En el África del Norte, al Sur del golfo de la Gran Sirte, se extendía la inmensa llanura de El Homra. Antes de la debilitación de los ciclos alisios y del cambio de clima, se encontraba allí una hammada, desierto sin hierba alguna, todo cubierto de pulidos guijarros y angulosas piedras de un matiz rojizo, origen del nombre del lugar: «Hammada la Roja.» En los días de sol, era un mar de cegadores destellos de fuego, y en las noches de otoño e invierno, un océano de fríos vientos. Ahora sólo quedaba de la hammada el viento; corría impetuoso por la firme planicie levantando olas en la alta hierba, de un color de plata con reflejos azules, trasplantada de la estepa de África del Sur. El ulular del viento y la hierba que se inclinaba, abatida por él, despertaban un sentimiento nostálgico y de afinidad del alma con la naturaleza esteparia, como si todo aquello se hubiera visto ya en la vida más de una vez y en diversas circunstancias: de dolor y de alegría, de pérdida y de hallazgo…
Cada partida y cada aterrizaje de una astronave dejaban en la llanura un calcinado círculo envenenado de cerca de un kilómetro de diámetro. Aquellos círculos se rodeaban de una cerca metálica, roja, y permanecían aislados durante diez años, plazo dos veces mayor que el de la disgregación de los gases de escape de los motores. Después de cada aterrizaje o despegue, el cosmopuerto era trasladado a otro lugar. Ello daba a las instalaciones y locales un carácter provisional y asemejaba el personal del mismo a los antiguos nómadas del Sahara que, hacía varios milenios, vagaban por allí montados en unos animales gibosos, de alzado cuello curvo y callosas patas, denominados camellos.
La planetonave Barion, que hacía su decimotercero raid de las obras del sputnik a la Tierra, trajo a Dar Veter a la estepa de Arizona, que continuaba desierta incluso después del cambio de clima, debido a la radiactividad acumulada en su terreno. En la Era del Mundo Desunido, en los albores del descubrimiento de la energía nuclear, habíanse efectuado allí multitud de experiencias y pruebas de nuevos tipos de maquinaria. Hasta el presente se conservaba el efecto nocivo de los productos de desintegración radiactiva, demasiado débil para causar daño al hombre, pero lo suficientemente fuerte para detener el crecimiento de los árboles y arbustos.
A Dar Veter le deleitaba no sólo el magnífico encanto de la Tierra — el cielo azul, con las galas nupciales de unas leves nubes blancas —, sino el polvoriento suelo, erizado de escasa hierba.
¡Caminar con paso firme por la Tierra, bajo un sol de oro, ofreciendo el rostro al aire fresco y seco! Solamente después de permanecer una temporada al borde de los abismos cósmicos, se podía apreciar toda la belleza de nuestro planeta, denominado en tiempos «Valle de lágrimas» por insensatos antepasados.
Grom Orm y Dar Veter llegaron a El Homra el día de la partida de la expedición.
Desde la altura, Dar Veter había advertido dos enormes espejos en la planicie, de un color gris mate, como de acero. El de la derecha, casi circular; el de la izquierda, en forma de oblonga elipse, afilada atrás. Aquellos espejos eran las huellas recientes de los despegues de los navíos de la 38a expedición astral.
El círculo lo había dejado el Tintazhel al partir hacia la terrible estrella T, cargado de enormes aparatos para asaltar con éxito el espirodisco venido de las profundidades del Cosmos. La elipse procedía de la Aella, que se había elevado siguiendo una trayectoria menos oblicua y llevando a bordo un nutrido grupo de científicos para averiguar los cambios de la materia en la enana blanca de la estrella triple Omicron 2 de Erídano. La ceniza del pedregoso terreno, en el lugar batido por la energía de los motores, que había penetrado a una profundidad de metro y medio, estaba impregnada de una sustancia ligante que le impedía esparcirse con el viento. No quedaba más que traer las cercas de los antiguos campos de despegue. Ello se haría en cuanto partiese el Cisne.
Pues bien, ya estaba allí el Cisne, del color del hierro fundido, con su coraza térmica que ardería al penetrar en la atmósfera. Luego seguiría volando protegido por su refulgente revestimiento, que rechazaba todas las radiaciones. Pero nadie le vería en su esplendor, excepto los robots-observadores que seguirían su avance. Aquellos autómatas darían tan sólo a los hombres las fotografías de un punto luminoso. La astronave volvería a la Tierra cubierta de una costra de óxido y surcada y abollada por las explosiones de pequeñas partículas de meteoritos. Pero ninguno de los presentes vería más al Cisne, porque todos ellos morirían antes de los ciento setenta y dos años que duraría el viaje:
ciento sesenta, y ocho años independientes de vuelo y cuatro de exploración en los planetas. Mas para los viajeros, serían solamente cerca de ochenta años.
Debido al carácter de su trabajo, Dar Veter no viviría siquiera hasta la llegada del Cisne a los planetas de la estrella verde. Como en los pasados días de dudas, admiraba la audacia de la idea de Ren Boz y Mven Mas. Aunque su experiencia no se lograse, aunque aquel problema que afectaba a los fundamentos mismos del Cosmos estuviese aún lejos de ser solucionado y fuese una loca fantasía, aquellos insensatos eran unos colosos del pensamiento creador de la humanidad, pues incluso refutando su teoría y su experimento, los hombres darían un salto de gigante hacia las cimas del saber.
Sumido en sus pensamientos, Dar Veter estuvo a punto de tropezar contra la señal de la zona de seguridad, apartóse de allí y, al pie de la torreta automóvil de la T, divisó la conocida figura del dinámico Ren Boz. Erizados los rebeldes cabellos rojizos y entornando los agudos ojos, fue presuroso hacia él. Una fina red de cicatrices, apenas perceptibles, surcándole una expresión de dolor.
— ¡Me alegro de verle sano y salvo, Ren!
— Le necesito grandemente — dijo el físico, tendiéndole sus pequeñas manos, salpicadas de pecas.
— ¿Qué hace usted aquí tan temprano? Aún falta mucho para la salida…
— He venido a despedir a los de la Aella, pues me hacen suma falta unos datos sobre la gravitación de una estrella tan pesada. Y al enterarme de que usted vendría, me he quedado…
Dar Veter callaba, esperando la explicación.
— ¿Vuelve usted al observatorio de las estaciones exteriores, a petición de Yuni Ant?
Dar Veter asintió con la cabeza.
— Últimamente, Ant ha grabado varios mensajes recibidos por el Circuito y no descifrados aún…
— Todos los meses se efectúa una recepción de mensajes fuera del horario habitual de informaciones. Y el momento de conectar las estaciones se adelanta en dos horas terrestres. En un año, esta verificación ocupa veinticuatro horas terrestres, y en ocho, una cienmilésima de segundo galáctico. Así se llenan las lagunas en las recepciones del Cosmos. Durante el último semestre del ciclo de ocho años se han empezado a recibir mensajes incomprensibles y, sin duda, muy lejanos.
— Me interesan en extremo.
— Todo lo que yo sepa, se lo comunicaré inmediatamente.
Ren Boz dio un suspiro de satisfacción y preguntó:
— ¿Vendrá también Veda Kong?
— Sí, la espero. ¿Sabe usted que ha estado a punto de perecer al explorar una cueva llena de máquinas antiguas y dotada de una hermética puerta de acero?
— Lo ignoraba.
— Y yo me olvidaba de que usted no se interesa tan profundamente por la historia como Mven Mas. En todo el planeta se discute sobre lo que pueda haber tras esa puerta.
Millones de voluntarios se ofrecen para las excavaciones. Veda ha decidido someter la cuestión a la Academia de las Grandes Cifras y de la Predicción del Futuro.
— ¿Y Evda Nal no vendrá?
— No, no puede.
— Muchos lo sentirán. Veda la quiere extraordinariamente, y Chara la adora.
¿Recuerda usted a Chara?
— ¡Ah! ¿Esa mujer elástica… semejante a una pantera?… — y Dar Veter alzó las manos con fingido espanto.
— Usted dirá: ¡Vaya un modo de apreciar la belleza femenina! Pero yo caigo constantemente en el error de los hombres del pasado que no entendían nada de las leyes de la psicofisiología y de la herencia. Siempre quiero ver en los demás mis concepciones y sentimientos.
— Evda, como todos los habitantes del planeta — dijo Ren Boz, interrumpiendo aquella confesión de su interlocutor — seguirá el momento de la partida.
Y el físico señaló a los altos trípodes de las cámaras de recepción blanca, infrarroja y ultravioleta, dispuestas en semicírculo alrededor de la astronave. Los diferentes grupos de rayos del espectro aumentarían en las pantallas las imágenes en colores, dándoles calor y vida real, del mismo modo que los diafragmas tonales suprimirían la resonancia metálica en las voces transmitidas.
Dar Veter miró en dirección Norte, de donde, arrastrando su pesada carga, venían unos electrobuses automáticos, abarrotados de gente. Del primero que llegó, saltó presurosa Veda y echó a correr, enredándose en la alta hierba. Sin detenerse, se lanzó contra el ancho pecho de Dar Veter para abrazarle con tan fuerte impulso que sus largas trenzas volaron sobre los hombros de él.
La apartó dulcemente, en tanto contemplaba aquel rostro, infinitamente querido, al que un singular peinado daba un aspecto nuevo.
— Acabo de trabajar en una película para niños, en el papel de reina de un país nórdico de los Siglos Sombríos — explicó ella un poco sofocada —. Y no he tenido tiempo de volver a peinarme.
Dar Veter se la imaginó con largo vestido de brocado, ceñida la cabeza por una corona de oro con gemas azules, con largas trenzas de color ceniza, que le llegaban más abajo de la rodilla, y una mirada audaz en los ojos grises. Y sonrió alegre.
— ¿Llevabas corona?
— ¡Claro! Una así — y trazó en el aire un ancho círculo con florones en forma de trébol.
— ¿La veré?
— Hoy mismo. Les pediré a ellos que te muestren el filme.
Dar Veter iba a preguntarla quiénes eran los enigmáticos «ellos», pero Veda, dejando las bromas, saludaba ya al físico. Éste sonreía ingenuo y cordial.
— ¿Dónde están los héroes de Achernar? — inquirió Ren Boz abarcando con la mirada el campo, desierto en torno a la astronave.
— ¡Allí! — y Veda señaló a un edificio cónico de placas de cristal blanco-verdoso, con calados cantos argentados: la gran sala del cosmopuerto.
— Entonces, vamos.
— No, estaríamos de más — dijo Veda con firmeza —. Presencian ahora el adiós que les da la Tierra. Vayamos hacia el Cisne.
Los dos hombres obedecieron.
Veda, que iba al lado de Dar Veter, le preguntó quedo:
— ¿Tengo un aspecto muy estrafalario con este peinado antiguo? Podría…
— No hace falta. El contraste entre el vestido moderno y las trenzas, más largas que la falda, es encantador. ¡Déjalas!
— ¡Me someto, Veter mío! — susurró ella las mágicas palabras que hacían latir con fuerza el corazón de él.
Centenares de personas se dirigían sin prisa hacia la astronave. Muchos sonreían a Veda o la saludaban, alzando la mano, con bastante más frecuencia que a Dar Veter o a Ren Boz.
— Es usted muy popular, Veda — comentó Ren Boz —. ¿A qué se debe: a su labor de historiadora o a su tan ponderada belleza?
— Ni a lo uno ni a lo otro. Al continuo y amplio contacto con la gente, debido a mi trabajo y actividades sociales. Usted y Veter unas veces están encerrados en el laboratorio; otras, se aíslan en su intensa labor nocturna. Ustedes hacen para la humanidad algo mucho más grande e importante que lo que yo hago, pero en un solo dominio, que no es el más cercano al corazón. Chara Nandi y Evda Nal son bastante más conocidas que yo…
— ¿Un nuevo reproche a nuestra civilización técnica? — le replicó en broma Dar Veter.
— No a la nuestra, sino a los vestigios de fatales errores pasados. Hace milenios, nuestros remotos antecesores sabían ya que el arte, con el desarrollo de los sentimientos que lleva aparejado, es tan importante para la sociedad como la ciencia.
— ¿En el sentido de las relaciones entre las gentes? — inquirió, interesado, el físico.
— ¡Exacto!
— Un sabio antiguo dijo que lo más difícil en la Tierra es conservar la alegría — terció Dar Veter —. ¡Ahí tienen otro fiel aliado de Veda!
Hacia ellos se acercaba derecho, a grandes pasos leves, Mven Mas, atrayendo con su corpulencia la atención general.
— Ha terminado la danza de Chara — dedujo Veda —. Pronto aparecerá también la tripulación del Cisne.
— En su lugar, yo vendría a pie y lo más despacio posible — dijo de pronto Dar Veter.
Veda la tomó del brazo:
— ¿Empiezas a emocionarte?
— Naturalmente. Me atormenta pensar que se van para siempre y que tampoco volveré a ver más esa nave. Algo se subleva en mi interior contra esta fatalidad inevitable. Tal vez ello se deba a que se lleva a amigos queridos.
— Seguramente no es por eso — manifestó Mven Mas, cuyo fino oído había captado desde lejos las palabras de Dar Veter —. Es la protesta natural del hombre contra la inexorabilidad del tiempo.
— ¿Tristezas de otoño? — preguntó Ren Boz con un dejo de ironía, sonriendo a su compañero con los ojos.
— ¿Ha notado usted que el otoño de las latitudes templadas, con su melancolía, agrada precisamente a las personas más enérgicas, llenas de vida y alegría y profundamente sensibles? — replicó Mven Mas, dando al físico unas cariñosas palmadas en el hombro.
— ¡Exacta observación! — exclamó Veda con entusiasmo.
— Es muy antigua…
— ¡Dar Veter! ¿está usted en el campo? ¡Dar Veter! ¿está usted en el campo? — resonó una voz que venía de la izquierda y de arriba —. Yuni Ant le llama al televisófono del edificio central. Yuni Ant le llama… al televisófono del edificio central…
Ren Boz se estremeció e irguió el cuerpo.
— ¿Puedo ir con usted, Dar Veter?
— Vaya en mi lugar. Usted puede faltar al acto del despegue. A Yuni Ant le gusta mostrar, a la manera antigua, sus observaciones directas en vez de las grabaciones. En esto coincide con Mven Mas.
El cosmopuerto estaba dotado de un potente televisófono y de una gran pantalla hemisférica. Ren Boz entró en la estancia, redonda y en silencio. El operario de guardia movió, con un chasquido, la palanquilla del conmutador y señaló a la pantalla lateral de la derecha, donde había aparecido Yuni Ant lleno de agitación. Éste examinó atentamente al físico y, comprendiendo la causa de la ausencia de Dar Veter, saludó a Ren Boz con una inclinación de cabeza.
— Estamos efectuando, fuera de programa, la escucha-búsqueda en la anterior dirección y con bandas de onda 62/77. Alce el embudo de la emisión dirigida y oriéntelo hacia el Observatorio. Voy a lanzar el rayo-vector, a través del Mediterráneo, directamente sobre El Homra — Yuni Ant miró a un lado y añadió —: ¡Pronto!
Ren Boz, experto en manipulaciones de recepción, hizo en dos minutos lo que le pedían. En el fondo de la pantalla hemisférica surgió la imagen de una gigantesca Galaxia. Los dos hombres de ciencia reconocieron, sin ningún género de dudas, la Nebulosa de Andrómeda o M-31, conocida desde tiempos remotos.
En su espira exterior más próxima al espectador, casi en el centro del disco lentiforme — en perspectiva — de la inmensa Galaxia, encendióse una lucecilla. De allí partía un sistema estelar que parecía un minúsculo hilillo de lana y era sin duda una rama colosal de cien parsecs de longitud. La lucecilla empezó a aumentar de tamaño al mismo tiempo que el «hilillo», mientras la Galaxia desaparecía, desvaneciéndose fuera del campo visual.
Un torrente de estrellas rojas y amarillas se expandió por la pantalla. La lucecilla se convirtió en un pequeño círculo luminoso que brillaba en el más lejano extremo de la corriente estelar. De ésta se separó una estrella anaranjada, de la clase espectral K, en torno a la cual empezaron a girar los puntos apenas perceptibles de sus planetas. El circulillo luminoso cubrió por completo uno de ellos. Y de pronto, todo aquello comenzó a girar en un torbellino rojo, de líneas sinuosas, del que saltaban chispas. Ren Boz cerró los ojos…
— Una ruptura — explicó Yuni Ant desde la pantalla lateral —. Le he mostrado las observaciones del mes pasado en grabación de máquinas mnemotécnicas. Voy a transmitirle ahora la recepción directa.
Las chispas y las líneas rojo-oscuras continuaban girando en la pantalla.
— ¡Extraño fenómeno! — exclamó el físico —. ¿Cómo se explica usted esa ruptura?
— Aguarde. Ahora se reanuda la transmisión. Pero ¿qué le parece extraño?
— El espectro rojo de la ruptura. En el de la Nebulosa de Andrómeda hay un desplazamiento violáceo, lo que indica que ella se aproxima hacia nosotros.
— La ruptura no tiene ninguna relación con la Andrómeda. Es un fenómeno local.
— ¿Cree usted casual el que su estación emisora esté situada al extremo mismo de la Galaxia, en una zona todavía más alejada de su centro que la zona del Sol lo está del centro de nuestra Vía Láctea?
Yuni Ant envolvió a Ren Boz en una escéptica mirada. — Usted está dispuesto a discutir en cualquier momento, olvidando que la Nebulosa de Andrómeda nos habla desde una distancia de cuatrocientos cincuenta mil parsecs.
— ¡Es verdad! — repuso turbado Ren Boz —. Y mejor sería decir que desde una distancia de un millón y medio de años-luz. El mensaje fue lanzado hace quince mil siglos.
— ¡Y nosotros estamos viendo ahora lo que fue enviado mucho antes de la época glaciar y de la aparición del hombre en la Tierra! — agregó Yuni Ant, ya bastante más suave.
Las líneas rojas aminoraron su girar, la pantalla se apagó y volvió a encenderse de pronto. A la pálida luz, se columbraba apenas una llanura en penumbra. Diseminadas por ella, había unas construcciones extrañas, de forma de hongo. Cerca del límite anterior de la parte visible, brillaba con fríos fulgores un círculo azul gigantesco, en consonancia con la llanura, cuya superficie sin duda era metálica. Exactamente sobre el centro del círculo pendían, uno sobre otro, dos grandes discos biconvexos. No, no pendían, se elevaban lentamente a una altura cada vez mayor. La llanura desapareció y en la pantalla quedó solamente uno de los discos, más convexo por abajo que por arriba, con gruesas espirales en ambas caras.
— ¡Son ellos!.. ¡Ellos mismos!.. — gritaron los dos científicos, a cual más fuerte, al comprobar la semejanza de aquella imagen con las fotografías y diseños del espirodisco hallado por la 37a expedición en el planeta de la estrella de hierro.
Un nuevo torbellino de líneas rojas, y la pantalla se apagó. Ren Boz esperaba, temeroso de apartar de allí, ni un segundo, la mirada… ¡La primera mirada humana que se posaba en la vida y el pensamiento de otra galaxia! Pero la pantalla no volvió a iluminarse. En un panel lateral del televisófono resonó la voz de Yuni Ant:
— La comunicación se ha cortado. No es posible seguir gastando energía terrestre en espera de la continuación. ¡Todo el planeta se conmoverá! Hay que pedir al Consejo de Economía que se duplique la frecuencia de las recepciones fuera de programa; pero esto, después del envío del Cisne, no será posible antes de un año. Ahora sabemos que la astronave de la estrella de hierro procede de allí. Sin el hallazgo de Erg Noor, no habríamos comprendido nada de lo visto.
— ¿Y ese disco vino de allá? ¿Cuánto tiempo estaría volando? — preguntó Ren Boz, como si hablase consigo mismo.
— Después de la muerte de su tripulación, estuvo vagan do cerca de dos millones de años por el espacio que separa a las dos galaxias — repuso severo Yuni Ant — hasta que encontró refugio en el planeta de la estrella T. Por lo visto, estas astronaves están construidas de manera que pueden tomar tierra automáticamente, aunque ningún ser viviente haya tocado sus mandos desde milenios antes. — Tal vez ellos vivan mucho tiempo…
— Pero no millones de años. Eso es contrario a las leyes de la termodinámica — replicó fríamente Yuni Ant —. Además, pese a sus colosales dimensiones, el espirodisco no podía llevar en sus entrañas todo un mundo de personas… de seres pensantes… No, por el momento, nuestras galaxias no pueden llegar la una a la otra ni intercambiar comunicaciones.
— Pero podrán — dijo con firmeza Ren Boz. Y luego de despedirse de Yuni Ant, volvió al campo del cosmopuerto.
Dar Veter y Veda, Chara y Mven Mas permanecían un poco aparte del gentío, alineado en dos largas filas, que había acudido a despedir a los viajeros. Todas las cabezas estaban vueltas hacia el edificio central. Una ancha plataforma con los veintidós tripulantes del Cisne pasó rauda frente a la multitud que agitaba las manos y aclamaba con gritos a los que marchaban, cosa que la gente sólo se permitía hacer en público en casos muy excepcionales.
La plataforma llegó a la astronave. Ante el alto ascensor transportable esperaban unos hombres, enfundados en monos blancos y pálidos de cansancio: eran los veinte miembros de la comisión de partida, compuesta principalmente de ingenieros-obreros del cosmopuerto. Durante las últimas veinticuatro horas habían comprobado, con ayuda de máquinas de control, todo el equipamiento de la expedición, así como el buen estado de la nave, por medio de aparatos tensoriales.
Según el reglamento, que databa de los albores de la astronáutica, el jefe de la comisión dio el parte a Erg Noor, reelegido comandante de la astronave y jefe de la expedición a Achernar. Los demás miembros de la comisión marcaron sus iniciales en una placa de bronce, con sus retratos y nombres, que entregaron a Erg Noor, y, tras de despedirse de él, se retiraron. Entonces, la multitud avanzó hacia la nave y se alineó ante los viajeros, dejando a los íntimos de éstos acceso a la pequeña explanada que quedaba libre en el ascensor. Los operadores de cine fijaban cada gesto o ademán, de los que partían: postrer recuerdo de los que abandonaban el planeta natal.
Desde lejos, Erg Noor vio a Veda, y, después de meter bajo su ancho cinturón de astronauta aquel diploma de bronce, avanzó impetuoso hacia la joven mujer.
— ¡Mucho le agradezco que haya venido, Veda!
— ¿Podía faltar acaso?
— Para mí, es usted el símbolo de la Tierra y de mi juventud pasada.
— La juventud de Niza le acompañará siempre.
— No sería sincero si dijese que no lamento nada. Y ante todo, me da lástima de Niza, de mis compañeros, y también de mí mismo… Es demasiado lo que pierdo. En este regreso he aprendido a querer a la Tierra de un modo nuevo, con un amor más fuerte, más sencillo e incondicional…
— Y sin embargo, Erg, se va usted…
— No podía proceder de otra manera. De negarme, habría perdido no sólo el Cosmos, sino la Tierra.
— ¿La hazaña es tanto más difícil cuanto más grande es el amor?
— Usted siempre me ha comprendido bien, Veda. Mire, ahí viene Niza.
Acercóse la muchacha — enflaquecida, semejante a un chico con sus ondulados cabellos rojizos —, y se detuvo.
— ¡Qué doloroso resulta!.. — dijo, con la vista baja —. Todos vosotros sois… tan buenos, tan radiantes y bellos… y tener que separarse, que desgajarse, viva, de la madre Tierra… — la voz de la astronauta se quebró, trémula.
Veda, instintivamente, la atrajo hacia sí para consolarla con femenina ternura.
— Dentro de nueve minutos cerrarán las escotillas — anunció en un susurro Erg, sin apartar los ojos de Veda.
— ¡Cuánto tiempo aún!.. — exclamó ingenua Niza. Y en su voz se percibían las lágrimas.
Veda, Erg, Dar Veter, Mven Mas y los restantes amigos de los viajeros advirtieron de pronto, con pena y asombro, que no encontraban palabras. No las había para expresar los sentimientos ante aquella hazaña que iba a realizarse para unos seres humanos que no existían aún, para quienes vinieran al mundo muchos años después. Los que se iban y los que se quedaban sabían bien todo aquello, ¿de qué podían servir las palabras?
El segundo sistema de señales del ser humano mostraba su imperfección y cedía su puesto al tercero. Profundas miradas, que reflejaban impulsos apasionados, imposibles de expresar con palabras, se encontraban silenciosas, tensas, o se fijaban en la pobre naturaleza de El Homra, absorbiéndola, bebiéndola con ansia.
— ¡Ya es hora! — restalló la voz metálica de Erg Noor, estremeciendo los nervios en tensión.
Veda, sin ocultar sus sollozos, estrechó entre sus brazos a Niza. Las dos mujeres permanecieron juntas unos segundos, apretadas las mejillas, cerrados los ojos, mientras los hombres cambiaban miradas de adiós y se estrechaban las manos.
El ascensor se había llevado ya ocho astronautas, que desaparecieron en la ovalada escotilla. Erg Noor tomó a Niza de la mano y le susurró algo al oído. La muchacha enrojeció y, desprendiéndose de él, se lanzó hacia la astronave.
Los dos subieron juntos.
La gente quedó inmóvil cuando, ante la negra boca de la escotilla, en un saliente claramente iluminado del Cisne, se detuvieron un instante dos siluetas — una, masculina, de gran talla; la otra, de muchacha, esbelta y armoniosa —, respondiendo a los últimos saludos de la Tierra.
Veda Kong se apretó las manos, y Dar Veter oyó el crujido de sus dedos.
Erg Noor y Niza desaparecieron. De las negras fauces de la escotilla avanzó una plancha ovalada del mismo color gris que todo el casco. Un segundo más, y ni el ojo más experto podría advertir la menor huella de abertura en los abombados flancos del colosal casco de la nave.
La astronave, erguida sobre sus separados soportes, tenía algo de figura humana. Tal vez aquella impresión la diera la esfera de la proa, con su afilado capirote y sus faros de señales que brillaban como ojos de persona. O los alabes de la parte central, semejantes a las hombreras de la armadura de un caballero. La astronave se alzaba sobre sus soportes, parecida a un gigante que, afianzado sobre las abiertas piernas, mirase con desprecio y presunción al gentío que se extendía a sus plantas.
Bramaron amenazadoras las sirenas dando el primer aviso. Como por arte de magia, surgieron junto a la nave unas anchas plataformas de autotracción que se llevaron a multitud de personas. Deslizándose, retrocedieron los trípodes de los televisófonos y los proyectores sin apartar del Cisne sus cuencas y rayos. El casco gris del navío cósmico se oscureció y pareció perder sus enormes dimensiones. En su «cabeza» se encendieron siniestras unas luces rojas, señales de preparación para el despegue. La vibración de los potentes motores repercutió en el firme terreno: la nave viraba sobre sus soportes, orientándose para la arrancada. Las plataformas, cargadas de gente, se fueron alejando cada vez más, batidas por el viento, hasta que cruzaron la línea luminosa de seguridad; una vez allí, los pasajeros saltaron presurosos a tierra, y las plataformas volvieron para recoger a nuevas personas.
— ¿Ellos no volverán a vernos más, ni siquiera nuestro cielo? — preguntó Chara a Mven Mas, inclinado hacia ella.
— No, tal vez con los estereotelescopios…
Bajo la quilla de la astronave encendiéronse unas luces verdes. En la atalaya del edificio central empezó a girar furiosamente el radiofaro, enviando en todas direcciones la advertencia de que el enorme navío cósmico iba a emprender el vuelo.
— ¡La astronave recibe la señal de partida! — resonó de pronto una voz metálica, con tal fuerza, que Chara, estremecida, apretóse contra Mven Mas —. Los que queden dentro del círculo, ¡que alcen las manos! ¡Alcen las manos o perecerán!.. — gritaba el robot, mientras sus proyectores palpaban el campo buscando a quienes hubieran podido quedar casualmente en la zona peligrosa.
Al no encontrar a ninguno se apagaron. El autómata gritó de nuevo, con más furia, según le pareció a Chara:
— Después del toque de campanas, vuélvanse de espaldas a la astronave y cierren los ojos. No los abran hasta el segundo toque. ¡Vuélvanse de espaldas y cierren los ojos! — rugió el robot en tono de amenaza y alarma.
— ¡Es espantoso! — murmuró Veda.
Dar Veter sacó tranquilamente del cinturón dos antifaces con gafas negras; los desplegó, le puso uno a Veda y empezó a ponerse el otro. Apenas hubo cerrado el broche de la correílla, resonó una tremenda campanada, de agudo tono.
Su sonido se interrumpió, y en el silencio oyóse el indiferente chirrido de las cigarras.
De súbito, la astronave comenzó a aullar furiosamente y apagó sus luces. Aquel alarido desgarrador se repitió dos, tres, cuatro veces… Y a la gente más impresionable se le antojó que la propia nave gritaba en el dolor de la despedida.
El alarido aquel cesó tan inesperadamente como había empezado. Un cerco de llamas, de un fulgor inimaginable, se alzó en torno del Cisne. Y por un instante no existió en el mundo más que aquel fuego cósmico. La ígnea torre se elevó alargándose en alta columna para convertirse luego en una línea de cegador brillo. La campana tocó por segunda vez, y la gente, al volverse, sólo vio la llanura desierta en la que rojeaba la inmensa mancha del candente terreno. Una gran estrella titilaba en la altura: era el Cisne, que se alejaba sin cesar.
La multitud se dirigía lenta hacia los electrobuses, mirando ya al cielo, ya al lugar del despegue, que había tomado de pronto un aspecto muerto, como si hubiera renacido allí la hammada de El Homra, espanto e infortunio de los caminantes de antaño.
En la parte Sur del horizonte encendiéronse las conocidas estrellas. Todas las miradas se tornaron hacia donde se alzaba, azul y rutilante, Achernar. El Cisne llegaría a ella después de ochenta y cuatro años de viaje a una velocidad de novecientos millones de kilómetros por hora. Ochenta y cuatro años, para nosotros; para el Cisne, cuarenta y siete. Tal vez fundaran allí un mundo nuevo, tan bello y jubiloso como el nuestro, bajo los verdes rayos de la estrella de circonio.
Dar Veter y Veda Kong alcanzaron a Chara y Mven Mas. El africano contestaba a una pregunta de la muchacha:
— No, no es pena, sino un orgullo grande y triste lo que hoy me embarga. Siento orgullo de nosotros, que nos elevamos más y más sobre nuestro planeta para fundirnos con el Cosmos. Y tristeza, porque nuestra querida Tierra se va volviendo pequeña. En tiempos inmemoriales, los mayas, indios pieles rojas de América Central, dejaron una inscripción orgullosa y triste. Se la he entregado a Erg Noor, que ornará con ella la bibliotecalaboratorio del Cisne.
El africano volvió la cabeza y, al advertir que sus amigos le escuchaban, prosiguió en voz más alta:
— «¡Tú, que mostrarás más tarde tu faz en estos lugares! Si tu razón se esclarece, preguntarás quiénes somos nosotros. ¿Quiénes somos? Pregúntale a la aurora, al bosque, a la ola, a la tempestad, al amor. Pregúntale a la tierra, a la tierra de los sufrimientos, a la tierra bien amada. ¿Quiénes somos nosotros? ¡Somos la tierra!» — ¡Y yo también soy tierra hasta la medula! — agregó Mven Mas.
A su encuentro, jadeante, llegó corriendo Ren Boz. Los amigos rodearon al físico y conocieron la pasmosa nueva: por vez primera se habían puesto en contacto los pensamientos de dos gigantescas islas estelares.
— ¡Tenía tantos deseos de llegar antes del despegue — exclamó apenado Ren Boz — para comunicárselo a Erg Noor! El, en el planeta negro, comprendió ya que el espirodisco era una astronave de un mundo ajeno por completo, extraordinariamente lejano, y que el extraño ingenio había volado en el Cosmos durante muchísimo tiempo.
— ¿Será posible que Erg Noor no sepa nunca que su espirodisco procede de las abismales profundidades del Universo, de otra galaxia, de la Nebulosa de Andrómeda? — dijo Veda —. ¡Qué pena!
— ¡Lo sabrá! — repuso Dar Veter con firmeza —. Pediremos al Consejo energía para una emisión especial, a través del sputnik 36. ¡El Cisne estará todavía doce horas al alcance de nuestra llamada!
FIN
1 Unidad de medida de distancias astronómicas, equivalente 3,087 X 1013 km., o sea 3,26 años-luz 2
2 Año independiente: año terrestre, cuyo cómputo no está en dependencia de la velocidad de la astronave. (N. del t.) 3
3 0 Kelvin equivalen a -273 Celsius. (N. del T.) 39