónde están los valores en el sentido actual? Es decir, las supremas realizaciones del desarrollo espiritual de la humanidad: de la ciencia, del arte, de la literatura?… — exclamó Miiko.
— Espero que tras esa puerta — repuso tranquila Veda —. Pero no me extrañaría que hubiese ahí armas.
— ¿Cómo?
— Armamentos, medios de rápido exterminio en masa.
La pequeña Miiko quedó pensativa y triste; luego, dijo en voz queda:
— Sí, es lo natural, teniendo en cuenta el objetivo de este escondrijo. Ahí se guardan, de una posible destrucción, los principales valores técnicos y materiales de la civilización occidental de entonces. Mas ¿qué se consideraba «lo principal», cuando no existía aún la opinión pública de todo el planeta y ni siquiera de los pueblos de aquellos países? La necesidad e importancia de algo, en un momento dado, las determinaba el grupo gobernante, integrado a menudo por personas que distaban mucho de ser competentes.
Por ello, en esta cueva no se encuentra ni mucho menos lo que en realidad constituía los mayores valores de la humanidad, sino lo que uno u otro grupo de gentes estimaba como tales. Procuraban conservar, en primer término, las máquinas y, posiblemente, las armas, sin comprender que las superestructuras de la civilización se forman, en la historia, a semejanza de un organismo vivo.
— Cierto, mediante el aumento y asimilación de la experiencia del trabajo, de los conocimientos, de la técnica, de las reservas de materiales, de substancias y formaciones químicas puras. Restablecer una elevada civilización destruida es imposible sin aleaciones muy sólidas, sin metales raros, máquinas de gran rendimiento y suma precisión. Si todo eso ha sido aniquilado, ¿de dónde tomar los materiales y la experiencia, el arte de crear máquinas cibernéticas cada vez más complejas, capaces de satisfacer las necesidades de miles de millones de personas? — ¥ tampoco era posible, entonces, el retorno a la civilización antigua, desprovista de máquinas, con la que soñaban algunos a veces.
— Desde luego. En vez de la cultura antigua, habría surgido una hambre espantosa.
¡Los soñadores individualistas no querían comprender que la historia no se repite jamás!
— Yo no afirmo categóricamente que tras esa puerta haya armas — manifestó Veda volviendo al tema fundamental —, aunque muchos indicios lo indican. Si los constructores de este escondrijo estaban en el error, cosa propia de aquel tiempo, de confundir la cultura con la civilización, sin comprender la obligación indeclinable de educar y desarrollar las emociones del ser humano, en tal caso no eran imprescindibles para ellos las obras de arte y de literatura o una ciencia alejada de las necesidades del momento. A la sazón, hasta la ciencia la dividían en útil e inútil, sin pensar en su unidad. Una ciencia y un arte semejantes eran considerados como atributos agradables, mas no siempre necesarios y provechosos, de la vida del hombre. Ahí se oculta lo más importante. Y yo creo que son armas, por ingenuo y absurdo que nos parezca hoy día.
Veda calló, clavados los ojos en la puerta.
— Quizá se trate simplemente de un mecanismo de composición y podamos abrirlo auscultando con el micrófono — dijo de pronto, acercándose a la puerta —. ¿Qué, nos arriesgamos?
Miiko se interpuso entre su amiga y la puerta.
— ¡No, Veda! ¿A qué correr un riesgo estúpido?
— Me parece que la cueva está a punto de derrumbarse. Si nos vamos, no podremos volver más… ¿No oye usted?
Un ruido confuso y lejano llegaba de vez en cuando hasta el recinto, resonando ya arriba, ya abajo.
Pero Miiko, de espaldas a la puerta, muy abiertos los brazos, permanecía inflexible, cerrando el paso.
— Si ahí hay armas, Veda, ¡tiene que haber por fuerza un dispositivo de defensa!..
Dos días más tarde fueron llevados a la cueva unos aparatos portátiles: una pantalla reflectora Roentgen para la radioscopia del mecanismo y un emisor de radiaciones enfocadas ultrafrecuentes para destruir las conexiones interiores de las piezas. Mas no hubo ocasión de utilizarlos.
Inopinadamente, un rumor entrecortado se oyó en las entrañas de la cueva. El suelo empezó a temblar fuertemente, bajo los pies, obligando a los exploradores — que estaban en la tercera cueva, la inferior — a lanzarse instintivamente hacia la salida.
El ruido aquél iba en aumento convirtiéndose en seco rechinar. Por lo visto, toda la masa de agrietadas rocas cedía siguiendo una falla a lo largo de la falda de la montaña.
— ¡Todo está perdido! Hemos llegado tarde. ¡Sálvense! ¡Arriba! — gritó Veda con amargura, y la gente se abalanzó hacia las carretillas automáticas.
Aferrándose a los cables de las carretillas, todos empezaron a trepar por el pozo. El ruido sordo y el temblor de las paredes de piedra los perseguían, pisándoles los talones, y acabaron por darles alcance. Resonó un trueno espantoso… La pared interior de la segunda cueva se derrumbó en la brecha que se había abierto en el lugar del pozo de entrada a la tercera sala. La ola de aire arrastró a la gente, en unión del polvo y de la grava, hasta las altas bóvedas de la primera sala. Los arqueólogos se pegaron al terreno, en espera de la muerte.
Poco a poco, las nubes de polvo se fueron disipando. Las estalagmitas y concreciones que se veían a través de aquella niebla conservaban sus anteriores contornos. Un silencio sepulcral reinaba de nuevo en el subterráneo…
Al recobrar el conocimiento, Veda se levantó. Dos de sus colaboradores se apresuraron a sostenerla, pero ella se desprendió de sus manos con impaciencia.
— ¿Dónde está Miiko?
Su ayudante, apoyada contra una baja estalagmita, se limpiaba cuidadosamente el polvillo del cuello, de las orejas y de los cabellos.
— Casi todo se ha perdido — dijo en respuesta a la muda pregunta de Veda —. La infranqueable puerta continuará cerrada bajo una capa de cuatrocientos metros de piedra.
La tercera cueva ha quedado completamente destruida, y la segunda… en ella aún se pueden hacer excavaciones. Encierra, como ésta, lo más preciado para nosotros.
— Así es… — asintió Veda, humedeciéndose los resecos labios —. Pero nosotros somos culpables por nuestra lentitud y cautela. Debíamos haber previsto el derrumbamiento.
— Hubiera sido un presentimiento gratuito. Pero no hay que apurarse. ¿Acaso habríamos apuntalado estas montañas sólo por el gusto de conocer, tras la puerta, unos valores dudosos? Sobre todo si allí había armas inútiles…
— ¿Y si eran obras de arte, valiosísimas creaciones del genio humano? Sí, ¡debíamos haber actuado más de prisa!
Miiko se encogió de hombros y condujo a la apenada Veda en pos de sus compañeros, hacia el magnífico día de sol y el gozo del agua limpia y de la ducha eléctrica aliviadora de los dolores.
Mven Mas, según su costumbre, paseaba de un extremo a otro de la habitación que le habían destinado en el piso superior de la Casa de la Historia, situada en el sector indio de la zona Norte de viviendas. Habíase trasladado allí hacía dos días solamente, después de su trabajo en la Casa de la Historia del Sector Americano.
La habitación — mejor dicho, la galería con pared exterior de cristal polarizante — miraba a las lejanías azules de una accidentada planicie. De vez en cuando, Mven Mas corría las persianas de polarización cruzada. La estancia quedaba envuelta en una penumbra gris, mientras por la pantalla hemisférica desfilaban lentas, una tras otra, reproducciones electrónicas de cuadros, fragmentos de viejos filmes, esculturas y edificios, elegidos previamente por el africano. Mven Mas los examinaba e iba dictando al robot-secretario notas para su futuro libro. La máquina imprimía, numeraba las páginas y las clasificaba cuidadosamente por temas o recopilaciones.
Cuando sentía cansancio, descorría las persianas y se acercaba al ventanal, donde, perdida la mirada en la lejanía, reflexionaba largamente sobre lo observado.
No podía menos de sorprenderse de los muchos aspectos de una cultura todavía reciente que habían dejado de existir. Tal suerte habían corrido las sutilezas del lenguaje, argucias verbales y escritas, tan propias de la Era de la Unificación Mundial, que se consideraban antaño muestras de una gran instrucción. No se cultivaba en absoluto la escritura como música de la palabra, tan desarrollada ya en la Era del Trabajo General (ETG); había cesado por completo ese hábil malabarismo de vocablos denominado ingeniosidad. Y antes aún había desaparecido la necesidad de enmascarar los propios pensamientos, tan importante en la Era del Mundo Desunido. Todas las conversaciones eran más breves y sencillas. Y, seguramente, la Era del Gran Circuito sería la del desarrollo del tercer sistema de señales del hombre: la comprensión sin palabras.
De vez en cuando, Mven Mas dictaba al incansable robot-secretario nuevas formulaciones de sus pensamientos:
— La psicología fluctuante del arte, fundada por Liúda Fir, data del primer siglo de la Era del Circuito. Fue ella precisamente quien logró demostrar, de un modo científico, la diferencia entre la percepción emotiva de las mujeres y de los hombres, poniendo así al descubierto una esfera que venía existiendo desde hacía muchos siglos como un subconsciente casi místico. Pero demostrar, en el sentido actual de la palabra, era sólo la menor parte de la tarea. Liúda Fir consiguió algo más: señalar los principales nexos de las percepciones sensoriales, merced a lo cual ha sido posible hacerlas corresponder a ambos sexos.
El repiqueteo de un timbre y una luz verde que se encendió de pronto llamaron al africano al televisófono. Una llamada en horas de estudio tenía que obedecer a algo muy importante. El secretario automático se desconectó, y Mven Mas bajó presuroso a la cámara de conversaciones a larga distancia.
Veda Kong, arañadas las mejillas y con profundas ojeras, le saludó desde la pantalla.
Mven Mas, lleno de alegría, le tendió sus manazas, suscitando una débil sonrisa en el preocupado rostro de la joven mujer.
— Ayúdeme, Mven Mas. Ya sé que está usted trabajando, pero Dar Veter no se encuentra en la Tierra, Erg Noor está lejos, y, aparte de ellos, no tengo a nadie más que a usted para dirigirme, sin reparo, con cualquier ruego. Me ha ocurrido una desgracia…
— ¿Qué me dice? ¿Dar Veter?…
— ¡Oh, no! Un derrumbamiento en el lugar de las excavaciones.
Y Veda le contó brevemente lo ocurrido en la cueva de Den-Of-Kul.
— Ahora, usted es el único de mis amigos que tiene actualmente libre acceso al Cerebro Profético…
— ¿A cuál de los cuatro centros?
— Al de Determinación Inferior.
— Comprendido. ¿Hay que encontrar la forma de llegar a la puerta de acero con el menor gasto posible de trabajo y material? ¿Ha recogido usted los datos?
— Aquí los tengo.
Mven Mas apuntó varias columnas de cifras.
— Ahora, hay que esperar hasta que la máquina reciba mi mensaje. Aguarde, voy a ponerme inmediatamente en comunicación con el ingeniero de guardia del CP. El centro de Determinación Inferior se encuentra en el Sector Australiano de la zona Sur.
— ¿Y el de Determinación Superior?
— En el Sector Indio de la zona Norte de viviendas, donde yo… Cambio, espere.
Ante la apagada pantalla, Veda trataba de imaginarse el Cerebro Profético. Se figuraba un gigantesco cerebro humano, con sus circunvoluciones y surcos, palpitante, vivo, aunque ella sabía que en realidad se trataba de unas enormes máquinas electrónicas de investigación, de la más elevada clase, capaces de resolver casi todos los problemas al alcance de las ramas ya estudiadas de las matemáticas. En el planeta sólo había cuatro máquinas semejantes, de distinta especialización.
Veda tuvo que esperar poco tiempo. Iluminóse la pantalla y el africano le pidió que volviese a llamar dentro de seis días, pero más tarde, por la noche.
— ¡Mven Mas, su ayuda es de un valor inestimable!
— ¿Por la sola razón de que yo tengo algunos conocimientos de matemáticas? Su trabajo sí que es verdaderamente inestimable, pues usted conoce las culturas y los idiomas antiguos… ¡Veda, está usted demasiado absorbida por la Era del Mundo Desunido!
El africano soltó una carcajada tan bonachona y contagiosa, que Veda rió también. Y después de despedirse con un gesto, desapareció.
El día convenido, Mven Mas volvió a verla en el televisófono.
— No me diga nada, ya veo que la respuesta es desfavorable.
— Sí. La estabilidad es inferior al límite de seguridad… De seguir el procedimiento general, habría que excavar en la parte derruida un kilómetro cúbico de piedra calcárea.
— Dentro de nuestras posibilidades, no queda más que extraer por una galería las cajas de caudales de la segunda cueva — dijo tristemente Veda.
— ¿Vale la pena afligirse tanto por eso?
— Perdone, Mven, pero usted ha estado también ante una puerta tras la que se ocultaba un misterio. La de usted era grande, universal, mientras que la mía es pequeña.
Mas, desde el punto de vista emotivo, mi fracaso es igual al suyo.
— Los dos somos compañeros de infortunio. Puedo asegurarle que más de una vez hemos de tropezar aún con puertas de acero. Cuanto más audaz y fuerte sea el afán, con más frecuencia las encontraremos.
—.¡Alguna de ellas se abrirá!
— ¡Cierto!
— Pero ¿usted no ha renunciado definitivamente?
— Claro que no. Recogeremos nuevos hechos, indicadores de giros más precisos. La fuerza del Cosmos es tan enorme, que era una ingenuidad por nuestra parte lanzarse contra ella con un simple chuzo… Lo mismo que si usted intentase abrir con las manos esa peligrosa puerta.
— ¿Y si tiene que esperar toda la vida?
— ¿Qué significa mi vida personal en comparación con tales pasos hacia el saber?
— Mven, ¿dónde está su vehemente impaciencia?
— No ha desaparecido, pero está refrenada. Por el sufrimiento…
— ¿Y Ren Boz?
— Va mejor. Sigue las búsquedas para precisar su abstracción.
— Se comprende. Espere un momento, Mven. ¡Es algo importante!
Apagóse la pantalla llevándose a Veda en sus sombras. Cuando se encendió de nuevo, a Mven Mas le pareció que ante él se encontraba otra mujer, juvenil y despreocupada.
— Dar Veter desciende a la Tierra. El sputnik 57 ha quedado terminado antes del plazo previsto.
— ¿Tan pronto? ¿Han hecho ya todo?
— No, sólo el montaje exterior y la instalación de las máquinas energéticas. Los trabajos interiores son más fáciles. Le llaman para que descanse y analice luego el informe de Yuni Ant sobre una nueva forma de comunicación por el Circuito.
— ¡Gracias por la noticia, Veda! Será para mí una gran alegría volver a ver a Dar Veter.
— Lo verá sin falta… Pero no le he dicho aún todo. Merced a los esfuerzos del planeta entero, ya están preparadas las reservas de anamesón para la nueva astronave Cisne.
Usted…
— Iré. El planeta mostrará a la tripulación, como despedida, lo más hermoso y preciado de la Tierra. Como ellos también hubieran deseado ver la danza de Chara en la Fiesta de las Copas Flamígeras, ella misma irá a bailarla al cosmopuerto central de El Homra. ¡Allí nos encontraremos!
— ¡De acuerdo, querido Mven Mas!